7 de marzo de 2016

Ya tenemos partidismo a cuatro. ¿Y ahora qué?

Decían hace poco que se había acabado la hora del bipartidismo, que unos nuevos aires de frescura barrían la superficie del país y que el viejo estilo, el de la casta, estaba condenado a desaparecer de la política española. Lo coreaban alto, incluso a gritos, hasta el punto de que muchos se convencieron, en muy poco tiempo por cierto, de que esas consignas desterrarían la injusticia, la desigualdad y la pobreza de España. Traían -¡loados sean los portadores!- la hora de la paz social, de la redención de los necesitados, del parabién de todos.

Hubo elecciones y el bipartidismo se convirtió en partidismo a cuatro, con algunos añadidos minoritarios ya existentes. Las urnas han hablado –dijeron entonces los adalides del cambio milagroso- y su mensaje ha sido claro: no se puede gobernar como antes, es preciso desterrar viejas usanzas y ponerse de acuerdo para entre todos sacar a España de la crisis económica, la pérdida de valores democráticos, la corrupción y la vulgaridad cultural en la que los partidos de siempre la han sumido. Todo fueron en aquel momento buenas palabras, guiños seductores, carantoñas y palmaditas en la espalda.

Pero entonces, superadas las primeras impresiones, algunos se pusieron a contar votos y a clasificarlos según colores, y, como no les salían las cuentas, a interpretar las intenciones subyacentes del electorado, a buscar entre tanta maraña aquella lógica política que más favoreciera sus intereses, los de cada uno, por supuesto, porque los de la sociedad podían esperar. Hubo ronda de consultas del rey a los líderes políticos, negativa especulativa de alguno a la oferta de formar gobierno, pasos al frente de otro para intentarlo, e incluso quien se atrevió a presentar su lista de gobierno, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo. De todo hubo, sí señor, como en botica.

Después empezaron las negociaciones, que pronto se convirtieron en un cambio cruzado de acusaciones, desde las de los que volvían a hablar de derechas y de izquierdas con auténtica fruición, demonizando a los adversarios, hasta las de los que en sus arrebatos de rabia incontenible calificaban de corrupción al intento de formar gobierno de quien había aceptado la oferta del jefe del estado. Llegaron más tarde las sesiones de investidura, y las zalamerías se convirtieron en zancadillas, las buenas intenciones en palos en la rueda y las palabras de ánimo en groseros insultos, no sólo a los políticos de turno, también a las bases que los apoyan. Hasta ustedes lo van a entender, decía alguno que iba de sobrado y listo, mientras otros invocaba las manos manchadas de cal, edificantes proclamas que los españoles contemplamos preguntándonos a cuento de qué viene tanta rebaba.  Y, como se sabía de antemano, no hubo suficiente apoyo a la investidura del candidato, para regocijo de algunos y preocupación de muchos.

Así estamos ahora, sumidos en una confusión galopante, sin claras expectativas de salir del entuerto, al mismo tiempo que los que debían resolver el problema tiran cada uno hacia su extremo, entonan soflamas incendiarias, faltan al rigor de la aritmética, en definitiva nos llaman imbéciles a los ciudadanos. Aunque eso sí, el bipartidismo ignominioso ha desaparecido, o al menos eso dicen.

¿Y ahora qué?, me preguntaba en el título. Tengamos un poco de paciencia, mantengamos la esperanza, porque aún hay tiempo para que regrese la cordura.

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