28 de enero de 2022

Tambores de guerra

Supongo que no soy el único que ante un conflicto internacional, aunque sepa  que sólo es un simple observador sin ninguna capacidad de intervención, adopta una posición a favor de una de las partes. Estamos tan acostumbrados a tener criterio propio, que permanecer al pairo, cuando los vientos soplan y las tempestades amenazan, nos deja incómodos. Cuando algo se discute, aunque no se tenga vela en el entierro, uno se ve intelectualmente impulsado a decidir de parte de quién está, si de los tirios o de los troyanos.

Esto es lo que está sucediendo ahora con la crisis de Ucrania, en la que parece que a algunos les está costando entender el papel que juega España en el conflicto, ignorando por completo dónde estamos desde un punto de vista geoestratégico, si en occidente con nuestros aliados o en la órbita rusa.  Formamos  parte de la Unión Europea y pertenecemos a la OTAN desde hace años por decisión absolutamente democrática de la ciudadanía española. Es cierto que los hubo y los sigue habiendo en contra de las decisiones que se tomaron en su momento, pero no lo es menos que en asuntos tan complejos lo conveniente es atenerse a lo decidido y no entrar en discusiones cada vez que España tiene que hacer honor a sus compromisos internacionales. Si los sorprendidos por la actitud del gobierno español ante la crisis se preguntaran de qué lado está España, es posible que sus dudas se disiparan al instante.

No voy a negar que es comprensible que Rusia tema la incorporación de Ucrania a la alianza occidental, porque ese paso le supondría mayor debilidad frente a occidente. Pero no olvidemos que lo contrario significaría ponerle freno al futuro de la Europa democrática, algo que en principio no parece aceptable. No es difícil por tanto decidir de parte de quién se está, salvo que se olvide uno por completo del lugar que su país ocupa en el equilibrio internacional. Porque en esto de las tensiones internacionales, como en tantas otras cosas en la vida, es aplicable la máxima de, si no estás conmigo, estás contra mí.

Lo que tiene poco sentido es enarbolar ahora la bandera del pacifismo como hecho diferencial, porque pacifistas somos todos. Nadie quiere una guerra, pero tampoco doblegarse ante las amenazas de otros. Suele suceder que de esos doblegamientos surgen conflictos posteriores, mucho más virulentos que si desde un principio se le hubiera puesto coto a la amenaza. Yo también soy partidario de la vía diplomática, cómo no. Por ello confío en que se pueda negociar una solución antes de llegar a situaciones no deseadas. Pero no comparto las posiciones tibias ni, mucho menos, las que se basan en proclamas pacifistas, cuando éstas en ocasiones ocultan un intento de defender al contrario en el conflicto, en este caso a Rusia, que no es precisamente un buen ejemplo de sistema democrático. Insisto: nadie quiere la guerra, pero si te amenazan lo prudente es acudir a la disuasión.

España lleva tiempo participando en el mantenimiento del statu quo mediante el envío de destacamentos militares a los países fronterizos de la UE con Rusia, de manera que no está haciendo ahora nada que no estuviera haciendo ya. Los aviones destacados en los países bálticos ya estaban allí desde hace años, de la misma manera que los buques de la Armada patrullan por las aguas del Mar Negro, integrados en agrupaciones navales aliadas, alguna de las cuales, por cierto, bajo mando español. Los movimientos actuales no son más que relevos previstos en turnos rotatorios entre los países de la OTAN -como es el caso de los cazas de Bulgaria-, aunque por supuesto ajustando los medios y el despliegue a la situación.

Nuestras fuerzas armadas participan en la actualidad en 17 misiones en el extranjero, con un total de 3.000 militares desplegados en cuatro continentes, bajo los auspicios de la ONU, de la Unión Europea o de la OTAN. Y esas participaciones se proponen en consejo de ministros y se autorizan por el parlamento, por lo que resulta chocante que a estas alturas algún miembro del actual ejecutivo se haya sorprendido por la política exterior española en relación con la crisis de Ucrania. 

Insisto: pacifistas somos todos.


24 de enero de 2022

De casta le viene al galgo

Me pidió el otro día uno de mis nietos que dibujara el árbol genealógico de nuestra familia hasta donde llegue el conocimiento que tengo de la secuencia de mis antepasados. De esa forma, me explicaba, él partiría de varias generaciones anteriores a la suya, a las que añadiría la de sus descendientes cuando los tuviere. Afortunadamente, mis padres me dejaron bastante información al respecto, a la que puedo añadir otra que he ido recopilando a lo largo de mi vida, con lo que ponerme a construir lo que se me pide sólo necesita disposición por mi parte.

Ya he empezado a revisar los papeles que tengo guardados, de manera que, si el trabajo de ordenarlos y reescribirlos no me abruma demasiado, es posible que en poco tiempo pueda disponer de algo parecido a un árbol genealógico. No estará completo, por supuesto. porque entre los datos que dispongo hay algunas lagunas; pero como punto de partida para continuar hacia delante puede ser útil.

La verdad es que en esto de la genealogía siempre he tenido sentimientos encontrados. Por un lado, considero que hurgar en los antecedentes familiares tiene muy poco sentido, porque al final lo único que se cosigue es una lista de nombres que nada dicen de los que en su día fueron sus titulares. Pero, por otro, rellenar el vacío que dejaron los que te precedieron, aunque sea simplemente con sus apellidos y con sus fechas de nacimiento y muerte, produce la satisfacción de reconocerse uno como un eslabón más de una larga cadena de seres humanos, cuyas circunstancias vitales dieron lugar, aun sin saberlo ellos, a que hayamos nacido. Si esa secuencia se hubiera interrumpido en algún momento, si alguno de ellos no hubiera nacido o no se hubiera emparejado con quien lo hizo, no estaríamos aquí.

En cualquier caso, lo que no se puede esperar de un árbol genealógico es que te ayude a desentrañar la herencia recibida, no me refiero al estudio cromosómico, sino al análisis de tu carácter comparado con el de los que te antecedieron. Yo he tenido la ocasión de conocer a muchos de los descendientes de uno de mis bisabuelos -de mi misma generación y por tanto primos hermanos o segundos míos-, un interesante personaje que se casó dos veces y tuvo una numerosa prole. A algunos de ellos los he tratado y sigo tratando con cierta frecuencia, y a otros los he visto sólo en contadas ocasiones, pero las suficientes como para que me haya podido hacer una idea de las principales características de sus personalidades. Pues bien, nunca he sido capaz de encontrar rasgos que me hicieran pensar que procedemos de un mismo tronco, más allá de algún pequeño matiz característico de nuestros físicos.

Afortunadamente no somos clones, sino producto del azar genético. Si a eso le unimos que, además de disponer de una herencia cromosómica, disponemos también de la personalidad con la que nos han ido dotando nuestro entorno y nuestras circunstancias personales, podríamos llegar a la conclusión de que, en cuanto nos alejamos un poco de nosotros mismos en el árbol, no encontraremos casi nada que nos identifique con las generaciones que nos precedieron.

Pero a pesar de todo, la simple disponibilidad de un listado ordenado de aquellos a los que te unen lazos de sangre me parece interesante. Por eso le he hecho caso a mi nieto y me he puesto en la labor de recopilar nombres y fechas, de poner orden y concierto en los papeles que guardo con tanto celo. Me da pereza, lo confieso, pero un nieto es un nieto.

Y después que él haga lo que quiera con el resultado de mi trabajo. Yo habré cumplido su encargo y, quién sabe, quizá me alegre de haberlo hecho.

20 de enero de 2022

Volver a empezar

No, no voy a hablar hoy de la conocida película dirigida por José Luis Garci en 1982, aunque ganas no me faltan. He elegido este título un poco al azar, cuando pensaba en las ganas que tengo de reanudar mi vida cotidiana, que, como la ha sucededido a tantos otros, se ha visto alterada una vez más por la dichosa pandemia, cuyas garras me han rodeado, sin tocarme, por todas partes. Porque, aunque muchas de las actividades que desarrollo a lo largo del día hayan continuado como si aquí no sucediera nada, hay una que está en dique seco, en contra de mi voluntad, desde hace un par de meses: la de viajar. Desde noviembre no salgo de mi ciudad, lo que para mis costumbres es demasiado tiempo. Pero como casi todo tiene fecha de caducidad, y si no uno se la pone a su conveniencia, ya estoy oteando el horizonte en busca de alguna escapada que me alivie el mono o, dicho de manera menos coloquial y cheli, que me quite de encima la angustia ocasionada por la inactividad viajera.

Es curioso observar como los paradigmas van cambiando con el tiempo, quiero decir, por si no ha quedado claro, con la edad. Durante muchos años, en mis planes no podían faltar uno o dos viajes al extranjero al año, hasta donde el presupuesto diera de sí. Confieso que llegué a convertirme en un coleccionista de destinos turísticos, de manera que procuraba no repetir ni modalidad de viaje ni país que visitar. En el fondo, aunque estos recorridos adolezcan de cierta superficialidad, porque el tiempo de duración suele ser corto, lo que me guiaba era la extensión geográfica, ya que parece evidente que cuanta mayor sea la variedad de lo que se visita mayor será el conocimiento que se tenga del mundo. Porque viajar es aprender sobre el terreno.

Sin embargo, ahora me da pereza enfrentarme a largos desplazamientos, a las interminables colas de los aeropuertos, a los madrugones, a las visitas modalidad “rebaño”, que, dicho sea de paso, suelen ser las de mayor rendimiento. Sólo en grupo, con guía y a toda prisa se pueden conocer muchas cosas en poco tiempo. Lo que sucede es que los años causan estragos, y lo que hasta hace poco soportaba con estoicismo en beneficio de la pequeña aventura, hoy se me hace muy cuesta arriba. Sin embargo, como hay tantos rincones de España o de sus inmediatos alrededores -Portugal y Francia- a los que puedo llegar en mi coche -tomándome, eso sí, las cosas con calma-, he iniciado una nueva etapa, a la que denomino de las comarcas para distinguirla de la de los países. Y en esas estoy ahora.

El año pasado, forzando un poco la máquina, llegué a visitar con cierto detenimiento hasta siete comarcas españolas. Algunas de ellas eran completamente nuevas para mí, y otras, aunque ya había estado en alguna ocasión, las conocía muy superficialmente. Estos viajes, en los que fijo la residencia en algún hotel -me encantan los Paradores de España- situado en un punto estratégico, para ir visitando desde ellos de manera radial la zona en sucesivas excursiones, que para mí suelen empezar a las diez de la mañana y acabar a las siete de la tarde.

Pues en esas ando ahora, en organizar un viaje “invernal”, no me refiero a las estaciones de esquí -Dios me libre-, sino a la época. Porque para eso España es tan grande, para que se pueda ir en invierno a climas templados sin salir de sus fronteras y en verano a lugares poco calurosos. Quinientos mil kilómetros cuadrados de extensión dan mucho juego.

Ya veremos si seré capaz después de traer a este blog alguna pequeña reseña de esas excursiones, para compartir mis experiencias con mis amigos; porque, aunque ganas no me faltan, pereza me sobra a raudales. Los años no sólo modifican las preferencias del viajero, sino que además le quitan vigor al intelecto. Aunque intentarlo, que quede claro mi compromiso, lo intentaré.