27 de febrero de 2017

Palabras grandes, hechos pequeños y corrupción rampante

Las grandes palabras que utilizan los políticos, las expresiones grandilocuentes con las que acostumbran a componer sus discursos suenan, cada día más, a retórica vacía e ineficaz. Libertad, justicia, solidaridad, democracia o tantos otros vocablos de grueso calibre, de tan extenso contenido que sin concreción poco significan, brotan de sus bocas con tanta facilidad y frecuencia que terminamos oyéndolos de la misma forma que si oyeramos llover, como si formaran parte del paisaje. Un derroche de prosopopeya inútil y de juego de artificios lingüísticos, que no son más que palabrería banal e intento de disimular con exceso de suntuosidad verbal la falta de contenido de la mayoría de sus mensajes.

Muchas de esas palabras se utilizan para condenar la corrupción. La mayoría de los políticos se rasgan las vestiduras ante las indecencias de los demás, anatemizan a sus adversarios, prometen medidas ejemplares y gritan a los cuatro vientos que para decentes ellos. Pero cuando les toca el turno, cuando les afecta a ellos, o callan como bellacos o miran para otro lado o intentan justificar lo injustificable. En definitiva, practican la ley del embudo -lo estrecho para ti y lo ancho para mí- como si existieran dos clases de corrupción, la  que practican ellos y la que incumbe a sus rivales políticos.

Incluso, como sucede estos días con alguno de los casos que están en candelero, tergiversan el sentido semántico de algunas expresiones jurídicas -la figura del investigado, antes imputado, sería un caso-, retuercen el sentido de los compromisos adquiridos con otras fuerzas para luchar contra la corrupción y se desdicen de lo dicho, con tanta alegría, con tan pródiga desfachatez que daría risa si no fuera porque se trata de un asunto de la mayor transcendencia.

Mientras que algunas de las decisiones que han tomado los tribunales de justicia en los últimos días me han dejado cierto poso de inquietud, al mismo tiempo me ha parecido observar que algo se está moviendo en el seno de la judicatura, un movimiento lento y algo soterrado que pudiera significar el principio de un plante a favor de la independencia del poder judicial frente al ejecutivo, una llamada de atención de los juristas al gobierno. La reacción de éste, con el ínclito ministro de justicia, Rafael Catalá, a la cabeza, parece clara y contundente, controlar a los fiscales díscolos. Sin embargo, ni así las tienen todas consigo, porque muchos de éstos, a pesar de que se vean obligados a actuar a las órdenes de sus superiores jerárquicos, pueden, si quieren, mover muchos hilos para desentrañar los casos de corrupción, como parece que lo están haciendo.

Oía el otro día en la radio a la corresponsal de un periódico francés en España confesar que, hace poco tiempo, cuando saltó el caso Noos, escribió en su periódico que la infanta Cristina nunca llegaría a sentarse en el banquillo de los acusados. Reconocía que se había equivocado y sacaba la conclusión de que las cosas están cambiando en España, porque, con condena o sin condena, la situación procesal de la hermana del rey, en su opinión, ha sido ejemplarizante, tratándose de quien se trata.

Todos los años se publica un índice a nivel internacional que se denomina Percepción de la Corrupción. Este indicador otorga un 100 al país menos corrupto y un 0 al que albergue mayor corrupción en su administración pública. España en 2016 obtuvo una puntuación de 58, con la cual ocupa el puesto 41 de los 176 países que componen la relación. En el año 2015, aunque tuviéramos la misma puntuación, ocupábamos el puesto 36. Hemos descendido, por tanto, en el baremo, porque seguramente otros habrán puesto más empeño que nosotros en corregir esta lacra.

Confiemos en los jueces y en los fiscales, que son los que de verdad pueden combatir la corrupción con eficacia. Mientras tanto tendremos que seguir oyendo muchas palabras huecas y observando pocos resultados prácticos por parte de los políticos.

23 de febrero de 2017

Por qué y para quién escribo en este blog

Me han preguntado en alguna ocasión por las razones que me llevaron en su día y me siguen llevando hoy a escribir en este blog. Mi contestación ha sido por lo general vaga e imprecisa, lo reconozco, porque si hubiera sido sincero del todo debería haber contestado que lo hago para satisfacer mi deseo de poner por escrito lo que pienso, una inquietud que durante algún tiempo sofoqué con la redacción de las novelas y los libros de viaje que hasta ahora he publicado. Interrumpida aquella etapa –me gustaría pensar que se trata tan sólo de un paréntesis- necesito dar salida a las ideas que circulan por mi mente, escribirlas para que no se queden en etéreas elucubraciones mentales.

La segunda pregunta –que no recuerdo que me hayan hecho nunca- sería para quién escribo. Teniendo en cuenta que la mayoría de los que se acercan al Huerto abandonado forman parte de mi entorno personal –amigos, familiares o conocidos- debería contestar, si me la hicieran, que para ellos. Pero no sería del todo cierto, porque cuando me abstraigo en una idea que trato de plasmar por escrito, me olvido por completo de que puede ser que haya quien la lea después, me sumerjo en los pensamientos que van surgiendo y sólo presto atención a no perder la coherencia entre lo que me dicta la mente y lo que escribo, entre lo pensado y lo escrito.

Pero hay una tercera pregunta -que posiblemente sólo yo me haga- que consiste en lo siguiente: ¿lo que escribo son ensayos o alegatos a favor o en contra de alguien o de algo? Mi contestación, subjetiva por supuesto, es que se trata de lo primero. Intentaré explicarme, si es que soy capaz, porque no es fácil para mí discernir entre lo uno y lo otro. Si por alegato entendemos la intención de convencer, aleccionar o influir en el pensamiento de los demás, no escribo con esa pretensión, porque modificar los criterios de otros está muy lejos de mi propósito. Si definimos como ensayo la expresión de las ideas propias con el ánimo de cuestionarlas, someterlas a la duda sistemática y a la criba del escepticismo –enredos a los que soy muy dado-, estaría ejerciendo de ensayista o, al menos, intentándolo.

Me reprochaba el otro día un amigo -cariñosamente, eso sí- que en uno de mis últimos artículos, a propósito del secesionismo catalán, no me posicionara. Le habían gustado las ideas que expresaba –me dijo- pero echaba de menos que al final no diera mi opinión. Le contesté que precisamente ese era mi propósito, el de exponer un problema, analizar sus causas, mencionar las posiciones en litigio y dejar la cosa ahí, aunque tenga mis criterios al respecto, opiniones que por cierto creo que se descubren o se intuyen si se lee entre líneas, que es como a veces hay que leer. Las opiniones propias, al existir, se escapan sin control y terminan campando por sus respetos.

Como decía arriba, escribo para dar rienda suelta a mis ideas, pero no para convencer a nadie. Mis dudas ante todo lo que sea opinable, y también mi escepticismo frente a las soluciones que se propongan para solucionar los problemas, me inclinan a permanecer al margen de ciertas controversias, no porque no tenga ideas, sino porque sé muy bien que tan sólo son las mías. O dicho sea de otra forma, me distancio de la disputa para verla con mejor perspectiva, lo que no evita que en algunas ocasiones me meta en el fregado.

Porque una cosa es proponerse permanecer al margen de las contiendas sociales y otra muy distinta no caer en la tentación de entrar al trapo de tanto despropósito y de tanta falta de rigor como le rodean a uno.

17 de febrero de 2017

No son sólo los políticos. También los ciudadanos de a pie

Vuelvo a reflexionar sobre el llamado problema catalán, aunque esta vez lo haga desde una perspectiva algo distinta, que en mi opinión no contradice lo que expresaba la vez anterior (Choque de trenes. ¿Inevitable? - 14.2.17) sino que sirve de complemento.  Lo que pretendo ahora decir es que no sólo los políticos son responsables de la situación a la que se ha llegado en el conflicto secesionista, también una parte de la población española, catalana o no, que por ignorancia, dejadez o prejuicios ancestrales contribuye día a día con sus comentarios a empeorar la situación. A veces oigo juicios que me dejan perplejo por su falta de rigor y por su visceralidad, opiniones de desprecio, de ninguneo, incluso de odio soterrado, sin más fundamento que el ejercicio de la frivolidad, como si se tratara de un asunto intrascendente.

Cuando el otro día me refería a los políticos y a su responsabilidad en el enfrentamiento entre las dos partes –el gobierno central y los secesionistas- omití, sin intención, un aspecto que considero en este caso de suma importancia: el de la pedagogía. Nadie la está ejerciendo, cuando el problema requiere grandes dosis de conocimientos, muchos de los cuales no están al alcance de todos. Me refiero a aspectos sociales, económicos, culturales e incluso, por qué no, históricos. A veces tengo la sensación de que existe una falta de permeabilidad total entre las dos partes, una desinformación de los unos con respecto a los otros, una apatía ramplona que no permite al que la ejerce entender lo que está sucediendo.

Por ejemplo: dicen los unos que a los catalanes lo único que les interesa es el dinero y contestan los otros como un eco que los españoles les roban. Lugares comunes que en nada ayudan, acusaciones infundadas que nadie discute, quizá porque sean muchos los que prefieran mantener este grado de confusión, que a lo único que ayuda es a avivar la llama de la discordia. Otras veces no son acusaciones, sino simples expresiones que descubren la visión de quien las pronuncia, como cuando se alude a los catalanes como un todo indiferenciado, sin matices, metiendo a tirios y a troyanos, a unionistas y a separatistas en el mismo saco. O cuando, desde el otro lado, se habla de los españoles en general como los culpables de todos los males que afectan a Cataluña. Sólo unos cuantos, de uno y otro lado, afinan sus expresiones para no incurrir en desatinos intelectuales, se expresan con el rigor pertinente, lo que siempre resulta recomendable, mucho más en una situación de enfrentamiento como la que vivimos.

Lo del idioma ya es para aburrir. En este tema el desconocimiento de causa se adueña de la situación. En un parte del conflicto son muchos los que no acaban de aceptar que los catalanes tengan su propia lengua, que aman y respetan, que han mantenido viva a lo largo de los siglos a pesar de las dificultades y en la que se sienten confortables cuando la utilizan porque es la que han mamado. En la otra, quizá como un movimiento de rechazo a lo anterior, abundan los que con la pretensión de defender el catalán postergan el castellano, ponen trabas a su utilización o discriminan su uso. Dos actitudes torpes que convierten una riqueza cultural, el multilingüismo de España, en materia de controversia, en estúpida arma arrojadiza.

En el fondo de todas estas actitudes no hay sino desconocimiento, aliñado con una fuerte dosis de prejuicios y acompañado de la total falta de interés en ayudar, desde la perspectiva individual, a que no se caven fosas de desunión, a que se destierre la amenaza de división del estado que nos acoge a todos.


10 de febrero de 2017

Choque de trenes. ¿Inevitable?

Pido disculpas por haber elegido como título de este escrito una frase tan manida. Pero resulta que no se me ocurre, lo digo con absoluta franqueza, nada más expresivo para encabezar mis reflexiones de hoy sobre lo que está sucediendo en Cataluña. Dos trenes que se aproximan en sentido contrario a toda velocidad y que, inconscientes del batacazo que se avecina o conscientes pero incapaces de reaccionar, en lugar de frenar aceleran. Dos ejercicios de irresponsabilidad política que pagaremos caro los españoles, incluidos por supuesto los catalanes.

No voy a entrar en las razones que mueven a los dos maquinistas -el gobierno central por un lado y los secesionistas por otro- a manejar la situación como lo están haciendo, porque tanto se ha debatido sobre ellas que sería volver a inútiles circunloquios, lo que a buen seguro me desviaría de la idea que hoy me impulsa a escribir sobre este asunto, sobre un conflicto político que de tanta soba por parte de unos y de otros, de tantas proclamas estériles parece haber perdido importancia, cuando por el contrario nos encontramos ante una posible convulsión social y económica de grandes dimensiones. Que un país del tamaño de España llegara a dividirse después de cinco siglos de andadura en común, no traería más que consecuencias negativas, de las que las dos partes tardarían decenios en recuperarse, si es que alguna vez alcanzaran los niveles que habrían logrado si hubieran permanecido juntas.

Lo que está sucediendo es que no hay ningún deseo de solucionar el problema, cuando son tantos -yo entre ellos-, a uno y otro lado del conflicto, los que opinan que existen soluciones razonables. Aferrarse a las leyes, enarbolar la bandera de la legalidad vigente y acudir a los tribunales de justicia como alternativa a la toma de iniciativas políticas significa retrasar la deriva separatista sin solucionar el problema, supone intentar cerrar heridas en falso que acabarían abriéndose tarde o temprano. Insistir en la hoja de ruta separatista con irreductible cerrazón, sin flexibilidad alguna y desentendiéndose de los catalanes que no quieren la independencia supone abocar a nuestro país, incluida Cataluña, al desastre, no sólo desde el punto de vista socioeconómico, también, y sobre todo, desde el humano. A mi juicio dos posiciones irresponsables, dos torpes actitudes que demuestran que sus protagonistas no saben o no quieren resolver el litigio.

Sucede, para mayor inri, que esas dos posiciones se realimentan, porque cuantos más impedimentos más anhelos de independencia y cuantos más movimientos hacia la secesión mayor presión legal. Una tirantez que amenaza con romper la soga y dar con los huesos de los contrincantes en el suelo. Lo que hace unos años hubiera tenido solución si se hubiera actuado con inteligencia se está convirtiendo en una situación de muy difícil salida.

La indeterminación ante el conflicto, además, parece generalizada. Los partidos políticos de ámbito nacional o autonómico se sitúan, de acuerdo con el sesgo de sus programas, en uno u otro lado del contencioso,  sin que se oigan voces que exijan con rotundidad el diálogo necesario, como si temieran errar y perder seguidores. Una cobardía política que asombra por la falta de responsabilidad y el sectarismo que implica. A los políticos se les debe medir por su actitud ante los asuntos de estado y éste lo es y de enorme trascendencia.

Tengo el convencimiento de que si alguna de las dos partes diera un paso al frente, propusiera una mesa de negociación abierta, sin posiciones predeterminadas y con absoluta transparencia, obligaría a la otra a seguir ese camino. Para ello sería necesario que por un lado se reconociera que el encaje de Cataluña en España no está debidamente configurado, y es preciso por consiguiente modificarlo, y que por el otro se aceptara que dividir un país con la única aquiescencia de la mitad de la población afectada resulta un desatino de proporciones descomunales. 

Me asombra tanta torpeza y tanta insensatez; me sorprende una vez más la poca talla de nuestros políticos: me apesadumbra observar que la ineptitud política de unos cuantos pueda acabar con la convivencia fructífera de dos naciones convertidas, por avatares del discurrir histórico, en un único estado, hace nada más y nada menos que cinco siglos.


6 de febrero de 2017

Moderémonos

Tengo la sensación de que todo aquello que suene a moderación no resulta demasiado atractivo en nuestros días. Me refiero con esta palabra a la mesura en la defensa de las posiciones programáticas propias, a la contención en los discursos, a la templanza en los modos, a la disposición al diálogo político y a la búsqueda de soluciones compartidas y de puntos de encuentro. Parece como si la radicalidad se hubiera adueñado del escenario y todos los políticos endurecieran el tono de sus proclamas, convencidos de que así las verdades propias se entenderán mejor. Nunca hasta ahora había observado yo tanta exaltación inútil y tanto dogmatismo, aunque es posible, no lo voy a negar, que antes no prestara la debida atención.

He leído hace unos días que Albert Camus dijo en una ocasión que si existiese un partido que no estuviera seguro de tener la razón, ése sería el suyo. Vana ilusión la del genial escritor y pensador francés, inútil aspiración, al menos en la España de hoy, donde cuando los políticos dicen algo es para asegurar que o él o el diluvio, y no sólo cuando se refieren a un adversario político, también cuando mencionan a dirigentes de su misma formación, aunque en este caso lo hagan con la boca medio cerrada, no vaya a ser que entren moscas.

Escribe Victoria Camps, la prestigiosa catedrática emérita de Filosofía moral y política de la Universidad Autónoma de Barcelona, en su interesante ensayo Elogio de la duda -que recomiendo a mis amigos interesados en estos afanes-, que desconfiemos de quienes pretenden tener razón y hablar en nombre de la verdad. Lo dice por cierto refiriéndose al panorama político actual, no con intención de establecer abstractos juicios de carácter filosófico. Denuncia, y lo expresa con rotundidad, que en estos momentos ningún político español es capaz de sentarse alrededor de una mesa a dialogar, a buscar acuerdos, a desprenderse de prejuicios maximalistas. Todos actúan pensando en ellos mismos, en sus intereses partidistas, aunque lo hagan citando entes que escriben con mayúscula –Dios, Nación, Historia, Progreso, Libertad, Solidaridad-, conceptos bajo los que ocultan la realidad de su cortedad de miras, de su pequeñez intelectual.

Mientras tanto los populismos extremistas de uno u otro sentido ganan adeptos con facilidad, porque su música suena bien. No importa que la letra diga poco o que lo que diga no sean más que utopías que como tales resultan de imposible cumplimiento. Entra bien por los oídos, parece diferente a lo de siempre y con eso les basta a muchos. Transitar por los extremos, donde la propia extremidad sirve de límite, siempre ha sido para muchos más cómodo que hacerlo por el centro, una amplia franja en la que se puede dar tumbos si no se tienen las ideas claras. De ahí que la moderación esté dejando paso a la intolerancia y a la radicalidad, estas últimas de esquemas mucho más simples, bastante menos reflexivos.

Sucede incluso que cuando alguien intenta dialogar, la opinión pública se le echa encima, con lo cual se ve obligado a dar un sinfín de explicaciones, no fuera a perder adeptos. La moderación se confunde con el conservadurismo y con la inoperancia, mientras que la agresividad dialéctica, los gritos altisonantes y las alusiones a los poderosos, por un lado, y a los rompedores de la patria, por otro, ganan seguidores día a día, porque son conceptos muy sencillos que se entienden con mucha facilidad y no hay que hacer demasiados esfuerzos mentales para asimilarlos. Basta con aceptarlos y creer en ellos a pie juntillas. Es muy fácil ser extremista y muy difícil mantenerse en la moderación.

Si no fuera porque considero que abstenerse es traicionar a la democracia, en las próximas elecciones, dado el panorama, me quedaría en casa tan ricamente.

2 de febrero de 2017

Inmaduro e irreflexivo. El mundo por montera

Lamento reincidir en el tema Trump, pero es que lo que parecía al principio una pesadilla, de esas que uno sabe que pronto se acabará porque no es más que un sueño, se está convirtiendo en inquietud, en  intranquilidad y en desasosiego para una gran parte de la humanidad. A la vista de sus primeras medidas como presidente del país más poderoso del planeta, el mundo entero, incluida Europa y por tanto España, está en alerta máxima.

El estilo de gobierno del presidente Trump es inmaduro e irreflexivo. Los epítetos los he extraído del editorial de un periódico, porque me ha parecido que reflejan a la perfección las características de las primeras andaduras presidenciales del flamante magnate, reconvertido en el más alto mandatario de su país. Inmaduro, porque da la sensación de que estuviera improvisando con la terquedad propia de un niño caprichoso, sin atenerse a ninguna elaboración programática ni a los cánones que rigen la política internacional. Irreflexivo, en cuanto a que parece que sus actuaciones fueran por delante de cualquier planteamiento intelectual previo. Primero actúo y luego ya veremos qué sucede, podría ser su lema.

Estamos acostumbrados a que los medios de comunicación nos muestren en imágenes las firmas de los tratados internacionales o de los acuerdos de cierta relevancia entre países o instituciones. Suelen ser actos protocolarios, en los que los firmantes, sentados uno al lado del otro, intercambian estilográficas, se suceden en la rúbrica de los documentos y, a continuación, estrechan sus manos mirando a las cámaras con expresión de aquí queda esto. Pero no suele ser normal tener la oportunidad de contemplar en las pantallas la estampación de la rúbrica de un mandatario en el documento de un decreto. Mejor dicho, no lo era, porque Trump está convertiendo estos rituales en auténticos espectáculos mediáticos, en los que aparece con gesto retador, expresión fruncida y pulgar en alto, rodeado por unos cuantos asesores circunspectos. Algo así como si quisiera transmitir al mundo que está dispuesto a ponerse la opinión pública internacional por montera y confirmar al mismo tiempo a sus seguidores que a él no le va a temblar el pulso. Un esperpento teatral, una representación grotesca que incitaría a la risa si no estuviéramos hablando del presidente de los Estados Unidos.

Si por políticamente correctos se entienden las ideas, el lenguaje y el comportamiento con los que se procura minimizar la posibilidad de ofender a grupos étnicos, culturales o religiosos, qué duda cabe que el señor Trump no debió de cursar esta asignatura. O puede ser que la cursara y decidiera hacer lo contrario de lo que recomendaban sus profesores, por eso de que él tiene su propia escala de valores y le importan muy poco las de los demás. La prohibición de entrar en los Estados Unidos a los ciudadanos procedentes de siete países de mayoría musulmana es un auténtico espantajo, una medida ineficaz desde el punto de vista de la lucha antiterrorista, que lesiona además los legítimos intereses de muchos ciudadanos y que predispone en contra, no sólo a los estados afectados, también a muchos otros, islámicos o no, que consideran la medida una auténtica aberración. Una decisión que traerá muchas más desventajas que ventajas a la nación americana y por tanto a muchas otras.

Lo del muro fronterizo con Méjico, de nada más y nada menos que 3.180 kilómetros de longitud, resulta ridículo por su inutilidad. El narcotráfico encontrará nuevas rutas -ya existen en la actualidad- y la inmigración sorteará los obstáculos que se le pongan por delante, de la misma forma que en Europa la procedente de África cruza el Mediterráneo jugándose la vida, porque al hambre no lo detienen ni muros ni mares. Pero mientras tanto, el presidente Trump estará cosechando la animadversión de una nación fronteriza poblada por más de 120 millones de habitantes, así como la de tantas otras que se sienten solidarias con Méjico.

Veremos a ver en qué acaba todo esto. Sólo los ciudadanos de los Estados Unidos, apoyándose en su constitución, en sus leyes y en su sacrosanta libertad de expresión, pueden detener la vorágine de desatinos que nos amenaza a todos. Démosle a la dinámica política su oportunidad y démosle también tiempo al tiempo.