28 de marzo de 2023

¿Por qué lo llaman firmeza cuando sólo es vulgaridad?

Con la pregunta del título me refiero al tono que en los últimos tiempos están empleando algunos de nuestros políticos, un estilo entre malsonante y ordinario, impropio de personas cultas y educadas, que no sólo los descalifica para ejercer funciones públicas, sino que además chirría en los oídos de las personas que dispongan de un mínimo de sensibilidad democrática. Quienes practican esta manera de proceder no necesariamente proceden de las capas menos ilustradas de la sociedad, porque en sobradas ocasiones gozan de cierta formación académica. Lo que sucede es que en estos últimos casos las palabras salen menos estridentes de sus bocas, no por educación, sino por costumbre. Pero la vulgaridad dialéctica, venga de donde venga, no es más que eso, falta de cultura y de educación.

Yo podría llegar a entender haciendo un gran esfuerzo y tapándome la nariz que unas jovencitas, enardecidas por el griterío de una manifestación multitudinaria, se refieran al aborto de la madre de un político con la frivolidad propia de la inmadurez. Pero lo que no me entra en la mollera, y doy fe de que la tengo tolerante, es que una representante del gobierno repita la impertinencia en las redes sociales, como si acabara de descubrir un arma secreta para combatir al adversario o como si creyera que con la bocina de la ordinariez fuera a conseguir votos.

De la misma manera que podría llegar a admitir que los que perdieron las últimas elecciones, llevados por el arrebato inicial de la decepción, por la rabia de la derrota, tildaran en su momento de “okupa” de la Moncloa al presidente del gobierno. Pero que altos representantes conservadores repitan una y otra vez en sede parlamentaria la misma cantinela, resulta tan infantil, tan burdo y tan vulgar que hiere la sensibilidad de las gentes de bien. Como el calificativo de autócrata, repetido una y otra vez, me recuerda a los niños cuando gritan con voz chillona en los recreos aquello de y tú más.

Pero la cosa no queda ahí, porque alusiones a felaciones y a figuras semejantes del rico repertorio de nuestro vocabulario erótico, dirigidas con desfachatez a parlamentarias del signo contrario, han volado entre nosotros como si en vez de en el Congreso de los Diputados estuvieran en el barrio chino de una ciudad portuaria. En este último caso, no sólo hay vulgaridad, sino además machismo, ese monstruo de mil apariencias que siempre se cuela de rondón en las mentes de los pobres de espíritu.

No sé por qué cuento todo esto cuando doy por hecho que la degradación de los usos y costumbres entre nuestros políticos ha llegado a un punto quizá de no retorno. Pero es que cuando leo retazos del diario de sesiones de otros tiempos y contrasto las inteligentes sutilezas de Cánovas, de Sagasta, de Azaña, de Maura o de Gil Robles con lo que se oye ahora, me hago cruces ante el deterioro. Porque lo preocupante no es que los políticos den mal ejemplo, sino que su ordinariez sea el vivo reflejo de la sociedad que los ha formado.

En cualquier caso, no viene de más reflexionar de vez en vez sobre estos aspectos del comportamiento humano, porque la vulgaridad se está extendiendo por todas partes como una auténtica plaga, de la que pocos se libran. Estoy coleccionando mensajes malintencionados y soeces -además de falsos- de WhatsApp, ya que quizá algún día me decida a hacer un estudio minucioso sobre ellos. Pero como además sucede que los autores de los envíos no ocultan su identidad, sino que por el contrario presumen de ella, es posible que este análisis me ayude a sacar conclusiones sobre la sociedad que ha engendrado este tipo de políticos y sobre la influencia de los últimos sobre el conjunto de los ciudadanos, un círculo vicioso de alto riesgo.

No, no es lo mismo firmeza que vulgaridad.

24 de marzo de 2023

Se lo han ganado a pulso

Creo que ya he contado aquí en más de una ocasión que me gusta seguir en directo los grandes debates parlamentarios. Me refiero a las investiduras, a los estados de la nación, a los votos de censura y a los plenos en general. No voy a decir que me enseñen demasiado, ni siquiera que resulten instructivos, pero me entretienen. Puede ser que sea porque siempre espero más de la sapiencia de sus señorías y en esa búsqueda de una pizca de calidad intente encontrar algún resquicio de buena oratoria. No lo sé, pero lo cierto es que si puedo no me pierdo una sesión plenaria.

Por eso esta vez he visto en directo el esperpéntico voto de censura protagonizado por Ramón Tamames a instancias de Vox, una pérdida de tiempo de los unos y los otros, unas intervenciones mitineras más propias de otras latitudes, dicho sea sin ánimo de injuriar a nadie. El candidato, a quien desde el primer momento se le vio incómodo y consultando constantemente el reloj, no debía de dar crédito a lo que estaba sucediendo, porque nadie le había advertido lo que podía suceder. Había llegado allí rodeado de su respetable aureola académica, pero sus siete años de parlamentarismo se le habían olvidado por completo. Incluso llegó a interrumpir la intervención del censurado, alegando que era demasiado larga. Un ridículo parlamentario digno de consideración.

En sus mensajes políticos no voy a entrar, porque, aunque dulcificados por la oratoria universitaria, no eran más que el reflejo del extremismo de la ultraderecha. Bueno, no exactamente, porque ante un reproche que le hicieron sobre la actitud de Vox con respecto al cambio climático, contestó que trataría de convencer a sus patrocinadores de que en eso estaban equivocados. Pero, sin embargo, proclamó que la guerra civil no empezó en el 36 sino en el 34, una manera de justificar el golpe de estado. Los militares sublevados, según su hipótesis, no hicieron otra cosa que intentar devolver la paz al país.

Quién te ha visto y quién te ve. Porque en democracia se puede aceptar que la vida te haga cambiar de parecer, que te deslices hacia tu derecha o hacia tu izquierda. Pero lo que resulta muy difícil de entender es que hayas militado en el Partido Comunista de España, que el franquismo te encarcelara por “rojo” y que ahora defiendas el populismo antisistema de la formación política que el ilustre economista representaba ese día.

Por lo demás, allí cada uno procuró arrimar el ascua a su sardina, porque para eso está diseñado nuestro sistema parlamentario, no para llegar a acuerdos, sino con el objetivo de poner de manifiesto los disensos. Si acaso, el llamado bloque de la investidura tuvo la oportunidad de poner de manifiesto su unidad en lo fundamental y la supo aprovechar. Pedro Sánchez sacó pecho por los logros de su gobierno y Yolanda Díaz presentó su candidatura. 

Cuca Gamarra, la portavoz del PP, intentó desmarcarse de Vox, pero hay que ser muy ingenuo para no darse cuenta de que el pacto entre la derecha y la ultraderecha está cada vez más consolidado, porque se necesitan. Están tan solos en el arco parlamentario, tan ajenos a la realidad de la diversidad de España, que no tienen más remedio que maridar.

No creo que el ilustre candidato a la presidencia del gobierno vuelva a prestarse a una jugada tan patética como resultó la encerrona a la que lo ha llevado la ultraderecha de este país. O sí, porque hasta puede ser que disfrutara al sentirse el centro de atención de toda España. Dicen que está vendiendo su intervención parlamentaria en el mercado de las redes sociales. ¡Qué cosas!

20 de marzo de 2023

Viaje a Ávila 7. Hasta el rabo, todo es toro

Después de comer, y aunque a esas horas el cuerpo me pida a gritos una siestecita, nos dirigimos andando a la basílica de San Vicente, situada a unos diez minutos del restaurante donde habíamos comido, pero fuera de las murallas. Para ser exactos, su nombre completo es basílica de los Santos Hermanos Vicente, Sabina y Cristeta, demasiado largo como para que el uso no lo haya abreviado.

Aunque no lo teníamos previsto en nuestro programa, una recomendación de última hora nos había hecho cambiar de planes. Se trata de un templo románico, la iglesia de Ávila de mayores proporciones después de la catedral. Parece ser que los restos de los tres santos que dan nombre al monumento han sufrido a lo largo de los siglos un constante peregrinaje, una prueba más de que las reliquias cristianas suelen estar sometidas a los intereses mundanos de los que dicen venerarlos, aunque en realidad ese forcejeo, muchas veces entre diócesis, responda más a criterios crematísticos que a espirituales.

Como soy un entusiasta del románico, ni que decir tiene que disfruté con la visita, que por cierto recomiendo, porque es una auténtica joya arquitectónica. Pero no entraré en su descripción, que está perfectamente detallada en las bibliotecas del ciberespacio, como todo hoy. A la salida nos encontramos con un grupo de japoneses que, no por maleducados sino por obedientes a las instrucciones de la guía, casi nos arrollan.

A la salida, cuando nos proponíamos dar un paseo por la ciudad, vimos en frente de la iglesia lo que parecía un autobús turístico, uno de esos que callejean por los lugares más recónditos y permiten que los viajeros puedan hacerse una idea general, tanto del lugar como de los lugareños. Allí lo llaman el tranvía, aunque no tenga ni vías ni trole. Un sistema de megafonía va informando de cada uno de los lugares por los que se pasa. Se trata de un recorrido de aproximadamente una hora, que acaba en el mismo punto de partida, es decir, al lado de San Vicente. Nos paramos en un par de lugares estratégicos para tomar fotografías, uno dentro de las murallas y el otro extramuros.

Como las cosas se aprenden en los lugares más insospechados, durante este recorrido, cuando atravesábamos un barrio que se denomina El Rastro, me enteré de que el topónimo procede de las huellas de sangre que las reses sacrificadas en los mataderos van dejando cuando son trasladadas a otros lugares. Ignoro si el nombre del de Madrid tiene el mismo origen, aunque no me extrañaría.

Volvimos al parador andando, por un itinerario cercano a las murallas. Entramos en varios portales y algunos patios abiertos al público y nos detuvimos en el Palacio de Bracamonte, que al parecer hoy alberga unas dependencias municipales. Como no era visitable, entablamos conversación con el guarda de seguridad, que, como creo que ya he contado en otro lugar, era licenciado en Historia, circunstancia que se notaba en su erudición. Creo que estuvimos más de media hora hablando con él y tengo la sensación de que aquella charla resultó un buen complemento de todo lo que habíamos visto durante aquel día.

La tarde languidecía y las calles empezaban a vaciarse. Era un barrio de trazado laberíntico, pero las murallas, que aparecían de vez en vez entre los tejados de las casas, nos ayudaban a no perder el rumbo. A las ocho de la tarde aproximadamente llegamos al parador. Nos fuimos directamente a la cafetería, donde nos relajamos durante un buen rato, con la vista perdida entre los monumentales muros del palacio. El silencio, sólo roto por alguna discreta conversación, ayudaba a despejar la mente. Cenamos y nos subimos a la habitación.

El día siguiente, después de hacer check out en el parador, nos dirigimos en coche al Monasterio Real de Santo Tomás, una visita que nos habían recomendado con insistencia y que no queríamos perdernos. Se trata de un complejo monacal cuyas obras se iniciaron en 1482. Los Reyes Católicos lo eligieron como palacio de verano y en su iglesia está la tumba del príncipe Juan, el heredero de la corona, que nunca llegó a ser rey porque murió a los 19 años de edad.

Hoy alberga un museo de arte oriental, que recorrimos con algo de prisa, porque se aproximaba la hora de salir hacia Madrid. A las 12:30 iniciamos el regreso y, tras un viaje cómodo y sin incidencias, a las 2 en punto entrábamos en nuestra casa, satisfechos con el resultado de aquel viaje y haciendo planes para el siguiente, que, si soy capaz y no me vence la pereza, describiré en su momento en este blog.

Porque, mientras el cuerpo y la mente resistan, no hay nada tan saludable como mantener viva la ilusión de viajar.

18 de marzo de 2023

Viaje a Ávila 6. En busca del pasado

Ese día, el cuarto de nuestro viaje, nos propusimos conocer la ciudad de Ávila en profundidad y no mover el coche en todo el día. Nada más desayunar, nos dirigimos al palacio de los Polentinos, el lugar que en su momento ocupaba la Academia de Intendencia del Ejército de Tierra, donde mi padre, nada más acabar la guerra civil, estudió la carrera militar, para salir como teniente efectivo de dicho cuerpo. Ahora ya no funciona como centro de formación, sino como Archivo Histórico Militar, aunque albergue además un museo sobre la historia del Cuerpo de Intendencia.

Como lo que yo quería visitar eran las antiguas instalaciones de la academia, me identifiqué como “hijo de un general” que había estudiado allí. El de la taquilla me miró circunspecto, puede que preguntándose qué se debía hacer en estos casos, y me contestó que esa parte del edificio no era visitable. Pero un subteniente, vestido con el uniforme de campaña o de faena, es decir el de camuflaje, que estaba en ese momento por allí y oyó la conversación, intervino y dijo: a no ser que los acompañe alguien de la casa, como por ejemplo yo. Dicho y hecho.

Si me dejara llevar por los sentimientos, empezaría a escribir sobre mis impresiones a lo largo de la siguiente hora y pico y no pararía. Fotos antiguas con personas que he conocido por ser compañeros de mi padre, alguno de ellos asesinado por el terrorismo, uniformes de época que retratan perfectamente la evolución del cuerpo a lo largo del tiempo, maquetas, cuadros, condecoraciones y un sinfín de detalles, que durante aquel rato me retrotrajeron a mis años de juventud, cuando viví muy de cerca el ambiente castrense.

Como anécdota que me llamara la atención, recuerdo una foto en la que Felipe González firmaba un recibo sobre una mesa de campaña. Parece ser que, durante una visita a las tropas destacadas en Bosnia, comentó que le gustaría llevarse como recuerdo una boina de las reglamentarias como prenda de cabeza de aquella unidad. El responsable del vestuario le dijo que por supuesto, señor presidente, pero previa firma del documento justificativo correspondiente. Genio y figura.

Como colofón de la visita, nuestro guía nos presentó al actual director del centro -un coronel de Intendencia-, que, tras una larga e interesante conversación, me regaló un par de libros de gran formato, uno de ellos con la historia de la academia. Un auténtico baño de nostalgia, no exenta de orgullo y, por qué no decirlo, de una pizca de vanidad. Recuerdo que en aquel momento pensé que sólo con aquella visita hubiera merecido la pena hacer un viaje a Ávila, exageraciones dictadas por los sentimientos.

Volvimos al parador, para iniciar desde allí el recorrido de las murallas hasta la catedral, interesante paseo que permite contemplar desde una buena altura el interior y el exterior de la ciudad amurallada. Bajamos de los adarves por unas escaleras poco aptas para personas de nuestra edad, trance que, a pesar de todo, superamos sin menoscabo de nuestra integridad física. Visitamos la sede episcopal, una más de las impresionantes catedrales góticas de nuestro país. En un rincón del claustro descubrimos la tumba de Adolfo Suárez, sencilla, sin ninguna ostentación. Como curiosidad añadida, comprobamos que el ábside forma parte de la muralla, porque fue construida para cumplir al mismo tiempo con las funciones de lugar de culto y de fortaleza. Una exposición de los “pasos” de Semana Santa en la nave central me recordó, una vez más, el exceso de imaginería truculenta que exhibe la Iglesia Católica.

Como ya era la una, hora poco apta para seguir absorbiendo cultura, nos sentamos en una soleada terraza, en la que a pesar de la baja temperatura se estaba muy a gusto. Dimos cumplida cuenta de unas cervecitas y de unas tapas, y nos dirigimos a comer. Habíamos reservado mesa en un restaurante cercano, Alcaravea, siguiendo la recomendación del recepcionista de nuestro parador. Situado en un primer piso, tuve que discutir dónde nos sentábamos con el jefe de comedor, un camarero gigante, altivo y un tanto hosco que pretendía colocarnos en un incómodo rincón. Debí de estar convincente, porque la reyerta dialéctica tuvo buen fin y pudimos gozar de unas vistas agradables, además de una magnifica comida.

Pero todavía nos quedaba la tarde por delante, de la que algo diré en el próximo artículo.

16 de marzo de 2023

Viaje a Ávila 5. Raices profundas

El cuarto día de nuestro viaje, es decir el 2 marzo, dejamos Ávila hacia las once menos cuarto de la mañana para dirigirnos a Junciana, una pequeña localidad cercana a El Barco de Ávila, donde habíamos quedado citados con nuestros consuegros. El navegador me indicaba una distancia de algo menos de 90 kilómetros y un tiempo de un poco más de una hora. Como soy muy respetuoso con la puntualidad, llegamos a las 12 en punto, ni un minuto más ni un minuto menos. La carretera era buena, pero las bajas temperaturas de esos días se hacían notar en forma de escarcha sobre el asfalto, lo que me obligó a extremar la precaución.

El leitmotiv de esta cita era, además de vernos con nuestros familiares, conocer la vivienda que han construido sobre los muros de una antigua "tenada" o cobertizo de ganado bovino, que estaba en desuso. Porque ella, descendiente de una familia de ganaderos de la zona, la había heredado y quería disponer de un lugar donde pasar pequeñas temporadas en la localidad de sus raíces. El resultado de la rehabilitación es espectacular, porque, aprovechando sólo los viejos muros maestros, ha resultado una vivienda moderna y confortable, en la que el diseño actual casa perfectamente con los vestigios de los antiguos establos. Coincide además que ella, que ha dedicado muchos años de su vida a la enseñanza universitaria como catedrática de la Facultad de Derecho de la  Complutense, es una entusiasta de la decoración, y él, ingeniero de profesión, un vocacional director de obras. De manera que los dos, bajo la batuta de un buen arquitecto, han logrado un resultado extraordinario.

Después de una visita detallada a cada una de las dependencias de la casa, tomamos el aperitivo en el salón, estancia de grandes proporciones a la que se asoma una galería en cuyos extremos se ubican los dos dormitorios de arriba, que completan un total de cinco. Conversación distendida y agradable, ya que son muchas las cosas que nos unen, y cervezas frías para acompañar la charla, porque ya ha quedado claro que el aperitivo forma parte de nuestras arraigadas costumbres.

Comimos en El Barco de Ávila, en un restaurante próximo al Tormes. Aunque no soy de los que guardan recuerdos de lo que han comido, no puedo olvidar la carrillada que me sirvieron de segundo. Sólo se me ocurre una palabra: exquisita.

Cuando terminamos de comer, nos trasladamos a tomar café al hotel Puerta de Gredos, que según nos dijeron está construido sobre los muros de un antiguo secadero de lana. Una vez más, la rehabilitación de un edificio antiguo y en desuso para albergar la modernidad. Como soy un amante de la vida de los pueblos, estos detalles que voy encontrando a lo largo y ancho de nuestra geografía me llenan de satisfacción. Recuerdo que hace bastantes años tuve que trasladarme en tren desde Londres a Portsmouth, una localidad costera situada en el sur de Inglaterra. Durante el trayecto fui observando las estaciones por las que pasábamos, todas de aspecto victoriano, por supuesto modernizadas, pero manteniendo el estilo inicial. En aquel momento sentí envidia, porque en España la piqueta suele ir por delante, para dejar a continuación un solar llano sobre el que construir algo nuevo, sin ningún respeto al pasado. Por eso, cuando observo este cambio de tendencia, me llevo una gran alegría.

Un día inolvidable.

Todavía me quedan unas cuantas cosas que contar. Pero eso será otro día.

14 de marzo de 2023

Viaje a Ávila 4. Santas y santeros

Llegamos a Alba de Tormes hacia la una de la tarde. Nos dirigimos directamente a la Oficina de Información, situada en un anexo al castillo de los Duques de Alba, gigantesca fortaleza cuyos orígenes se remontan al siglo XII. Nos atendió una guapa y simpática jovencita, que cuando le pedí que nos indicara un par de lugares para visitar, contestó que eran tantos los interesantes que le resultaba imposible recomendarnos alguno en concreto. Esas situaciones me dejan un poco desconcertado, porque cuando el tiempo apremia es preciso ser selectivo.

Pero, como era la hora de comer y las visitas se interrumpían hasta las cuatro de la tarde, decidimos resolver primero los asuntos culinarios y dejar para más tarde los culturales. Cada cosa en su momento o, como dice el proverbio, haya paz y después gloria. En un bar al que entramos a tomar el aperitivo, rito imprescindible cuando se mantienen las buenas costumbres, nos recomendaron un restaurante, La Santa, al que, después de oír una detallada exposición de la tabernera sobre sus virtudes, acudimos sin dudarlo un instante. El comedor sólo disponía de media docena de mesas, que ocupaban un pequeño espacio, acogedor y tranquilo. Me fijé en la ausencia de mujeres. Sólo la mía y una camarera representaban al género femenino, proporción que me llamó la atención por significativa.

En una mesa aledaña, cinco comensales que superarían con creces los setenta, dignos representantes de la burguesía rural, daban debida cuenta de un impresionante besugo al horno -de encargo, según supimos-, que con gran boato y rito muy estudiado les iba sirviendo el maître. Nosotros, aunque sin tanta pompa ni parafernalia, tampoco nos anduvimos por las ramas. Después de una ensalada templada de perdiz, mi mujer unas chuletitas de cordero a la brasa y yo una merluza en salsa verde. Aprovecho para decir que en mi opinión la restauración se ha encarecido mucho más en los últimos años que el hospedaje. No es que éste esté barato, pero comer en un restaurante que tenga algo de encanto y, sobre todo, buena comida y buen servicio, se ha puesto por las nubes.

Después de comer visitamos el convento de Santa Teresa. De una visita que hicimos hace años a la celda donde supuestamente murió, recordaba un recinto sencillo, incluso con pretensiones de humildad. Pero lo que hemos visto esta vez no concordaba en absoluto con mis recuerdos, una ostentación impresionante de riquezas en forma de objetos religiosos que, en mi opinión, nada tiene que ver con lo que significó en su momento la vida de la reformadora de El Carmelo.

De los aspectos que rodean las reliquias de la santa preferiría no hablar, porque la descuartizaron literalmente. Allí están el corazón y un brazo, dentro de sus correspondientes urnas de cristal; pero parece que por otros lugares circulan distintas partes de su cuerpo, entre ellas un dedo meñique. Eso sin mencionar la mano que siempre acompañó a Franco. Como este asunto resulta algo esperpéntico, bastante macabro y sobre todo fetichista, voy a pasar a otro, no sea que sin pretenderlo caiga en la indebida irreverencia.

En cualquier caso, la impresión que me llevé es muy parecida a la que me queda después de visitar lugares parecidos, donde el mito, la superstición y el culto a la morbosidad se mezclan hasta constituir un insulto a la inteligencia. Es algo así como si los promotores de la exageración no se conformaran con la realidad y necesitaran mitificarla. Pero doctores tiene la Iglesia.

Ese día, después de este baño de burda imaginería, y algo abrumados por el espectáculo, dimos un paseo por el centro de Alba de Tormes y regresamos a Ávila. El día había sido intenso y nos merecíamos un rato de tranquilidad en la cafetería.

Pero todavía me quedan muchas cosas que contar.

12 de marzo de 2023

Viaje a Ávila 3. Por tierras salmantinas

 

Aunque el propósito de este viaje era conocer cuanto más mejor de Ávila y sus alrededores, no pudimos resistir la tentación de acercarnos a dos localidades próximas, pertenecientes a la provincia de Salamanca, Peñaranda de Bracamonte y Alba de Tormes. La primera tiene un nombre tan sonoro, tan evocador del medievo, que sólo por eso necesitaba conocerla. De manera que, el tercer día de nuestro viaje, nada más desayunar nos dirigimos hacia allí, por una autovía, la A-50, que nos permitió llegar en cuarenta minutos.

Buscamos el centro, aparcamos, pusimos las antenas y empezamos a pasear. Desde lejos habíamos visto una extraña cúpula de color azul con algún detalle blanco sobre la sillería de piedra, una combinación arquitectónica que llama la atención, no precisamente por su armonía. Era la Iglesia de san Miguel, del siglo XV. Entramos y nos situamos bajo la cúpula para examinar lo que desde fuera nos había sorprendido. Dos de las columnas que la sujetaban estaban muy inclinadas, lo que nos hizo suponer que debía de haber sucedido algún derrumbamiento, solucionado mediante aquel artefacto que parecía de chapa. Una cúpula horrible en una iglesia monumental, diría yo como resumen.

A la salida, entramos en una librería -Taller de lectura- cuyo escaparate atrajo mi atención, como suele ocurrirme con todas las tiendas de libros del mundo. Ya he dicho en alguna ocasión que además de lector soy bibliófilo, y los libros raros se encuentran en los lugares más insospechados. No compramos ninguno, pero entablamos una larga conversación con la librera, una mujer de mediana edad que demostró un buen nivel cultural. Coincidió con nosotros en la fealdad de la cúpula, y nos explico que hubo un incendio en los 70 que obligó a sustituir la vieja por otra que, aunque de dudoso gusto, no sobrecarga los pilares. Todo tiene explicación, hasta la fealdad.

Además de esa extraña cúpula, también el retablo nos había llamado la atención. Una colección de cuadros religiosos, con una disposición que cubre la totalidad del ábside. Puede ser, no tengo por qué dudarlo, que sean de gran calidad. Pero después de haber visitado tantas iglesias monumentales a lo largo de mi vida, aquella sustitución del retablo desaparecido por este nuevo se me antojaba extraña. La librera coincidió conmigo, aunque lo dijo bajando la voz, como si no quisiera que la oyeran sus conciudadanos.

Después de que nuestra improvisada cicerone nos recomendara algunas visitas adicionales, propuso que comiéramos en el restaurante Las Cabañas, en el que, según nos dijo, “come gente muy importante de Madrid”. Pero como todavía eran las doce, decidimos que lo haríamos en Alba de Tormes, la segunda localidad que visitaríamos ese día. Hicimos un recorrido rápido por Peñaranda, visitamos un convento teresiano y el Humilladero, dos recomendaciones de nuestra amable e improvisada guía, y a través de la misma autovía de antes proseguimos nuestra ruta  hacia el oeste.

Pero como la siguiente parada, Alba de Tormes, requiere una cierta atención, porque fueron muchas las impresiones de todo tipo que dejó en mi ánimo, aparco mis recuerdos de momento hasta el próximo artículo, que no tardará en llegar.

10 de marzo de 2023

Viaje a Ávila 2. Por esos montes de Dios

Esta vez el título me lo ha inspirado mi mujer, que, cuando atravesábamos la sierra de Gredos por una carretera perdida, cuyo trazado transcurre durante más de cincuenta kilómetros a una altura media de unos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, después de más de una hora de curvas y más curvas, sin que nos hubiéramos cruzado con un solo coche y sin que se viera señales de vida humana más allá de alguna pequeña aldea perdida entre bosques y acantilados, me dijo mientras contenía las náuseas: quién nos manda venir por estos montes de Dios.

Porque, el primer día de nuestro viaje, cruzamos desde la meseta sur a la norte atravesando el Sistema Central por una carretera que no es precisamente la más indicada si se viaja con prisas.. Para ir de Madrid a Ávila existen muchas alternativas, pero yo escogí la que partiendo de El Barraco, después de pasar por El Tiemblo, se dirige a San Martín del Pimpollar y a Navarredonda, dos pequeños pueblos serranos que los conocedores del terreno consideran el corazón de Gredos, cerca de los cuales nace el río Tormes. Queríamos conocer una zona de España en la que nunca habíamos estado antes, aunque sólo fuera a “vista de coche”.

Era el día 28 de febrero de 2023, y estábamos en mitad de un desplome general de las temperaturas. Helaba en toda España, mucho más en aquella zona, donde el hielo teñía de blanco difuso el asfalto de las carreteras, aunque sin llegar a formar placas. Habíamos retrasado el viaje una semana, porque los pronósticos de la anterior anunciaban nieve, y hubo un momento que pensamos que nos habíamos equivocado. Pero afortunadamente a partir de ese día gozaríamos de un tiempo espléndido, aunque las temperaturas nunca superaran los tres grados de máxima.

Habíamos salido de Madrid a las doce y llegamos al parador de Gredos al filo de las dos y media. Comimos tranquilamente, procurando quitarnos de encima el estrés acumulado en los últimos cincuenta kilómetros, e indagamos sobre el lugar exacto donde nace el río Tormes. Como suele ocurrir en estos casos, la situación de las fuentes de este afluente del Duero no estaba clara y por si fuera poco no se podía acceder a ellas porque se sitúan en mitad de una finca privada. De manera que, como todavía nos quedaban casi cien kilómetros para llegar a Ávila y el cielo se estaba encapotando, decidimos reanudar la marcha.

En los arcenes había hielo, como también en las umbrías, de manera que despacio y buena letra. Poco a poco, a medida que descendíamos, las curvas se iban convirtiendo en rectas. Llegamos a Ávila a las seis de la tarde, y, después de hacernos con las llaves en la recepción del parador, metimos el coche en la plaza de garaje que nos habían asignado. Tomamos posesión de la habitación, que afortunadamente respondía a nuestras expectativas, descansamos un rato y salimos a dar un primer vistazo a la ciudad, que atravesamos hasta llegar a la catedral, tomando nota de todo aquello que nos proponíamos visitar en los siguientes días. Nos sentamos a tomar una cerveza en una cafetería de aspecto vanguardista y de taburetes incómodos, porque algunos confunden la modernidad con la falta de confort.

Regresamos al parador lentamente, disfrutando de la soledad de las calles de la vieja ciudad castellana, rodeados por un silencio al que no estamos acostumbrados. Nos cruzamos con muy poca gente, porque a esas horas de la tarde las temperaturas habían descendido hasta los cero grados. Bufandas, guantes y cuellos de los chaquetones subidos y, aun así, con lágrimas en los ojos. Llegamos al parador, cenamos con moderación para compensar los pequeños excesos de la comida, subimos a la habitación, vimos algo en televisión y nos metimos en la cama. La temperatura ambiente era muy agradable y dormimos como lirones hasta el día siguiente.

Pero de ese nuevo día hablaré en otro artículo.

8 de marzo de 2023

Viaje a Ávila 1. La Santa y las murallas

  
Me comprometí hace unas semanas a traer a este blog mis impresiones sobre los viajes que hiciera de ahora en adelante. Acabo de regresar de Ávila, donde he pasado cinco días con mi mujer y, como consecuencia, con este artículo y los que vengan a continuación sobre el mismo tema empezaré a cumplir con mis buenas intenciones. Ahora bien, en vez de sólo escribir un diario detallado con mis andanzas, he decido centrarme más en el anecdotario, que ha sido rico y variado. Los detalles objetivos los puede encontrar cualquiera en Google, pero no mis impresiones subjetivas, al menos hasta que estas parrafadas estén en "la nube". Ahora, cuando empiezo a escribir, no sé cuantos artículos me ocupará este asunto, pero de momento aquí está el primero.

He extraído el título de la frase que le oí a una de las numerosas personas con las que hemos hablado estos días. Era el guarda de seguridad del palacio de Bracamonte -licenciado en Historia, por más señas- que nos sirvió de cicerone en uno de los tantos lugares que al callejear nos encontramos de repente, y que, para ser exactos, nos dijo que Ávila tenía bastantes más cosas que la Santa (Teresa) y las murallas. Porque, aunque éstas -que por supuesto recorrimos por sus adarves- parezcan eclipsar la riqueza arquitectónica de la ciudad, y los mitos que rodean a Teresa Sánchez de Cepeda Dávila y Ahumada pretendan oscurecer la historia de la ciudad, esta capital castellana tiene mucho más que enseñar.

Como solemos hacer siempre que haya alguno en el lugar, nos alojamos en el Parador de Ávila, otro palacio del que sólo tendría elogios. Situado dentro del recinto amurallado de la ciudad, su ubicación nos permitía movernos a pie por todo el casco antiguo, sin necesidad de recurrir al coche. Nuestra habitación, escogida de antemano, daba a las murallas, una vista que al atardecer resultaba espectacular. Los paradores tienen para mí algo especial, una  pátina de antigüedad sobre una base de confortable modernidad.

El primer día -28 de febrero de 2023- atravesamos la Sierra de Gredos, desde Madrid a Ávila, por una de las rutas que nunca aconsejarían los que viajan con prisas. El segundo, ya instalados, visitamos Peñaranda de Bracamonte y Alba de Tormes, dos localidades salmantinas de las que hablaré en su momento. El tercero, visitamos Junciana, un pequeño pueblo avulense, donde habíamos quedado con nuestros consuegros, de cuya casa, un antiguo establo de vacas rehabilitado para vivienda, hablaré en su momento. Ese día, además, estuvimos en El Barco de Ávila, donde comimos con nuestros anfitriones. El cuarto lo dedicamos por completo a la ciudad, con bastantes visitas que intentaré explicar en el lugar correspondiente, sin olvidarme de una muy significativa para mí, la antigua Academia de Intendencia, donde mi padre estudió su carrera militar. El quinto, después de visitar el Monasterio de Santo Tomás, palacio de verano de los Reyes Católicos, regresamos a Madrid, esta vez por “vía rápida”, es decir por la autopista de La Coruña. Mientras que a través de Gredos habíamos tardado tres horas y media, el regreso lo hicimos en hora y media, lo que demuestra que la ruta de ida, escogida intencionadamente como contaré, requiere una explicación, que daré cuando corresponda.

Aunque me propongo escribir los restantes artículos sobre este viaje en poco tiempo para evitar que la memoria me traicione, no puedo comprometer fechas. Pero sí asegurar que procuraré ser diligente.

 

2 de marzo de 2023

Epidemias lingüísticas

En un artículo que escribí en este blog hace ya algún tiempo, llamaba virus lingüísticos a los giros y modificaciones de nuestra lengua que los poco cuidadosos con el uso del español iban introduciendo poco a poco en el idioma. De repente salta alguna de estas incorrecciones al ruedo del habla de la calle y poco a poco se va extendiendo por contagio hasta convertirse en la forma más frecuente de expresión. Son tantas las que se observan, que requeriría mucho más espacio del que aquí suelo utilizar y, sin duda, mucho más conocimientos que los que me brinda mi limitada erudición en la materia. Pero como la propagación de alguno de estos virus se está convirtiendo en auténtica epidemia, hoy voy a volver sobre este tema, aun a riesgo de ser pesado.

Uno de ellos es utilizar expresiones tales como “las miles de personas”, en vez de la expresión correcta, los miles de personas. Los que así se expresan deben de considerar que puesto que la palabra personas es femenino y plural, miles también lo es, cuando se trata de un sustantivo masculino. El artículo debe de concordar con la primera de las palabras, miles, y no con la segunda, personas. Pero la incorrección está tan extendida, que he llegado a oír “las millones de personas”, lo cual ya clama al cielo. Aunque el colmo de este tipo de barbaridades lo oí el otro día, en boca de un tertuliano de no sé dónde, que ni más ni menos soltó la expresión “esa pedazo de catedral”, concordando esa con catedral en vez de con pedazo. Pero lo peor es que se quedó muy ancho, y como por supuesto no habrá nadie que le corrija la incorrección, continuará propagando el virus allá donde suelte su limitada gramática. Se hubiera merecido que le sacaran los colores en público.

Los adverbios de lugar, como “delante”, “detrás”, “encima” o “debajo”, aunque algunos se empeñen en lo contrario, no son propiedad de nadie. "Detrás mía" es una barbaridad que se oye con tanta frecuencia, como "delante mía", "debajo mía" o "encima mía". Sin embargo, es una incorrección que está en boca de muchos, de todo color y pelaje, incluso entre personas que por su condición de públicas deberían estar obligadas a un cuidado exquisito a la hora de expresarse. Con lo poco que cuesta decir delante de mí.

Lo que sucede es que nadie pone coto a estas barbaridades. Oír en la televisión pública expresiones como las que acabo de señalar resulta indignante, porque demuestra muy poco interés en ejercer la pedagogía. No son los únicos, por supuesto, porque la mayoría de los medios ponen muy poco cuidado en exigir a sus profesionales la corrección lingüística a la que deberían estar obligados. De vez en cuando se oye alguna voz que pide orden, pero sus quejas caen en el olvido inmediatamente o, lo que todavía es peor, ni siquiera son oídas con la atención que se debería. Es algo así como si proteger el idioma fuera sólo cosa de los académicos de la lengua.

De la constante confusión entre los verbos oír y escuchar ya no digo nada, porque es inútil. Por mucho que se insista en que no es lo mismo oír que escuchar, ahora "se escuchan disparos", "se escucha que la tormenta se acerca", "se despierta uno porque ha escuchado un ruido" o "se escucha mucho ajetreo en la calle". Pero como éste es un virus lingüístico que parece ser que ha llegado para quedarse entre nosotros, me limitaré a procurar que en mi entorno inmediato se oiga cuando hay que oír y se escuche cuando hay que escuchar.

Yo tuve un compañero de trabajo que al hablar cometía algunos errores gramaticales; y cuando llevado por la confianza, y sobre todo por las ganas de ayudarlo, le corregía alguna, me contestaba: qué más da, si tú me has entendido. Puede que tuviera razón y que el lenguaje no esté hecho nada más que para que nos entendamos los humanos. Pero, si así fuera, qué pena, con lo maravilloso que es hablar como recomienda el buen estilo.