28 de noviembre de 2017

Demasiado bien funciona el mundo

Ya sé que el título que he elegido para este artículo es algo optimista, incluso es posible que algunos consideren que se trata de un eslogan muy alejado de la realidad. Vaya por delante que yo también contemplo la evolución del mundo con cierta preocupación –a pesar de mi optimismo innato-, pero este encabezamiento me da pie para entrar en unas consideraciones sobre las actitudes que nos rodea, no ya en el universo, que para mi propósito resultaría demasiado grande, sino en nuestro entorno social, más abarcable a la hora de hilvanar ideas. Digo entonces que demasiado bien funcionan las cosas, si tenemos en cuenta los disparates que hay que oír y sufrir todos los días.

Parece ser que como estamos en precampaña electoral todo vale, desde las acusaciones de riesgo de derramamiento de sangre que según algunos frenó la declaración de independencia, hasta la aseveración de aquí estoy yo para arreglar esto. Dos ejemplos cazados al vuelo, que demuestran la pobreza  moral de algunos, la de los primeros por inventar situaciones irreales y truculentas para realimentar su sectarismo, y la de los segundos por arrogarse méritos partidistas y sectarios en perjuicio de la solución del problema.

La crispación actual necesita moderación. No se puede salir del embrollo en el que estamos con tanta falta de perpectiva política. Se necesita, no ya sólo generosidad, también altura de miras. Pero tanto la generosidad como la altura de miras son virtudes de hombres y mujeres de talla, de estadistas, no de personajes a quienes sólo guían sus intereses personales o a lo sumo de grupo, en el sentido más gregario de la palabra grupo. Cuando se trata de resolver conflictos sociales, cuando lo que se requiere es distanciarse del problema y contemplarlo con la mayor objetividad posible, los embustes y la hostilidad hacia el que no tiene tus mismas ideas lo único que consiguen es incrementar las distancias, agravar la crispación y enquistar la situación.

Puigdemont haría muy bien en morderse la lengua, en poner sordina a la verborrea que lo acompaña en los últimos días. Para cualquier observador que no forme parte de su grey, semeja un perdedor desorientado, que avanzara temerariamente hacia el precipicio de su completa derrota. Parece mentira tanta torpeza, a no ser que lo que persiga es precisamente eso, destrozar  todo para entre la confusión salir airoso de sus mentiras.

Los del ahora llamado frente constitucionalista, en realidad el PP y Ciudadanos – el PSC se ha desmarcado, a mi juicio con sensatez-, deberían modular sus mensajes y hacer una campaña limpia, alejada de las proclamas tremendistas, de los mensajes de nosotros o el diluvio. De lo que se trata es de incorporar a cuantos más catalanes mejor a la idea de permanecer en España, oyendo sus mensajes y buscando soluciones. Pero mucho me temo que algunos de los dirigentes de estos partidos estén más pendientes de ganar votos que de acabar con la fractura social y se estén comportando como bomberos pirómanos.

Ya digo: demasiado bien funciona el mundo.

24 de noviembre de 2017

Hacer de la necesidad virtud

Parece ser que algunos de los más destacados defensores de la independencia de Cataluña empiezan ahora a dejar a un lado sus posiciones radicales y nos anuncian un cambio de estrategia. Dicen que abandonan el unilateralismo para ensayar otras formas con las que alcanzar sus objetivos. Y como esto es una dicotomía binaria –valga la enfática redundancia-, en realidad lo que deben de querer decir es que acatan las leyes. Bienvenidos a la sensatez, al seny, que nunca debieron haber abandonado.

Como no creo que estemos en una situación de vencedores y vencidos, y como no es mi estilo hacer leña del árbol caído, considero que los demócratas, separatistas o no, deberíamos alegrarnos de este cambio de actitud, que no es otro que pasar de la rebeldía a aceptar el imperio de la ley y a defender las legítimas aspiraciones políticas de cada uno dentro de las normas de convivencia que nos hemos dado entre todos. Fuera de ellas no cabe nada, no hay subterfugios ni atajos para alcanzar metas políticas. Eso lo deberían haber sabido los líderes secesionistas, si es que no lo sabían, y otro gallo nos cantara. Serán los ciudadanos de Cataluña los que, mediante su voto, valoren la decisión que algunos de sus dirigentes tomaron en su día de poner el país entero patas arriba.

Una pregunta recurrente ahora entre los independentistas es si los constitucionalistas acatarán los resultados de las elecciones del 21-D. Pregunta recurrente y tendenciosa, que no admite más que una respuesta: faltaría más. Lo que sucede es que el resultado de las elecciones lo que permitirá es conformar un gobierno autonómico, sea del color que sea, pero no volver a las andadas del unilateralismo. Si lo abandonan ahora, que lo dejen a un lado para siempre, y que sigan trabajando, si así lo quieren, en favor de sus tesis soberanistas, pero dentro del respeto a la ley. Es difícil que consigan sus objetivos, qué duda cabe, pero es que la realidad de un Estado que tiene cinco siglos de existencia es muy dura de roer. No han sido los políticos de ahora los que han creado España, ha sido el devenir histórico, y en él estamos todos.

Si abandonar las vías unilaterales significa aceptar otras formas de encaje de Cataluña en España, bienvenidos sean al redil de la cordura. Las tesis federalistas se abren paso día a día y la reforma de la Constitución para dar cabida a sus aspiraciones ha empezado a aflorar. Los conservadores no están muy por la labor, porque su ADN lleva implícito el miedo a cualqier cambio, pero en el mundo de los constitucionalistas hay muchos, catalanes o no, que sí apoyarían una reforma de esas características, un reconocimiento de la identidad catalana dentro de la unidad del Estado. Es por ahí por donde se debería seguir avanzando, por una revisión profunda de la organización territorial que deje satisfechos a cuantos más mejor. Porque, dicho sea de paso, los catalanes no son los únicos que requieren modificaciones.

Referéndum  pactado sí, pero de todos los españoles para modificar la Constitución y sólo de los catalanes para refrendar un nuevo Estatuto de Autonomía dentro de una Carta Magna actualizada. Una vía democrática, legal y solidaria por la que ya son muchos los que están trabajando, una hoja de ruta que yo miro con complacencia, una solución que cierre las heridas para siempre. La sangría que supone la falta de cohesión interna no puede seguir debilitando nuestro país.

22 de noviembre de 2017

No es comedimiento

Este blog no tiene comentarios. No es que no esté permitido hacerlos, sino que sus lectores no son proclives a expresar opiniones por escrito, a rebatir las mías o a, por el contrario, apoyarlas. Digo por escrito, porque afortunadamente sí conozco lo que opinan muchos de ellos, ya que me hacen llegar por distintos medios sus valoraciones. Al fin y al cabo me dirijo a un entorno reducido de conocidos, a quienes no les duelen prendas decirme a la cara lo que piensan. Esta comunicación me permite modular el mensaje, matizarlo cuando considero que procede, ejercer la autocrítica y no trabajar en vacío. El contraste de opiniones es siempre enriquecedor.

Uno de los más recientes comentarios que he recibido ha consistido en que, en esto del culebrón catalán, me mostraba demasiado comedido. Supongo que mi interlocutor se refería a que me ve distante de sus propios puntos de vista, que no son muy dados a condescender con el nacionalismo. Otros, por el contrario, me verán como un auténtico inquisidor del separatismo. Pues bien, ni lo uno ni lo otro, lo que no significa que esté a media distancia, en esa cómoda posición de un poco de todo. No, mi opinión en este complejo tema no es equidistante, como creo haber dicho ya en alguna ocasión. Es distinta a los dos extremos del enfrentamiento, y si no fuera porque la expresión tercera vía nunca me ha parecido excesivamente rigurosa, me apoyaría en ella para describir mi pensamiento.

En un país como el nuestro, en el que la Historia ha conformado una variedad tan rica de identidades, no es posible el centralismo cerrado, aquel que defiende una parte de la opinión conservadora. Pero tampoco la variedad pude justificar el separatismo, una lacra que nace del nacionalismo y desborda sus límites. A mí no me importa decir que esa variedad pueda llamarse nación de naciones, aunque la semántica en ocasiones por imprecisa cause estragos a las ideas. Una cosa es nación y otra muy distinta Estado, con mayúscula. Lo primero es un reconocimiento de una identidad diferenciada y lo segundo una organización político-administrativa. Aunque no se me escapa que el rechazo tan extendido a la utilización del concepto nación procede del temor a que a partir de ahí se reclame el Estado propio.

Por eso insisto en la necesidad de revisar la Constitución, no para dar contento a los separatistas como algunos inmovilistas pregonan, sino para dar satisfacción a esa certeza de que no todos los españoles tenemos los mismos sentimientos, a esa realidad que va más allá de los bailes regionales y de las lenguas vernáculas. Para encajar las distintas sensibilidades en un proyecto común, en un programa de convivencia que nos permita a todos salir ganando. Para mantener, si se quiere, la unidad de España sin forzar la realidad social de nuestro país.

No, no soy comedido. Tengo ideas distintas a las de los unos y a las de los otros, e intento defenderlas.

16 de noviembre de 2017

El suflé catalán

Dicen los que de esto entienden que el suflé del independentismo catalán está bajando. En realidad no sé si los que así opinan  se basan en vagas suposiciones o en certezas demostradas. Es cierto que entre los independentistas cunde el desconcierto, a veces expresado con cierta ingenuidad, como si la imposición del artículo 155 les hubiera sorprendido por inesperada. Incluso algunos  confiesan ahora que con ese porcentaje de soberanistas, que en el mejor de los casos rozaría el cincuenta por ciento, no es posible declarar la independencia unilateralmente. Pero de ahí a deducir que esto se haya acabado hay un trecho.

Por eso me sorprenden ciertas actitudes no independentistas, las de aquellos que consideran derrotado al movimiento secesionista y vuelven a las cavernas de la intolerancia y de la falta de miras de estado; las de los que ajenos a que España tiene un auténtico problema  territorial, nada más y nada menos que de lealtad de una parte de sus ciudadanos, vuelven a contemplar el panorama a corto y se niegan a buscar soluciones duraderas; las de los que pendientes tan sólo de las próximas elecciones autonómicas, arriman las ascuas del incendio anterior a la sardina de sus estrategias a corto; las de los patriotas de vía estrecha para los que en realidad la unidad de España es un asunto de fronteras y no de cohesión interna. Aseguradas aquellas, les importan poco los sentimientos de sus conciudadanos.

Desde que empecé a escribir sobre este asunto no me he cansado de manifestar que las heridas no deberían cerrarse una vez más en falso. Sólo una profunda revisión de nuestra constitución y de algunos de los estatutos de autonomía afectados contribuirá a solucionar definitivamente el conflicto, quizá no a entera satisfacción de todos, pero al menos encontrando un común denominador que deje conforme a la mayoría. Ya sé que no es fácil, no ignoro que los prejuicios son numerosos y que las sensibilidades están a flor de piel. Por eso no espero que la solución nazca por generación espontánea entre las poblaciones afectadas, de abajo arriba. Es un asunto de responsabilidad política, de acuerdo entre partidos y de liderazgo responsable, pero sobre todo de pedagogía.

La realidad social española es terca. Una parte de su población rompió hace tiempo con el compromiso de unidad, o porque llevaban la ruptura latente en el fondo de sus almas o porque la torpeza del PP los llevó a ello. Impugnar el estatuto de autonomía fue un error sin precedentes y la desidia posterior, ese dejar hacer que aquí no pasa nada, una torpeza política que estamos pagando todos los españoles con creces. Ahora incluso se oyen gritos de complacencia por parte de Rajoy y de los suyos, expresiones como menos mal que he llegado yo para arreglar el entuerto. Política miope, maniobras a corto, que sólo ponen en evidencia que o no saben resolver el desajuste o no quieren resolverlo o las dos cosas a la vez.

No son los únicos, ya lo sé, porque Ciudadanos ahora sólo piensa en ganar escaños en el parlamento catalán a costa del estropicio independentista, Podemos y los Comunes navegan en la ambigüedad calculada sin proyecto nacional y el PSC, el partido de los socialistas catalanes, a pesar de los buenos oficios y del saber hacer de Miquel Iceta y del apoyo sin fisuras del PSOE, arrastra como un estigma la incomprensión por haber aceptado la aplicación del 155, cuando era lo único que cabía entre tanto desbarajuste.

No, no son los únicos que no saben o no quieren.

14 de noviembre de 2017

Series televisivas

No me atraen las series televisivas, me aburren soberanamente. Prefiero ver películas completas, aquellas cuyas secuencias duran hora y media o dos horas, y al cabo todo queda resuelto o para bien o para mal. Pero como no ignoro que en esto de las preferencias cinematográficas estoy en franca minoría entre los de mi especie, he desarrollado una teoría en la que sustentar mi rechazo y poder demostrar que no soy un tipo raro, simplemente alguien a quien lo que le interesa de las historias de ficción, leídas o contempladas, es la evolución del argumento, el comportamiento desconocido de los personajes y el inesperado y, a ser posible, sorprendente final. Y eso, para mí, no lo ofrecen las series, cuyos capítulos suelen contener tramas repetitivas y personalidades con comportamientos predecibles. Creo que no he sido capaz de mantenerme fiel a ningún serial desde aquellos tiempos de Bonanza o de Ironside -¡que ya es decir!-, si exceptuamos alguna de carácter humorístico e intrascendente.

Por eso sigo con atención la situación en Cataluña, porque se puede comparar con muchas cosas menos con una serie de televisión. Aquí las posiciones de los personajes cambian todos los días, a veces dando unos tumbos sorprendentes. Y la trama, aunque mantenga una cierta monotonía argumental y un “raca-raca” bastante aburrido, en ocasiones da unos giros espectaculares, hasta el extremo de que uno ya no sabe si está ante el mismo conflicto que estaba ayer o frente a uno nuevo surgido de las cenizas del anterior. Si no fuera porque no quiero caer en la frivolidad de quitar importancia a uno de los mayores retos con los que se ha topado la sociedad española en los últimos tiempos, podría continuar buscando puntos de diferencia.

Aunque, si lo pienso mejor, es posible que sí se trate de una serie, pero de una con guionistas tan creativos que en cada nuevo capítulo uno cree que estuviera viendo una historia distinta. Sólo la terquedad de alguno de los personajes y la insistencia en el relato victimista aburre un poco. Lo demás es distinto cada día, desde la validez o simple simbolismo de la proclamación de la independencia, hasta el acatamiento del artículo 155, o sea de la Constitución; desde la necesidad inexcusable de presentarse a las elecciones con una lista conjunta de “país”, hasta las dudas de si Puigdemont y Junqueras concurrirán en la misma. Incluso la banda sonora cambia de vez en vez, porque, quizá un poco hartos de tanto Lluis Llach y de tanta estaca, ahora nos deleitan con canciones de María del Mar Bonet, menos reivindicativas, más poéticas, como requieren las almas soñadoras.

También van cambiando los escenarios. La plaza de Sant Jaume en Barcelona, epicentro de tantas manifestaciones durante los últimos meses, se ha convertido en la Gran Plaza de Bruselas; y las mediterraneas calles catalanas en frías avenidas de algunas de las más bellas ciudades flamencas. Y el atrezzo callejero ha empezado a sustituir el acostumbrado mar de banderas esteladas por un campo de móviles encendidos, recurso luminario de gran efecto cinematográfico.

Sí, es posible que se trate de una serie y yo no me haya dado cuenta hasta ahora. Si así fuera, no tendré más remedio que desengancharme para no traicionar a mis principios cinematográficos.

7 de noviembre de 2017

Bruselas capital de los independentistas

Lo que al principio muchos habían interpretado como una huida desesperada, como si de tomar las de Villadiego se tratara, está resultando ser una estrategia plenamente meditada, una etapa más en el acoso independentista que sufrimos desde hace un tiempo. Bruselas, aparte del secesionismo de los flamencos, dispone de otra importante cualidad para los fines de los soberanistas catalanes, la de ser la capital de Europa, un auténtico escaparate internacional. Cada una de las dos razones anteriores por separado la convertiría en un destino idóneo para los propósitos de Puigdemont y los suyos, pero juntas constituyen un arma en sus manos de gran valor político y mediático. Esto es así, nos guste o no nos guste; negarlo sería negar la evidencia. Veremos qué deciden al final los jueces belgas, porque el escenario en este tormentoso asunto cambia de día en día. Pero yo en mis reflexiones me atengo a lo que se conoce o a lo que conozco en cada momento y, como consecuencia, a lo que me dicta la razón.

Parece que se está orquestando una gran coalición independentista para concurrir a las elecciones del 21 D, formada por Esquerra, por el PDeCAT, puede que también por la CUP y por si fuera poco por los escindidos de Podemos, de manera que los comicios que se avecinan pueden volver a traer la victoria a los que abogan por la independencia. Las encuestas insisten en el fifty-fifty en número de votos, pero la ley d´Hondt favorece a las grandes coaliciones, por lo que podríamos encontrarnos una vez más con mayoría absoluta secesionista en el Parlament, una composición que, aunque legalmente no pueda proclamar la independencia, nos sitúe en el mismo punto donde estábamos antes de la aplicación del 155.

Las llamadas fuerzas constitucionalistas –el otro frente en este conflicto político-, formado por los partidos de implantación estatal, no están dispuestas a unir sus esfuerzos, al menos preelectoralmente. Y no lo están porque los modelos de sociedad que defienden son muy distintos y ciertas alianzas no serían entendidas por sus electores. Por eso, se presentarán en desventaja con respecto a sus rivales, por lo que el escenario continuará muy parecido al que teníamos hace poco. Control de la calle y de los medios de comunicación por parte de los separatistas, una sociedad dividida por el odio y la desconfianza y una mayoría silenciosa que teme las represalias. Exactamente igual que estábamos, pero mucho me temo que con un independentismo más crecido, más virulento.

Si no se quiere entrar en un círculo vicioso, si de verdad se desea salir de esta vorágine de enfrentamientos que amenaza con destruir el futuro inmediato de los españoles, catalanes o no, debería hacerse algo distinto a lo que se está haciendo. No se puede continuar con la exclusiva judicialización del conflicto, ni con mirar hacia otro lado, ni con confiar en que la mano dura acabe con la secesión. Cada día que pasa se está más cerca del punto de no retorno. Cada error que se comete, por acción o por omisión, pone las cosas más difíciles.

Hay que volver a la política, a la aceptación de que es preciso un nuevo pacto, una revisión profunda de la Constitución. Sin prejuicios, sin líneas rojas, sin tapujos, sin trampas ni cartón. Hay que poner el punto de mira en la realidad, que no es otra que el hecho de que la sociedad catalana está dividida entre los que quieren seguir siendo españoles y los que han desconectado mentalmente de su relación con España, a pesar de los perjuicios que se les vaticinan.

Nos engañaremos una vez más si no vemos el problema en su exacta dimensión, si no lo contemplamos con la fría objetividad que requiere un momento tan trascendente para España como es el que estamos viviendo. No me cansaré de repetirlo, aunque sepa muy bien que los lamentos de los que piensan como yo son prédicas en el desierto.

3 de noviembre de 2017

Prisión incondicional

Cuando creíamos que con la convocatoria de elecciones autonómicas se habían sosegado los ánimos soberanistas, incluso que el independentismo andaba desconcertado, una juez de la Audiencia Nacional decreta prisión incondicional para siete exmiembros del gobierno catalán, incluido el vicepresidente Oriol Junqueras. Entre otros delitos, los acusa de rebelión y sedición. Al mismo tiempo, casi a la misma hora, el juez del Tribunal Supremo que atiende la causa contra la presidenta del parlamento catalán y otros miembros de la mesa de aquella institución, admite las consideraciones de las defensas respecto a la falta de tiempo que habían tenido los abogados defensores para preparar sus alegaciones y en consecuencia retrasa la vista una semana. Dos actitudes procesales distintas que llaman la atención por su enorme discrepancia.

Como simple observador de la cosa pública, y anteponiendo como es de rigor mi respeto por las decisiones judiciales, tengo que decir que en mi opinión se ha metido la pata hasta el corvejón. No digo que las desobediencias al Tribunal Supremo, el lamentable espectáculo que se dio en el parlament los días 6 y 7 de octubre y la constante vulneración de la Constitución y del Estatuto de Cataluña no requieran intervención judicial. Lo que digo es que resultan chocantes las prisas y llamativa la tipificación de los delitos. Lo primero –las prisas- origina una sensación de indefensión, que si bien en ningún caso debiera darse, en un asunto tan delicado como éste resulta peligroso. Lo segundo –la tipificación de los delitos- parece del todo inadecuada, cuando no se ha ejercido violencia. No lo digo yo, lo dicen acreditados juristas. En otros países de Europa ni siquiera existen esos delitos.

Con estas anomalías procesales, lo único que se consigue es dar aliento a la causa independentista, como se lo dio la actuación de la fuerza pública el día del referendo ilegal. Además, cuando parecía que la opinión internacional estaba casi unánimemente a favor de las actuaciones del gobierno español, empiezan a abrirse grietas, al menos a producirse dudas interpretativas en determinadas instancias y en no pocos medios de comunicación foráneos. Los secesionistas necesitan hacerse oír, precisan de altavoces, y parece como si para sus intenciones contaran con aliados en las estructuras del estado español.

Es cierto que en España existe separación de poderes. Yo no tengo la menor duda. Pero el Ministerio Fiscal, cuya estructura jerarquizada está a las órdenes del Fiscal General, a su vez nombrado por el gobierno, debería andarse con pies de plomo cuando presenta determinadas querellas. La continuada insistencia en romper las reglas del juego de los separatistas merece ser vista por la justicia, pero considero que es preciso hilar fino y no regalar bazas fáciles a los que intentan imponer su verdad por las bravas. La inteligencia política no debería nunca chocar con la rigidez judicial.

Sigo pensando, a pesar de lo sucedido ayer en la Audiencia Nacional, que estamos en un país garantista. Por eso aún confío en que se ponga remedio a esta lamentable situación. Y lo espero porque creo que a la sinrazón hay que combatirla con la razón y a la ilegalidad con la legalidad. No caben atajos, ni siquiera a través de la justicia.