9 de abril de 2018

La venganza de la geografía

Por recomendación de una buena amiga, gran aficionada a la lectura de ensayos de carácter sociológico, estoy leyendo estos días un libro con un título tan sugestivo que no he podido resistirme a la tentación de usurpárselo a su autor -Robert D. Kaplan- para encabezar esta improvisada reflexión. Siempre he sostenido que lo único perdurable en los pueblos –dicho sea en el amplio sentido de la palabra pueblo- es la geografía. Las demás circunstancias -sus costumbres, sus lenguas, sus sistemas políticos, sus identidades nacionales, sus temperamentos- cambian constantemente, o como consecuencia de fuerzas evolutivas internas o mediante la intervención de factores externos. Pero las montañas, las costas, los ríos, el clima, la latitud y la longitud, las sequías o las lluvias son las mismas ahora que hace milenios y por lo tanto las que en realidad determinan sus señas de identidad y mueven el afán de sus ciudadanos. Por eso, considero fundamental estudiar la historia del mundo sin perder de vista la geografía. Lo que un país sea ahora, se lo debe en gran parte a su situación en la esfera terráquea, porque cualquier otra circunstancia que haya podido intervenir en su evolución será también consecuencia de su inmutable situación.

En el caso de España, la compleja orografía que la caracteriza, con sus abruptas cordilleras, ha dificultado a través del tiempo las comunicaciones interiores, hasta el punto de que su desarrollo siempre se ha movido con retraso respecto a los países del centro de Europa, que gozan de extensas llanuras y de caudalosos ríos navegables. Sin embargo, la cultura de Roma nos llegó antes que a otras regiones situadas más al norte, como consecuencia de nuestra  proximidad al centro del Imperio, a través del Mediterráneo. Todo lo contrario de lo que les sucedió a las legiones romanas en su avance hacia el norte de Europa, cuando se encontraron con las barreras fluviales que conforman los ríos Danubio y Rin.

La ola del Islam inundó la península Ibérica a través del estrecho de Gibraltar, incapaz de servir de muro protector frente a las ansias expansionistas de una cultura a la que su espacio geográfico del norte de África se le había quedado pequeño. Pero cuando los musulmanes alcanzaron los Pirineos, tuvieron que contener sus ímpetus ante las impresionantes alturas que se encontraron por delante. Otro gallo hubiera cantado a los franceses de no haber existido esta barrera montañosa, hasta el punto de que quizá hoy pudiéramos visitar alcazabas moras en París o en Lion.

Más tarde, cuando la pobreza de nuestro territorio se puso de manifiesto a través de la escasez de alimentos por culpa de las prolongadas sequías, nuestros antecesores tuvieron que cruzar el mar Atlántico y convertirse en improvisados conquistadores. La geografía de siempre, la Península Ibérica, ya no bastaba y había que buscar nuevos espacios. El Dorado, aquella extraordinaria quimera, atrajo esfuerzos y dinero para salir de la miseria a la que la geografía condenaba a nuestros antepasados.

El libro que estoy leyendo trata de estos asuntos, pero bajo una perspectiva global y por tanto universal. Es curioso observar como el mundo se fue configurando a través de los siglos en grandes bloques políticos en función de la geografía. ¿Sería Estados Unidos lo que es hoy si no estuviera asentado en un subcontinente que se abre a dos mares? ¿Ocuparía Rusia el lugar que ocupa en el mundo si las grandes estepas siberianas no hubieran facilitado su expansión hasta el Pacífico? ¿Habría llegado a ser el Reino Unido la potencia colonial que llegó a ser si su carácter insular no hubiera obligado a sus gobernantes a mantener en aquellos tiempos una poderosa marina?

Las respuestas a estas preguntas y a otras por el estilo son las que se desgranan en este libro, cuya cita ahí queda.

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