30 de octubre de 2021

Mentiras, mentirijillas, casi verdades y verdades

Solemos ser muy críticos con los políticos a los que no votamos, sobre todo con aquellos que representan la opción más reñida con nuestra preferencia. Los líderes de las tres derechas del actual panorama político español no le perdonan a Pedro Sánchez ni respirar. Yo diría que están en su perfecto derecho, porque el juego democrático exige sacar a relucir los defectos del rival, para así, por comparación, ganar mayor prestigio.  Lo que ya no me parece tan de recibo -perdón por la manida y cursi expresión- es que se le achaquen comportamientos que no son ciertos. Por ejemplo, que mintió cuando dijo que no pactaría con Podemos.

Ya sé que algunos de los que lean esto se habrán empezado a remover en sus sillas inquietos, pensando que niego la evidencia, que las hemerotecas existen y que todos le oímos decir aquello de que no quería dos gobiernos en uno, que tal posibilidad le quitaba el sueño. Yo también lo oí, por supuesto. Es más, confieso que hasta me gustaron aquellas declaraciones, porque mi pensamiento socialdemócrata acepta con dificultad la radicalidad que pregonaban los de Pablo Iglesias en aquel momento. Nunca me han gustado los planteamientos de máximos. Prefiero la gota que horada a la convulsión volcánica, entre otras cosas porque la primera acaba por excavar la roca y la segunda provoca destrozos. La política es el arte de lo posible y las urgencias retrasan los logros.

Aquellas declaraciones no eran mentiras, sino un posicionamiento de centralidad política. Lo que sucede es que después de las últimas elecciones tuvo que decidir entre dejar paso a las derechas o pactar con la otra izquierda. La aritmética parlamentaria no le permitía al PSOE otra combinación si quería gobernar, es decir, si quería llevar adelante su programa, que es lo único que de verdad importa en política. Existían riesgos, por supuesto; pero debió de pensar que eran asumibles y que su capacidad de liderazgo controlaría la situación. No resultaría cómodo -como no resulta cómodo ningún pacto-, pero había que intentarlo.

No mintió, sino que dijo la verdad del momento, lo que le dictaban las circunstancias. Después cambiaron éstas y se vio obligado a pactar. Y ahora, que el gobierno de coalición ya ha recorrido una larga trayectoria, me atrevo a decir que dijo en su momento lo que tenía que decir y que después decidió lo que debía decidir. Es más, no sólo no mintió, sino que antes y después actuó con inteligencia.

Es cierto que este gobierno ha pasado por momentos de tensión interna, no porque las diferencias de pensamiento hicieran la gobernabilidad imposible, sino sobre todo por la falta de discreción y por el afán de protagonismo de algunos. Pero al final esas tensiones se han ido mitigando y el programa conjunto va hacia adelante. En mi opinión, la salida de Iglesias facilitó entonces el entendimiento y el talante moderado de Yolanda Díaz contribuye ahora a que la legislatura continúe sin demasiados riesgos.

Que las cosas han cambiado lo demuestra las declaraciones de Pedro Sánchez, cuando admite que tras las próximas elecciones el PSOE necesitará el concurso de la otra izquierda, ya que parece demostrada la imposibilidad de conseguir mayoría suficiente. Pero es que ahora lo dice con un conocimiento de causa que no tenía entonces, que se puede gobernar en coalicción y que el PSOE tiene la fuerza que tiene. Si estas supuestos cambiaran algún día, no tengo la menor duda de que su opinión también cambiaría, aunque lo llamaran mentiroso, como con toda seguridad lo llamarían. Amigo, esto es política, decía aquel.

De la misma manera, la derecha que representa el PP no tendrá opción para gobernar si no pacta con Vox. Dicen que no son lo mismo, que nada tienen que ver sus programas, pero se necesitan. Naturalmente están en su perfeto derecho, no sólo a enfrentarse entre ellos ahora, también a pactar después si hiciere falta. No mentirán, sino que se adaptarán a las circunstancias.

Otra cosa es que esa previsible alianza entre conservadores y reaccionarios movilice a las fuerzas progresistas para impedirlo, porque sólo de pensarlo se le ponen los pelos de punta a muchos.  A mí también.

 

26 de octubre de 2021

Los cómicos, esos olvidados

Creo que he confesado alguna vez en este blog mi afición al cine. Sin embargo, no recuerdo haber mencionado nunca el teatro, una de mis otras pasiones. Así como en una película suelo sacar provecho de muchos de sus ingredientes -fotografía, sonido, iluminación, decoración, interpretación, dirección, ...-, en el teatro hay uno que para mí prima sobre los demás, la actuación de los actores y las actrices. Cuando en el cine hay ocasiones en las que los intérpretes pueden pasar casi desapercibidos si el resto de los factores compensan sus deficiencias, en el teatro no hay camuflaje posible. Un intérprete sobre un escenario está completamente sólo frente al público, sin más armas que su voz y que su gesto.

Reconozco que soy muy mal fisonomista, pero creo que tengo una buena sensibilidad auditiva, hasta el punto de que las voces distorsionadas o desagradables me espantan y las moduladas o agradables me fascinan. Por eso, cada día soy más crítico con los doblajes en el cine, ya que muchos de ellos adolecen de falta de calidad, no sólo porque a veces no guarden fidelidad al texto original, sino también por el timbre y la entonación de los actores de doblaje. Es cierto que resulta muy cómodo no tener que leer subtítulos, pero cuando oigo esos diálogos, con voces que no coinciden con la expresión y con diálogos surrealistas por las malas traducciones, me hago cruces. Y respecto a las películas españolas, no sé que está pasando últimamente, pero el afán por resultar naturales en los diálogos convierte a éstos en inaudible. Se puede ser natural y al mismo tiempo vocalizar para que se entienda lo que dices.

En el teatro no ocurre eso, porque no hay doblaje y porque la vocalización y la buena entonación prevalecen sobre los intentos de naturalidad. Como digo arriba, el intérprete sólo cuenta con su expresión corporal y con su voz. El espectador de teatro se centra en los actores, porque el decorado muy pronto empieza a desvanecerse. Y aunque es cierto que existen otros aditamentos -iluminación, sonido ambiental o música-, si el actor o la actriz no dan la talla, la función se va al garete. Por el contrario, cuando estos cumplen con su difícil cometido, el público se olvida hasta de que está sentado en un teatro.

Yo admiro esta profesión, la de los cómicos, como a Fernando Fernán Gómez gustaba llamarse y llamar a sus compañeros de profesión. La veo muy difícil, enrevesada y ardua, casi imposible, porque llegar a desposeerte de tu propia personalidad para encarnar durante unos minutos con fidelidad la de alguien que nada tiene que ver con uno mismo resulta una auténtica proeza. Los intérpretes poseen uno de los talentos más escasos en el ser humano, el de la capacidad de desdoblamiento. Lloran, gritan, ríen, se muestran agresivos o amigables o lejanos o cercanos, hasta el extremo de llegar a contagiar la risa o el llanto, la alegría o la tristeza.

A estas alturas del artículo es muy posible que alguien esté pensando que me he olvidado de los autores y de los textos, que sin ellos no habría intérpretes porque no habría teatro. Pero no, no me he olvidado. Lo que sucede es que hoy quiero hablar de los primeros, muchas veces los eternos olvidados, no sé si porque al común de los mortales les pase desapercibida su importancia o porque precisamente la capacidad de mimetismo de los actores y de las actrices les haga pensar que aquello es pan comido, que cualquiera puede hacerlo.

A mí me sucede que cuando acaba una película muy pronto me olvido de su argumento, puede ser porque de ver tantas las neuronas los mezclen todos en un saco común. Esto tiene algunas ventajas, entre ellas la de que al cabo de muy poco tiempo puedo volver a verla como si fuera la primera vez. Sin embargo, es muy raro que se me olvide una obra de teatro, porque la impresión que me causan las interpretaciones perdura en mi memoria durante mucho tiempo.

Aunque no sea más que por contemplar las actuaciones de los intérpretes, me propongo ir al teatro con más frecuencia, sean sus autores Esquilo, Lope de Vega o Buero Vallejo. Éstos tendrán hoy que echarse a un lado y permitirme que rinda un pequeño homenaje a los cómico, los eternos olvidados del arte escénico.

20 de octubre de 2021

Más papistas que el papa

 

Confieso que yo, desde hace mucho tiempo, no sigo las propuestas del papa si no coinciden con mi línea de pensamiento. Pero nada tiene de particular, porque no me considero inscrito en su grey doctrinal. Respeto todas las creencias de carácter espiritual, pero me defino como agnóstico. Sin embargo, no acabo de entender que los que consideran que el papa es el representante de Dios en la tierra y, por si fuera poco, proclaman su infalibilidad cuando habla ex-cátedra, muestren en público su más profundo rechazo a las recomendaciones que proceden de su persona.

Tras unas declaraciones del papa Francisco de carácter social, yo diría que genuinamente cristianas, la derecha de este país lo está poniendo a caldo. Santiago Abascal ya no lo llama papa, sino ciudadano Bergoglio, una ridiculez semejante a la de algunos republicanos cuando hablan del ciudadano Borbón para referirse al rey. Pero claro, es que en muchas ocasiones los extremos se tocan, al menos en lo del sentido de la vulgaridad.

Es curioso observar la enorme contradicción entre considerarse católico y criticar al jefe espiritual del catolicismo. Claro que, si uno lo piensa bien, no se trata de contradicción sino de considerar a la Iglesia como un instrumento más para el logro de objetivos terrenales, sean políticos o materiales. Hay enormes sectores de la sociedad católica española que se mantienen subidos al carro del Vaticano, siempre que ese carro circule por los senderos que a ellos les interesa. Pero, cuando perciben algún desajuste, critican al arriero.

También hay quienes no están de acuerdo con las recomendaciones del papa cuando propone que se pidan disculpas por los abusos que se cometieron durante la colonización de América, como ha hecho el Vaticano por la parte que le toca. En un alarde de demagogia populista, le piden al pontífice que se meta en sus asuntos, porque la conquista del continente americano fue perfecta y no se cometieron desmanes de ningún tipo. No dicen, como diría yo, que hablar de pedir disculpas después de 500 años tiene muy poco sentido, sino que defienden los métodos que se siguieron, los de la fe con sangre entra y los de aprende mi cultura y olvídate de la tuya.

En definitiva, son católicos, pero depende de para qué, si para enmascarar de espiritualidad sus afanes terrenales o para defender la justicia social, como, según el evangelio, hizo Jesucristo. Les viene bien ampararse en la autoridad doctrinal del Vaticano si sus dictámenes coinciden con sus principios políticos o con sus interese materiales, pero se rebelan abiertamente contra la doctrina cristiana cuando el viento no les favorece. Hacen de su capa un sayo o de su catolicismo una pantomima. Porque no hay nada más esperpéntico en el comportamiento humano que la falta de coherencia.

En realidad, estas actitudes anticlericales no son una novedad. Todavía me acuerdo de los tiempos de la dictadura, cuando a los curas que defendían las reivindicaciones sociales los llamaban curas comunistas.  O cuando al cardenal Tarancón, durante los difíciles años de la transición, le cantaban aquello de Tarancón al paredón, un ripio agresivo que traslucía el odio que algunos sentían hacia las proclamas de libertad. Ahora ya no sólo insultan al clero llano o a los estamentos intermedios, sino a su máxima jerarquía.

No, no hay nada nuevo sobre la faz de la tierra, al menos en lo que afecta a las incongruencias entre las doctrinas que se defienden, las ideas que se tienen y las prácticas que se ejercen.