Como lo que yo quería visitar eran las antiguas instalaciones de la academia, me identifiqué como “hijo de un general” que había estudiado allí. El de la taquilla me miró circunspecto, puede que preguntándose qué se debía hacer en estos casos, y me contestó que esa parte del edificio no era visitable. Pero un subteniente, vestido con el uniforme de campaña o de faena, es decir el de camuflaje, que estaba en ese momento por allí y oyó la conversación, intervino y dijo: a no ser que los acompañe alguien de la casa, como por ejemplo yo. Dicho y hecho.
Si me dejara llevar por los sentimientos, empezaría a escribir sobre mis impresiones a lo largo de la siguiente hora y pico y no pararía. Fotos antiguas con personas que he conocido por ser compañeros de mi padre, alguno de ellos asesinado por el terrorismo, uniformes de época que retratan perfectamente la evolución del cuerpo a lo largo del tiempo, maquetas, cuadros, condecoraciones y un sinfín de detalles, que durante aquel rato me retrotrajeron a mis años de juventud, cuando viví muy de cerca el ambiente castrense.
Como anécdota que me llamara la atención, recuerdo una foto en la que Felipe González firmaba un recibo sobre una mesa de campaña. Parece ser que, durante una visita a las tropas destacadas en Bosnia, comentó que le gustaría llevarse como recuerdo una boina de las reglamentarias como prenda de cabeza de aquella unidad. El responsable del vestuario le dijo que por supuesto, señor presidente, pero previa firma del documento justificativo correspondiente. Genio y figura.
Como colofón de la visita, nuestro guía nos presentó al actual director del centro -un coronel de Intendencia-, que, tras una larga e interesante conversación, me regaló un par de libros de gran formato, uno de ellos con la historia de la academia. Un auténtico baño de nostalgia, no exenta de orgullo y, por qué no decirlo, de una pizca de vanidad. Recuerdo que en aquel momento pensé que sólo con aquella visita hubiera merecido la pena hacer un viaje a Ávila, exageraciones dictadas por los sentimientos.
Volvimos al parador, para iniciar desde allí el recorrido de las murallas hasta la catedral, interesante paseo que permite contemplar desde una buena altura el interior y el exterior de la ciudad amurallada. Bajamos de los adarves por unas escaleras poco aptas para personas de nuestra edad, trance que, a pesar de todo, superamos sin menoscabo de nuestra integridad física. Visitamos la sede episcopal, una más de las impresionantes catedrales góticas de nuestro país. En un rincón del claustro descubrimos la tumba de Adolfo Suárez, sencilla, sin ninguna ostentación. Como curiosidad añadida, comprobamos que el ábside forma parte de la muralla, porque fue construida para cumplir al mismo tiempo con las funciones de lugar de culto y de fortaleza. Una exposición de los “pasos” de Semana Santa en la nave central me recordó, una vez más, el exceso de imaginería truculenta que exhibe la Iglesia Católica.
Como ya era la una, hora poco apta para seguir absorbiendo cultura, nos sentamos en una soleada terraza, en la que a pesar de la baja temperatura se estaba muy a gusto. Dimos cumplida cuenta de unas cervecitas y de unas tapas, y nos dirigimos a comer. Habíamos reservado mesa en un restaurante cercano, Alcaravea, siguiendo la recomendación del recepcionista de nuestro parador. Situado en un primer piso, tuve que discutir dónde nos sentábamos con el jefe de comedor, un camarero gigante, altivo y un tanto hosco que pretendía colocarnos en un incómodo rincón. Debí de estar convincente, porque la reyerta dialéctica tuvo buen fin y pudimos gozar de unas vistas agradables, además de una magnifica comida.
Pero todavía nos quedaba la tarde por delante, de la que algo diré en el próximo artículo.
Luis, el altercado final me ha recordado a las estrofas finales de “Al túmulo del rey Felipe ii en Sevilla” de Cervantes.
ResponderEliminar¡Muy bien hecho por no dejarte intimidar! ¡Qué poco te conocían!
Angel
Ángel, recuerdo que debía de tener treinta años menos que yo y me llevaba unos veinte centímetros de altura. Pero, cuando se tiene razón, no hay que dejarse intimidar.
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