Aunque no lo teníamos previsto en nuestro programa, una recomendación de última hora nos había hecho cambiar de planes. Se trata de un templo románico, la iglesia de Ávila de mayores proporciones después de la catedral. Parece ser que los restos de los tres santos que dan nombre al monumento han sufrido a lo largo de los siglos un constante peregrinaje, una prueba más de que las reliquias cristianas suelen estar sometidas a los intereses mundanos de los que dicen venerarlos, aunque en realidad ese forcejeo, muchas veces entre diócesis, responda más a criterios crematísticos que a espirituales.
Como soy un entusiasta del románico, ni que decir tiene que
disfruté con la visita, que por cierto recomiendo, porque es una auténtica joya arquitectónica. Pero no entraré en su
descripción, que está perfectamente detallada en las bibliotecas del ciberespacio, como todo hoy. A la salida nos encontramos con un grupo de japoneses que, no por maleducados sino por obedientes a las instrucciones de la guía, casi nos arrollan.
A la salida, cuando nos proponíamos dar un paseo por la ciudad, vimos en frente de la iglesia lo que parecía un autobús turístico, uno de esos que callejean por los lugares más recónditos y permiten que los viajeros puedan hacerse una idea general, tanto del lugar como de los lugareños. Allí lo llaman el tranvía, aunque no tenga ni vías ni trole. Un sistema de megafonía va informando de cada uno de los lugares por los que se pasa. Se trata de un recorrido de aproximadamente una hora, que acaba en el mismo punto de partida, es decir, al lado de San Vicente. Nos paramos en un par de lugares estratégicos para tomar fotografías, uno dentro de las murallas y el otro extramuros.
Como las cosas se aprenden en los lugares más insospechados, durante este recorrido, cuando atravesábamos un barrio que se denomina El Rastro, me enteré de que el topónimo procede de las huellas de sangre que las reses sacrificadas en los mataderos van dejando cuando son trasladadas a otros lugares. Ignoro si el nombre del de Madrid tiene el mismo origen, aunque no me extrañaría.
Volvimos al parador andando, por un itinerario cercano a las murallas. Entramos en varios portales y algunos patios abiertos al público y nos detuvimos en el Palacio de Bracamonte, que al parecer hoy alberga unas dependencias municipales. Como no era visitable, entablamos conversación con el guarda de seguridad, que, como creo que ya he contado en otro lugar, era licenciado en Historia, circunstancia que se notaba en su erudición. Creo que estuvimos más de media hora hablando con él y tengo la sensación de que aquella charla resultó un buen complemento de todo lo que habíamos visto durante aquel día.
La tarde languidecía y las calles empezaban a vaciarse. Era un barrio de trazado laberíntico, pero las murallas, que aparecían de vez en vez entre los tejados de las casas, nos ayudaban a no perder el rumbo. A las ocho de la tarde aproximadamente llegamos al parador. Nos fuimos directamente a la cafetería, donde nos relajamos durante un buen rato, con la vista perdida entre los monumentales muros del palacio. El silencio, sólo roto por alguna discreta conversación, ayudaba a despejar la mente. Cenamos y nos subimos a la habitación.
El día siguiente, después de hacer check out en el parador, nos dirigimos en coche al Monasterio Real de Santo Tomás, una visita que nos habían recomendado con insistencia y que no queríamos perdernos. Se trata de un complejo monacal cuyas obras se iniciaron en 1482. Los Reyes Católicos lo eligieron como palacio de verano y en su iglesia está la tumba del príncipe Juan, el heredero de la corona, que nunca llegó a ser rey porque murió a los 19 años de edad.
Hoy alberga un museo de arte oriental, que recorrimos con
algo de prisa, porque se aproximaba la hora de salir hacia Madrid. A las 12:30
iniciamos el regreso y, tras un viaje cómodo y sin incidencias, a las 2 en punto entrábamos en nuestra casa, satisfechos
con el resultado de aquel viaje y haciendo planes para el siguiente, que, si soy capaz y no me vence la pereza, describiré en su momento en este blog.
Porque, mientras el cuerpo y la mente resistan, no hay nada tan saludable como mantener viva la ilusión de viajar.
Luis, ¿seguro que eran japoneses? ¿No será que por eurocentrismo (o algo así) todos los turistas orientales te parezcan de ese país?
ResponderEliminarAngel
No les vi el pasaporte. Lo que sucede es que los japoneses, cuando van en grupo, son inconfundibles.
EliminarLuis, ¿conoces la película “Up in the air” de Cloony? El protagonista tiene tantas millas en su registro de viajero de una compañía aérea que al final le ponen su nombre a un avión.
ResponderEliminarPues creo que deberían hacer con Anamary y contigo lo mismo: poner vuestro nombre a un parador.
Sugiero que sea el de Molina de Aragón, creo que todavía no inaugurado, y que además será el número 100.
Lo difícil sería encontrar un nombre, aunque imagino que para tu fértil imaginación no será un problema.
Angel
No se me había ocurrido. Ahora bien, nunca sería el de Molina de Aragón, que visto desde fuera parece más un almacén agrícola que un establecimiento hotelero. Puestos a elegir un nombre, yo lo bautizaría "Palacio de los Pistachos y las Olivas". Suena a nombre aristocrático de la edad media. No en vano se sitúa en un auténtico Señorío.
ResponderEliminarA mí también el románico es el estilo arquitectónico de los templos que más suele sobrecogerme, a la vez por su sencillez y monumentalidad.
ResponderEliminarFernando, entonces te recomiendo visitar San Vicente.
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