Recuerdo que mi padre me dijo una vez, cuando me matriculé por primera vez en la universidad, no pierdas nunca de vista que estudiar una carrera es un privilegio. No tuvo que añadir aquello de hazte digno, porque a los diecisiete años yo ya había aprendido a interpretar sus mensajes sin necesidad de que los acabara. No se anduvo por las ramas –no era su estilo- sino que a modo de consejo se limitó a recordarme que por falta de oportunidades no todo el mundo puede acceder a la enseñanza superior. Después, cuando se iniciaron las clases, comenzaron a llegarme desde dentro otros mensajes más poéticos, altisonantes incluso, como aquellos eslóganes de crisol de la cultura o alma mater del espíritu. Ciertos, cómo no, pero no tan impactantes desde un punto de vista social como la observación que me había hecho mi padre.
Ahora, una serie de individuos que se mueven convencidos de que la ética y la moral no están hechas para ellos, que se sienten ajenos al dictamen de las leyes e impunes ante el castigo, han puesto en entredicho a una institución que debería ser la quintaesencia del buen comportamiento y del juego limpio. Los tentáculos de la política se han infiltrado de manera espuria en las estructuras universitarias, contagiando a su sistema administrativo hasta el punto de que existan serias sospechas de que se estén concediendo falsos títulos universitarios. Y, lo que es peor, como pago anticipado de futuras prebendas. Una mancha tan vergonzosa que requiere una actuación inmediata de docentes, políticos y, sobre todo, jueces.
La universidad Rey Juan Carlos está en entredicho y, como consecuencia, todo el sistema universitario. No sólo por los turbios manejos –no encuentro mejor calificativo- del master de Cristina Cifuentes, también por el comportamiento de su rector, que salió raudo y veloz, casi perdiendo el culo, a defender a la presidenta de la Comunidad de Madrid sin informarse previamente de la situación real del escándalo. Y aunque después haya pedido perdón públicamente -lo que le honra-, no basta. Debe investigar hasta las últimas consecuencias lo que allí se cueza y airearlo ante la opinión pública. El rector de una universidad tiene que estar fuera por completo de sospecha y el señor Ramos, después de su desliz, está obligado a defender la imagen de su universidad.
Esta situación por esperpéntica ha dejado descolocados a más de uno. El Partido Popular, consciente de la importancia que tiene la Comunidad de Madrid en el mapa político español, ha cerrado filas alrededor de Cristina Cifuentes, unos con la boca chica y otros a voz en grito hasta desgañitarse, incluso resucitando la vieja estrategia de la conspiración que tan bien se les da. Ellos sabrán lo que hacen, pero creo que deberían procurar que no lloviera sobre mojado. Ciudadanos, que pretende ser, al menos de palabra, adalid de la decencia, no sabe dónde mirar. Dar paso al PSOE no le conviene, porque ya a estas alturas todos sabemos que sus votantes proceden de la misma cantera conservadora que nutre al PP.
Ahora se presentan mociones de censura y se piden dimisiones. No me parece mal, porque cualquier procedimiento legal que provoque que los que no se merecen estar en política salgan de ella siempre será bien recibido. Pero ahí no deberían quedar las cosas. La universidad, la institución a la que mi padre consideraba un privilegio asistir, está contaminada y hay que descontaminarla, como se descontamina a los que han estado en contacto con la radioactividad. Hay que llegar hasta el final, con todas sus consecuencias, porque un país que presume de estar inscrito entre los más avanzados del mundo no puede permitirse que sus aulas universitarias huelan a podrido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Cualquier comentario a favor o en contra o que complemente lo que he escrito en esta entrada, será siempre bien recibido y agradecido.