Creo que he confesado alguna vez en este blog mi afición al cine. Sin embargo, no recuerdo haber mencionado nunca el teatro, una de mis otras pasiones. Así como en una película suelo sacar provecho de muchos de sus ingredientes -fotografía, sonido, iluminación, decoración, interpretación, dirección, ...-, en el teatro hay uno que para mí prima sobre los demás, la actuación de los actores y las actrices. Cuando en el cine hay ocasiones en las que los intérpretes pueden pasar casi desapercibidos si el resto de los factores compensan sus deficiencias, en el teatro no hay camuflaje posible. Un intérprete sobre un escenario está completamente sólo frente al público, sin más armas que su voz y que su gesto.
Reconozco que soy muy mal
fisonomista, pero creo que tengo una buena sensibilidad auditiva, hasta el punto
de que las voces distorsionadas o desagradables me espantan y las moduladas o agradables me fascinan.
Por eso, cada día soy más crítico con los doblajes en el cine, ya que muchos de
ellos adolecen de falta de calidad, no sólo porque a veces no guarden fidelidad al
texto original, sino también por el timbre y la entonación de los actores de
doblaje. Es cierto que resulta muy cómodo no tener que leer subtítulos, pero
cuando oigo esos diálogos, con voces que no coinciden con la expresión y con diálogos surrealistas por las malas traducciones, me
hago cruces. Y respecto a las películas españolas, no sé que está pasando últimamente, pero el afán por resultar naturales en los diálogos convierte a éstos en inaudible. Se puede ser natural y al mismo tiempo vocalizar para que se entienda lo que dices.
En el teatro no ocurre eso, porque no hay doblaje y porque la vocalización y la buena entonación prevalecen sobre los intentos de naturalidad. Como digo arriba, el intérprete sólo cuenta con su expresión corporal y con su voz. El espectador de teatro se centra en los actores, porque el decorado muy pronto empieza a desvanecerse. Y aunque es cierto que existen otros aditamentos -iluminación, sonido ambiental o música-, si el actor o la actriz no dan la talla, la función se va al garete. Por el contrario, cuando estos cumplen con su difícil cometido, el público se olvida hasta de que está sentado en un teatro.
Yo admiro esta profesión, la de los cómicos, como a Fernando Fernán Gómez gustaba llamarse y llamar a sus compañeros de profesión. La veo muy difícil, enrevesada y ardua, casi imposible, porque llegar a desposeerte de tu propia personalidad para encarnar durante unos minutos con fidelidad la de alguien que nada tiene que ver con uno mismo resulta una auténtica proeza. Los intérpretes poseen uno de los talentos más escasos en el ser humano, el de la capacidad de desdoblamiento. Lloran, gritan, ríen, se muestran agresivos o amigables o lejanos o cercanos, hasta el extremo de llegar a contagiar la risa o el llanto, la alegría o la tristeza.
A estas alturas del artículo es muy posible que alguien esté pensando que me he olvidado de los autores y de los textos, que sin ellos no habría intérpretes porque no habría teatro. Pero no, no me he olvidado. Lo que sucede es que hoy quiero hablar de los primeros, muchas veces los eternos olvidados, no sé si porque al común de los mortales les pase desapercibida su importancia o porque precisamente la capacidad de mimetismo de los actores y de las actrices les haga pensar que aquello es pan comido, que cualquiera puede hacerlo.
A mí me sucede que cuando acaba una película muy pronto me olvido de su argumento, puede ser porque de ver tantas las neuronas los mezclen todos en un saco común. Esto tiene algunas ventajas, entre ellas la de que al cabo de muy poco tiempo puedo volver a verla como si fuera la primera vez. Sin embargo, es muy raro que se me olvide una obra de teatro, porque la impresión que me causan las interpretaciones perdura en mi memoria durante mucho tiempo.
Aunque no sea más que por contemplar las actuaciones de los intérpretes, me propongo ir al teatro con más frecuencia, sean sus autores Esquilo, Lope de Vega o Buero Vallejo. Éstos tendrán hoy que echarse a un lado y permitirme que rinda un pequeño homenaje a los cómico, los eternos olvidados del arte escénico.
Me ocurre en el cine español como a muchos, que no entendemos lo que dicen. respecto al teatro, para aficionarse hay que vivir en una gran capital, los que vivimos en pequeñas provincias tenemos pocas oportunidades de ver buen teatro, y, por consiguiente, terminamos por perder la afición que un día pudimos haber tenido.
ResponderEliminarFernando, es completamente cierto que fuera de las grandes ciudades es imposible mantener la afición al teatro. No deja de ser una pena que no creo que tenga solución.
EliminarMe vienen a la cabeza dos películas sobre los actores de teatro, la recuperada “Viaje a ninguna parte”, de Fernán Gómez y “Tío Vania en la calle 42” de Louis Malle. Ambas le hacen a uno pensar en la labor del actor de teatro. Un buen actor, al fin y al cabo es una persona como cualquiera de nosotros, con todo su bagaje personal, que comunica al personaje con el espectador; algo maravilloso.
ResponderEliminarSobre la calidad del doblaje de películas extranjeras, estoy de acuerdo con el artículo y me parece siempre preferible la versión original. Por cierto, no entendí de forma literal, sílaba a sílaba, la mitad de los diálogos de Javier Bardem en “El buen patrón”, pero se debe a que habla en la película como hablamos todos en la vida real, vocalizando poco. Si hubiese vocalizado perfectamente, habría sonado a algo forzado y no hubiera sido entonces la interpretación extraordinaria que es.
Respecto a la vocalización en el cine, es cierto que la vocalización forzada va en contra de la calidad. Lo que yo me pregunto es si no existirá un término medio entre la inaudición y la excelencia. En el teatro las vocalizaciones son perfectas -teatrales- sin merma de la calidad.
EliminarPor cierto, citas dos películas extraordinarias.