Cuando suceden atrocidades de perfil semejante al de los recientes atentados terroristas de Bruselas, cuando los asesinos se ceban en europeos, un clamor de indignación surge de todos los rincones de nuestro continente, pidiendo justicia y solicitando protección eficaz. Es lógico y comprensible, porque los ciudadanos de Europa, acostumbrados a nuestra pacífica vida, alejados de los escenarios de violencia que en el mundo existen, percibimos en esos momentos muy de cerca la barbarie y la iniquidad de unos fanáticos capaces de segar vidas humanas, en aras de no se sabe bien qué ideales.
Lo que ya no es tan lógico ni entendible es que esos mismos ciudadanos permanezcamos impávidos ante las salvajadas que a diario se cometen en tantos y tantos lugares del mundo, muchas de ellas con la colaboración interesada de lo que llamamos mundo occidental. De la misma manera que tampoco es comprensible que los que ahora lloramos la muerte de unos ciudadanos europeos no seamos capaces de adoptar una posición común que permita acoger en nuestros países a los millones de desplazados por esos conflictos y darles la oportunidad que se merecen, como seres humanos, de rehacer sus vidas.
No voy a entrar aquí a discutir las políticas internacionales que practica el mundo occidental en el tercer mundo, porque sería meterme en camisa de once varas. Cualquier cosa que al respecto opine, encontraría fácil réplica con argumentos que se basen en la necesidad de defender nuestro estilo de vida, en la conveniencia de estabilizar los focos conflictivos allá donde se produzcan e, incluso, en la obligación de proteger en sus lugares de origen a las poblaciones afectadas, explicaciones que, no lo voy a negar, estarían en gran medida cargadas de razón, al menos en parte. Por ese motivo no voy a enfocar por ahí mis reflexiones. Me limitaré escuetamente a comentar la miopía de los que sólo se indignan ante los ataques a los suyos e ignoran por completo el sufrimiento de los otros, el dolor de aquellos ciudadanos afectados por la barbarie que ahora mismo se da en tantos lugares del mundo.
Mientras los habitantes del primer mundo no seamos conscientes de las continuas injusticias que se cometen, por acción o por omisión, en los países subdesarrollados, y como consecuencia no exijamos a nuestros mandatarios que pongan fin a tanto agravio, las barbaridades en nuestro suelo se sucederán una tras otra y no habrá manera de frenarlas. Los expertos lo dicen: no hay fuerza en el mundo capaz de derrotar al enemigo en esta guerra asimétrica, donde sus mortíferas armas son fáciles de manejar y cuando los autores de los atentados están dispuestos a inmolarse por docenas. Se perfeccionará la lucha antiterrorista, se mejorarán los sistemas de control de las poblaciones de inmigrantes que los acogen, se coordinarán mejor entre los países afectados los procedimientos preventivos, pero en tanto en cuanto la injusticia no desaparezca de los focos de tensión, será difícil, por no decir imposible, acabar con esta lacra.
Aunque los entienda y los comparta, los gritos de indignación que surgen en Europa tras los atentados que se cometen contra sus ciudadanos se me antojan en cierto modo hipócritas. Debemos indignarnos, claro que sí; pero al mismo tiempo es preciso meditar sobre las causas, para después pedirle a nuestros políticos que cambien de estrategia, que no olviden que quien siembra vientos recoge tempestades. Porque eso es lo que en realidad está sucediendo en el mundo de hoy, debido a la ceguera de unos, a los intereses de otros y al consentimiento de muchos.
Ahora todos somos Bruselas. Seamos también Bagdad, Damasco, Gaza o Alepo.
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