28 de marzo de 2018

Siempre nos quedará París

Aunque no soy demasiado nostálgico, a veces miro atrás y echo de menos ciertas cosas. Me refiero a entornos que formaron parte de mi vida en algún momento y que cuando ahora los busco no los encuentro porque ya no existen. El mundo está vivo y cambia –dicen-, pero a mí me hubiera gustado que esos cambios nunca afectaran a los lugares que durante algún tiempo fueron escenarios de mi vida, a las casas donde viví hace años con mis padres, a las tiendas en las que alguna vez compré, a los cines que frecuentaba cuando era joven o a los bares donde saboreé las primeras cañas de mi vida.

Estoy leyendo un libro de Hemingway –A moveable feast (París era una fiesta)-, en realidad una recopilación de artículos cortos que el premio Nobel escribió poco antes de su muerte, en los que pasa revista a sus experiencias en la capital de Francia, donde vivió durante una larga temporada a lo largo de los años veinte del siglo pasado, cuando iniciaba su carrera literaria. Un libro recomendable a los lectores que disfruten con las descripciones de personas y lugares, de pensamientos y reflexiones. Un libro intimista, pero sobre todo revelador del mundo parisino de aquella época.

Pero no es del libro de lo que quiero hablar -no obstante ahí queda la recomendación-, sino de alguna de las impresiones que me ha causado su lectura. Como Hemingway describe infinidad de lugares de la ciudad -calles, plazas, restaurantes, cafés y tiendas-, me he visto con frecuencia en la necesidad de consultar planos actuales para seguir las andanzas del autor y no perderme en el laberinto de sus callejeos. Y he encontrado todos -o casi todos-, porque los franceses, al menos los parisinos, tienen la buena costumbre de no cambiarle el nombre a las calles. No como en España, donde mirar atrás ya no es posible, ni siquiera en los planos, porque casi todo o ya no existe o ha cambiado de nombre.

Las comparaciones son odiosas, dice el sabio proverbio, y posiblemente yo esté cayendo en una muy estúpida. Porque las características de Madrid, la ciudad en la que vivo, no son las de París, ni mucho menos lo eran en el siglo XIX y en los principios del XX. No lo eran al menos en dos aspectos fundamentales, en la extensión de sus clases medias, que son las que suelen dar carácter a las poblaciones, y en la consolidación de sus estructuras urbanas. Mientras que en París la burguesía en aquella época era amplia y gozaba de un nivel cultural alto y de dinero para disfrutar de la ciudad, en Madrid, como en el resto de España, apenas existía. La inmensa mayoría de los españoles constituía una población empobrecida y alejada de la cultura, y de ahí se saltaba a la aristocracia, a las minoritarias clases privilegiadas, que vivían en su propio mundo, en sus barrios de lujo, y ejercían muy poca influencia en el desarrollo de la ciudad.

Las cosas han cambiado, por supuesto, pero de aquellos polvos vienen estos lodos. Los franceses han conservado con esmero el legado de sus bisabuelos, porque merecía la pena hacerlo, mientras que en España todo o casi todo es nuevo, construido sobre los desechos de lo anterior. Por eso a mí me gusta tanto pasear por el centro de Madrid, el único lugar donde todavía se puede saborear algo del pasado reciente de la ciudad.

Siempre, además, me quedará París.

16 de marzo de 2018

Miserable demagogia la de algunos

En lo que viene a continuación voy a intentar explicarme lo mejor posible, no sea que vaya a provocar malentendidos. Soy consciente de que el tema es resbaladizo, un jardín en el que posiblemente no debiera meterme. Pero mi sorpresa ha llegado a tal extremo que he decidido lanzarme a las páginas del blog, que para eso lo abrí en su día, para no dejarme en el tintero lo que considerara relevante.

Me voy a referir a la triste y dolorosa noticia del asesinato de un niño de ocho años hace unos días en un pueblo de Almería, un pequeño que ahora debería estar jugando con sus amigos en vez de haber sido víctima de un crimen tan brutal que hiere la sensibilidad de cualquiera persona decente. Pero no voy a hablar de los aspectos penosos y luctuosos, sino de la torticera manipulación del suceso que han hecho y siguen haciendo algunos, al convertirlo en el leitmotiv de su demagogia y en el centro de sus intereses especulativos.

Lo que acabo de decir no significa ni mucho menos que no sea consciente de la solidaridad de los centenares de personas que se han sentido sinceramente compungidas en lo más profundo de su ser, que no sienta emoción ante la multitud de muestras de solidaridad y de cariño que han recibido los padres durante estos días y que no admire y reconozca el esfuerzo de los profesionales que se han dedicado durante días, en cuerpo y alma, a resolver cuanto antes el enigma de la desaparición del pequeño.

Pero cuando el otro día vi entrar en la catedral de Almería al ministro de Interior con la bufanda del pequeño en la mano, me sentí indignado, quizá porque aquel gesto colmaba el vaso, desde mi punto de vista, de la utilización partidista que se estaba haciendo de la tragedia. Me pareció un auténtico esperpento. De hecho no me lo podía creer. Pensé al principio que si la madre del niño le acababa de regalar la bufanda como signo de gratitud, no tardaría en entregársela a alguien de su escolta para evitar el bochorno de exhibirla como bandera de una causa. Pero no; lo que al parecer quería era que se le viera con ella, convertirse así en adalid de la defensa del pueblo ante las salvajadas.

Yo ya lo había visto salir esos días en las ruedas de prensa acompañado por toda la plana mayor de los cuerpos y fuerzas de seguridad del estado, en un alarde de eficacia policial inusual en estos casos. Es posible que ante el malestar creado entre los profesionales de los mencionados cuerpos por la catastrófica gestión que los políticos habían hecho de la intervención de la Policía y de la Guardia Civil en la crisis catalana, quisiera resarcirlos mediante esta exhibición mediática. En cualquier caso, no parecían comparecencias para dar explicaciones por un caso de secuestro, de los que desgraciadamente se dan algunos de vez en vez, sino las que se harían para tranquilizar a la población ante un posible ataque terrorista o ante una declaración de estado de excepción.

Hoy he visto a otro político, durante su intervención en el Congreso de los Diputados para discutir la posible derogación de la ley que ampara la prisión permanente revisable, recomendar a la oposición que mirara a la tribuna y hablara con los padres de algunas víctimas de la violencia que asistían en calidad de invitados, como si los criterios legislativos debieran basarse en la opinión de unos cuantos casos personales, por muy dolorosos que sean, en vez de en el interés general y en los principios constitucionales.

Un comportamiento impropio en un país civilizado, como me gusta pensar que es el nuestro.

11 de marzo de 2018

No entremos en esas cosas

En cuestión de horas, hemos visto pasar a Mariano Rajoy de responder a un periodista con rotundidad que no es conveniente entrar en el debate sobre la desigualdad de oportunidades entre mujeres y hombres, a lucir sobre la solapa de su chaqueta el flamante lazo morado reivindicativo del feminismo. Una mutación sobrevenida que dejó perpleja a la opinión pública, asombro que se repartía entre los que consideraban que aunque tarde bienvenido sea a la sensatez y a la cordura y los que adivinaban que el gesto duraría lo que durara el día internacional de la mujer.

Lamentablemente no fue más que un mohín pasajero. Las declaraciones de sus leales, una vez acabada la jornada feminista, demuestran que donde decían que en esto de la desigualdad no hay problema que deba preocuparnos siguen diciendo lo mismo. Algunos líderes de la derecha –no sólo del PP, también de Ciudadanos- amanecieron al día siguiente insistiendo en que lo de las protestas es cosa de radicales populistas, por lo que no merece la pena prestar a las mismas demasiada atención. Incluso sus medios afines, capitaneados por TVE, han intentado ningunear cuantitativamente la huelga y las manifestaciones, en un alarde de sectarismo que llama la atención por burdo. No todos, es cierto, porque algunos eminentes populares se han apresurado a confesar en voz alta que habrá que tomar nota de lo sucedido.

Decía yo hace unos días aquello de protesta que algo queda. Ahora, después de ver lo que sucedió el pasado 8 de marzo, estoy convencido de que las cosas se van a mover, aunque lamentablemente no tan deprisa como sería conveniente, porque la realidad es compleja; pero la disconformidad social que pusieron de manifiesto la huelga y las manifestaciones no puede pasar desapercibida. A partir de ahora se va a convertir en un arma política de gran importancia, de tal forma que los responsables de los partidos que ahora se muestran apáticos no tendrán más remedio que reaccionar, si es que no quieren perder votos en las próximas elecciones.

Quizá una de las características de la jornada del día 8M que más convenga resaltar sea la transversalidad, la diversidad de tendencias políticas que la respaldaron. Me refiero por supuesto a la ciudadanía, porque los partidos, ya lo he dicho, o la aplaudieron o la ignoraron o incluso la criticaron, según su signo. Pero al fin y al cabo los que votan son los ciudadanos, y sería suicida para los líderes políticos que ignoraran la realidad social que denuncian las protestas. A partir de ahora, el machismo soterrado deberá medir sus palabras, sus actos y hasta sus pensamientos, y los programas electorales tendrán que incluir reformas contundentes para luchar contra la discriminación sexista.

No soy tan ingenuo como para creer que con lo del otro día esto se haya arreglado. El machismo está tan arraigado en la sociedad, impregna de tal forma sus poros, que lamentablemente costará tiempo y esfuerzo –y dinero- conseguir la total equiparación entre hombres y mujeres. Pero el paso que se dio el otro día fue tan gigantesco, que no creo exagerar si digo que en mi opinión se ha convertido en un hito que pasará a la historia del progreso social, uno de esos días de los que se podrá decir algún día que hubo un antes y un después.

Si alguien tiene dudas todavía, que se acuerde de las sufragistas.

7 de marzo de 2018

Huelga de mujeres. ¿Por qué no?


Siempre he pensado que los conflictos sociales ayudan al colectivo humano a progresar, sean aquellos de la índole que sean, pacíficos, tumultuosos, violentos o incluso revolucionarios, Constituyen expresiones de disconformidad que ponen de manifiesto que algo no funciona apropiadamente y que por tanto es preciso corregir. A veces producen reacciones en contra que pueden llegar a entorpecer el avance, pero al final las cortapisas se vencen y la evolución positiva continúa hacia adelante. En este orden de cosas, en el conflicto para progresar, se inscribe la huelga de mujeres del día 8 de marzo, una protesta que lo que pretende es llamar la atención sobre la discriminación entre hombres y mujeres.

No es la primera vez que traigo aquí este tema, la lucha social para acabar con la diferencia de oportunidades entre mujeres y hombres. Digo, y repito, diferencia de oportunidades, porque estoy convencido de que las desigualdades tienen origen en ellas. Eliminadas las causas se eliminarán los efectos. Muerto el perro se acabará la rabia. Por eso, estoy totalmente de acuerdo con la celebración de esta huelga, que más que un paro absoluto –que también- persigue hacer oír la voz de las mujeres, su reclamación ante la injusticia y el atropello discriminatorio.

El machismo, del que confieso no sentirme del todo ajeno, es la primera de las razones de la desigualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, por no decir la única. Y el machismo, ¡ojo!, no es privativo de los hombres, porque muchas mujeres caen en sus redes, víctimas de la presión ambiental, y educan a sus hijos varones de manera distinta que a sus hijas. El erróneo instinto machista les hace considerar que ellos y ellas no han de desenvolverse igual en la vida  y, de forma inconsciente, contribuyen a mantener las diferencias.

Es curioso observar cómo se están manifestando las distintas tendencias políticas durante estos días respecto a la oportunidad o inoportunidad de la huelga de las mujeres. La derecha reaccionaria está en contra, no sé si porque consideran que no hay nada que reivindicar -lo que me sorprendería- o porque crean que cualquier protesta social tiene siempre el sello revolucionario de la rebeldía, y sabido es que las alteraciones del estatus establecido los pone nerviosos. Su sentido conservador de la vida los inclina a conservar lo existente, incluso las discriminaciones sexistas.

La izquierda, por el contrario, la apoya sin tapujos. El sentido progresista que inspira su ideología no encuentra reparos a una iniciativa como ésta, en la que lo único que se persigue es poner el foco sobre una histórica reivindicación social, la de que los hombres y las mujeres somos iguales. Otra cosa es el mayor o menor énfasis que ponga cada uno, porque hasta en esto de las protestas por la injusticia hay diferencias de matiz entre unas izquierdas y otras.

Desde mi punto de vista, esta huelga es uno más de los hitos reivindicativos de la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, y como tal estoy a su favor. Protesta que algo queda, podría ser el eslogan.

5 de marzo de 2018

Elogio de la duda y crítica de la verdad absoluta

Durante algún tiempo estuve convencido de que la seguridad en uno mismo era un valor intelectual irrenunciable, hasta el punto de que consideraba que su ausencia suponía un grave inconveniente a la hora de desenvolverse en la vida con soltura. Pero con los años a cuestas, con tantos avatares soportados, he cambiado de parecer, quizá porque haya descubierto de repente que confundimos la seguridad en nosotros con el rechazo a las opiniones de los demás y la actitud valiente ante las adversidades con el disimulo de las debilidades propias. Es más, con el tiempo, como digo, he llegado a descubrir que eso que llamamos convicción o certeza de pensamiento no es más que una capa de protección ante la duda y muchas veces negación de la evidencia.

¿Pero es mala la duda? Yo creo que no, sino todo lo contrario. En mi opinión, es la clave del progreso intelectual en general y del desarrollo personal en particular. Dudar es abandonar la confortable zona de las verdades absolutas, es aceptar que la certeza incuestionable no existe. Sólo cuando se duda se buscan alternativas, sólo ante la incertidumbre se indaga sobre lo desconocido. Los seguros de sí mismo o de sus principios o de sus imaginarios quizá se sientan cómodos en su mundo de esquemas inamovibles, pero están muy lejos de la reflexión, del raciocinio y de la búsqueda de la verdad. Su coto cerrado, la concha protectora de la que se han provisto, los pone a buen recaudo de la duda. Sus mentes no aceptan nada que no sea su propia asunción de la realidad, su verdad preconcebida.

La duda no es cómoda. Preguntarse ante la incertidumbre dónde estará el camino a elegir es incómodo, porque a veces supone renunciar a lo que se ha tenido como cierto hasta entonces y, en cualquier caso, obliga a entrar en terrenos de arenas movedizas, de las que uno no sabe si saldrá airoso o desmadejado. Pero los que adoptan la duda como método intelectual no temen la incertidumbre, sino que la consideran su herramienta de trabajo para caminar por la vida. Prefieren la incomodidad de adentrarse en lo desconocido, incluso el riesgo que supone, a vivir esclavo de las verdades de los demás.

Lo más curioso de todo este asunto es que no conozco a nadie que no dude. Pero mientras que unos lo hacen con sufrimiento, con pavor a que de la duda salgan monstruos que amenacen la confortabilidad de sus arraigadas ideas, otros, los que han adoptado la duda como método, se aventuran en los laberintos de la inseguridad ávidos de respuestas, convencidos de que están haciendo lo que se debe hacer, no para arreglar el mundo, porque eso no es posible, pero sí para mantener su entorno limpio de falsas verdades, que no es poco. Un ejercicio a veces ocioso, porque no suele tener recompensa material.

Si desde niños nos enseñaran a dudar como método de trabajo intelectual, nos advirtieran de los peligros que arrastra la seguridad en las ideas, es posible que el mundo caminara por derroteros distintos. Aunque también pudiera suceder que muchos aprendieran la lección como aprendieron los afluentes del Tajo o la interminable lista de los reyes godos, pero que después la vida los llevara a refugiarse en sus verdades, porque prefieran la confortabilidad y el desahogo que aporta la seguridad en uno mismo.

1 de marzo de 2018

Pactar el desacuerdo

De vez en vez me he atrevido a traer aquí determinadas recomendaciones de lectura, la cita de algún libro que estuviera leyendo en ese momento o hubiera leído recientemente, y la implícita -o explícita- sugerencia de su lectura. Hoy lo hago con un ensayo –Empantanados (Ediciones Península)- de Joan Coscubiela, un político catalán tan conocido que creo que no necesita presentación. Fue portavoz de Iniciativa per Catalunya el Verts en el Congreso de los Diputados y recientemente, hasta las elecciones autonómicas del 21 de diciembre de 2017, diputado del parlament catalán, dentro de ese complejo popurrí de partidos de izquierdas que se denominó Catalunya Si que es Pot (CSQP; en español Cataluña Sí se Puede) y que se formó para concurrir a las autonómicas de 2015, a imitación y semejanza de Barcelona en Comú, la alianza bajo la que consiguió Ada Colau la alcandía del ayuntamiento de la capital catalana.

Aunque no comparto su ideología en bastantes aspectos fundamentales, lo tengo desde hace años por un político sensato y equilibrado, muy alejado de los planteamientos maximalistas hoy al uso en nuestro país. Durante los debates anteriores a la proclamación unilateral de independencia en Cataluña -real o figurada, vaya usted a saber-, despertó en alguna ocasión los aplausos unánimes de los diputados llamados constitucionalistas, junto al silencio de alguno de sus compañeros de formación, que lo tildaron de traidor a las ideas de su grupo.

En su libro repasa, con la visión privilegiada de un testigo activo y presencial, los pormenores de aquel complicado desaguisado, del intento de huida hacia adelante que sucedió en Cataluña durante los últimos meses de 2017 y cuyo coleteo aún se deja sentir hoy y nadie sabe hasta cuándo. Como consecuencia, hace un juicio pormenorizado de la ristra de acontecimientos que llevaron a los catalanes a las elecciones convocadas bajo el amparo del artículo 155 de la Constitución, visto desde la trastienda parlamentaria, desde las reboticas de los partidos y desde los mentideros de Madrid, con los que el autor mantiene sólidos contactos personales como consecuencia de su paso por la Carrera de San Jerónimo.

Sería imposible que hiciera aquí ni tan siquiera un breve resumen de su posición ante el conflicto catalán, pero sí me voy a permitir señalar tres puntos que me han llamado la atención por significativos. El primero es el hartazgo del autor ante la imposibilidad de trabajar con coherencia junto a sus coyunturales aliados procedentes de la galaxia de Podemos (la expresión es de Coscubiela), a los que tilda de falta de rigor en su posicionamiento respecto al debate independentista, aunque lo haga con otras palabras mucho más certeras que las que yo utilizo. El segundo, su indignación ante las astucias manejadas por los separatistas, ante su falta de sentido de la realidad y ante sus pocos escrúpulos a la hora de engañar a la sociedad catalana. El tercero, la acusación  al PP, y al señor Rajoy en concreto, de no haber entendido de la misa la mitad de lo que allí se cocía y de haber estado trabajando durante todo este tiempo con visión partidista y no de estado.

No me atrevo a recomendar a todos mis amigos la lectura de un libro tan pormenorizado como es éste, tan arduo por su contenido sociopolítico, algo alejado del conocimiento de los que somos meros observadores de la cosa pública, a pesar de su tono cercano y yo diría que didáctico. Pero sí a aquellos que quieran acercarse con objetividad y sin apasionamiento a las entretelas de un debate en el que, como dice el autor, ni los separatistas pueden partir el espinazo al Estado ni el Estado puede doblegar el imaginario separatista, un conflicto en el que no cabe más solución, según expresa Coscubiela, que pactar el desacuerdo.

A mí sí me ha ayudado a entender muchas cosas y, por qué no decirlo, a reafirmarme en algunas de mis apreciaciones sobre el conflicto catalán en particular y la política española en general.