Aunque no soy demasiado nostálgico, a veces miro atrás y echo de menos ciertas cosas. Me refiero a entornos que formaron parte de mi vida en algún momento y que cuando ahora los busco no los encuentro porque ya no existen. El mundo está vivo y cambia –dicen-, pero a mí me hubiera gustado que esos cambios nunca afectaran a los lugares que durante algún tiempo fueron escenarios de mi vida, a las casas donde viví hace años con mis padres, a las tiendas en las que alguna vez compré, a los cines que frecuentaba cuando era joven o a los bares donde saboreé las primeras cañas de mi vida.
Estoy leyendo un libro de Hemingway –A moveable feast (París era una fiesta)-, en realidad una recopilación de artículos cortos que el premio Nobel escribió poco antes de su muerte, en los que pasa revista a sus experiencias en la capital de Francia, donde vivió durante una larga temporada a lo largo de los años veinte del siglo pasado, cuando iniciaba su carrera literaria. Un libro recomendable a los lectores que disfruten con las descripciones de personas y lugares, de pensamientos y reflexiones. Un libro intimista, pero sobre todo revelador del mundo parisino de aquella época.
Pero no es del libro de lo que quiero hablar -no obstante ahí queda la recomendación-, sino de alguna de las impresiones que me ha causado su lectura. Como Hemingway describe infinidad de lugares de la ciudad -calles, plazas, restaurantes, cafés y tiendas-, me he visto con frecuencia en la necesidad de consultar planos actuales para seguir las andanzas del autor y no perderme en el laberinto de sus callejeos. Y he encontrado todos -o casi todos-, porque los franceses, al menos los parisinos, tienen la buena costumbre de no cambiarle el nombre a las calles. No como en España, donde mirar atrás ya no es posible, ni siquiera en los planos, porque casi todo o ya no existe o ha cambiado de nombre.
Las comparaciones son odiosas, dice el sabio proverbio, y posiblemente yo esté cayendo en una muy estúpida. Porque las características de Madrid, la ciudad en la que vivo, no son las de París, ni mucho menos lo eran en el siglo XIX y en los principios del XX. No lo eran al menos en dos aspectos fundamentales, en la extensión de sus clases medias, que son las que suelen dar carácter a las poblaciones, y en la consolidación de sus estructuras urbanas. Mientras que en París la burguesía en aquella época era amplia y gozaba de un nivel cultural alto y de dinero para disfrutar de la ciudad, en Madrid, como en el resto de España, apenas existía. La inmensa mayoría de los españoles constituía una población empobrecida y alejada de la cultura, y de ahí se saltaba a la aristocracia, a las minoritarias clases privilegiadas, que vivían en su propio mundo, en sus barrios de lujo, y ejercían muy poca influencia en el desarrollo de la ciudad.
Las cosas han cambiado, por supuesto, pero de aquellos polvos vienen estos lodos. Los franceses han conservado con esmero el legado de sus bisabuelos, porque merecía la pena hacerlo, mientras que en España todo o casi todo es nuevo, construido sobre los desechos de lo anterior. Por eso a mí me gusta tanto pasear por el centro de Madrid, el único lugar donde todavía se puede saborear algo del pasado reciente de la ciudad.
Siempre, además, me quedará París.
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