En aquel céntrico restaurante, la mayoría de los camareros -por no decir todos- eran inmigrantes, lo que ponía en evidencia el color de sus pieles y los dejes de sus hablas. Por supuesto, todos ellos buenos profesionales, amables, atentos y serviciales. En un momento determinado comenté la circunstancia, y alguno de los más cercanos a mí contestaron inmediatamente, casi a modo de reflejo vegetativo, sí…, pero legales. Naturalmente que legales, fue mi contestación, pagando impuestos y cotizando a la seguridad social. Pero, añadí, antes de ser legales fueron ilegales. Y ahí quedó la cosa, porque ese día, como dice el chiste, no estábamos a Rolex sino a setas.
El fenómeno de la inmigración provoca reacciones muy curiosas, hasta el extremo de que pareciera que algunos ondean su desacuerdo como bandera reivindicativa de su afiliación política. Naturalmente, cuando lo hacen sacan a relucir los aspectos más problemáticos del control de la inmigración, que los hay y son muchos. Pero cuando se argumenta que si no fuera por la constante llegada de población nueva nuestra sociedad se convertiría en pocos años en una inmensa residencia de ancianos, vuelven la cabeza hacia otro lado y cambian de tema, porque ante esa realidad demográfica no hay contestación posible.
El asunto no es fácil, evidentemente, porque la llegada de inmigrantes ilegales provoca una enorme cantidad de problemas, desde los sanitarios hasta los de seguridad, sin olvidar la incuestionable obligación de respetar los derechos humanos. Sin embargo, nuestra sociedad en su conjunto está siendo capaz de absorber poco a poco el constante flujo, quizá de manera instintiva, gracias por un lado a la sensibilidad humana y por otro a la intuición de que en realidad se trata de un beneficio, si no a corto plazo, sí en muy poco tiempo.
Lo que yo echo de menos es una política clara de canalización de la presión migratoria, quiero decir que me gustaría que existieran unos planes de absorción ordenada de los ilegales. No es fácil, porque cuando se dan facilidades se produce el denominado efecto llamada, con el consiguiente aumento de la presión, que pudiera llegar a resultar insoportable. Por eso, pienso a veces que esta manera soterrada de “tolerancia” de la inmigración puede que sea la única posible y que, por eso, a pesar de los ladridos de la xenófoba ultraderecha, continúe así.
En cualquier caso, llama
poderosamente la atención observar cómo cada vez son más los inmigrantes que
conviven ordenadamente con los españoles de origen. Y eso para mí es motivo de
satisfacción. Si no, que se lo pregunten a los británicos, que se han quedado hasta sin camioneros.
"nuestra sociedad se convertiría en pocos años en una inmensa residencia de ancianos" y yo añadiría que sin cuidadoras de esos ancianos, sin camareros y sin albañiles, entre otras profesiones.
ResponderEliminarY Luis, creo que los "ladridos" no son solo "de la xenófoba ultraderecha".
Angel
Ángel, bajo el paraguas de la xenófoba ultraderecha se abrigan muchas siglas y muchos individuos que creen ser progresistas. Por tanto, de acuerdo con que los ladridos vienen de muchos sitios.
ResponderEliminarSiempre complicado asunto el de la inmigración, mas el hecho de que vengan , por ejemplo, muchos de Rumanía, indica que España todavía es buen país donde encontrar trabajo, y el día que deje de serlo esos inmigrantes buscarán otro país.
ResponderEliminarEl otro día tuve la oportunidad de hablar con un rumano conductor de grúas de ayuda en carretera. Llevaba quince años en España, adonde se había venido con toda la familia, y de los cuales quince años, los últimos cinco con la grúa. Se había adaptado perfectamente. Lo que me lleva a pensar que todavía España es capaz de absorber mucho trabajo que no lo quieren los españoles.
El ejemplo de tu rumano es bueno. Lo sorprendente es que muchos de ellos tienen una alta cualificación profesional. Lo sorprendente y lo beneficioso para España.
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