No acabaré nunca de entender la razón de esta moda, bastante generalizada en nuestro tiempo, de establecer relaciones de pareja, con pretensiones de continuidad en el tiempo, mediante un simple acuerdo verbal entre dos personas, sin que medie compromiso formal de convivencia. Ahora pocos se casan, simplemente viven juntos. Para qué papeles –suelen argumentar- si nuestro amor es auténtico como el que más. Qué falta nos hace firmar documentos que avalen nuestra situación patrimonial –añaden- si somos dueños de nuestros destinos y confiamos el uno en el otro. Nos queremos –continúan- y eso es lo único que se necesita para vivir bajo un mismo techo. Lo demás –concluyen- es artificiosa burocracia, papeleo material.
Hasta aquí poco se puede discutir. La ingenuidad forma parte de la condición humana y el optimismo es un buen aderezo del candor y de la inocencia. De manera que, como no resulta demasiado agradable desengañar a los ilusionados, lo mejor que uno puede hacer en estos casos es callar y aceptar sus buenas intenciones. ¿Por qué no van a poder convivir dos personas que se aman hasta tocar las estrellas? Al fin y al cabo son libres y pueden hacer con sus vidas lo que les venga en gana.
Pero lo curioso es que muchas de estas parejas escogen la falta de formalidad administrativa –el rechazo al contrato matrimonial- como muestra de rebeldía ante el establishmentn, como protesta contra la intromisión de la sociedad en sus vidas. Sin embargo, como les guste o no les guste viven inscritos en un orden administrativo inamovible y riguroso, y sometidos a unas leyes que regulan la convivencia entre las personas en todos los órdenes de la vida, en la mayoría de los casos acaban sustituyendo el acuerdo marco que supone la inscripción como matrimonio en el Registro Civil, por una serie de contratos parciales entre las partes –reconocimiento de hijos, títulos de propiedad al 50%, certificaciones de convivencia que garanticen las pensiones en el futuro, etc.- para cubrir el vacío legal que deja la carencia de ese contrato único que se denomina matrimonio civil. Una auténtica paradoja donde las haya, me parece a mí.
Una de las consecuencias de esta situación es el bajo índice de natalidad. Muchas parejas reacias a la figura del matrimonio no ven nunca el momento de tener hijos, aun en el caso de que su situación económica se lo permita. La falta de cobertura administrativa les induce un cierto sentido de provisionalidad, incompatible con la necesaria estabilidad que comporta tener hijos. En el fondo, aunque normalmente lo nieguen, bajo la carencia del vínculo formal se esconde la incertidumbre sobre el futuro sentimental de la pareja. Nos queremos ahora –piensan- pero no sabemos que puede suceder en el futuro.
Desde hace mucho tiempo, desde cuando constituían un tabú social, he sido partidario de las relaciones prematrimoniales, de establecer un periodo de convivencia anterior a la boda o a la formalización administrativa del vínculo matrimonial. Lo considero un tiempo de prueba muy conveniente para después no llevarse demasiadas sorpresas, aunque alguna a pesar de todo siempre habrá. Pero una cosa es pasar por esa situación durante una temporada y otra muy distinta mantenerla sine die. Lo primero, desde mi punto de vista, constituye una prudente medida precautoria; lo segundo trae consigo una falta de cobertura legal que, desde mi punto de vista, no tiene ningún sentido.
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