6 de febrero de 2017

Moderémonos

Tengo la sensación de que todo aquello que suene a moderación no resulta demasiado atractivo en nuestros días. Me refiero con esta palabra a la mesura en la defensa de las posiciones programáticas propias, a la contención en los discursos, a la templanza en los modos, a la disposición al diálogo político y a la búsqueda de soluciones compartidas y de puntos de encuentro. Parece como si la radicalidad se hubiera adueñado del escenario y todos los políticos endurecieran el tono de sus proclamas, convencidos de que así las verdades propias se entenderán mejor. Nunca hasta ahora había observado yo tanta exaltación inútil y tanto dogmatismo, aunque es posible, no lo voy a negar, que antes no prestara la debida atención.

He leído hace unos días que Albert Camus dijo en una ocasión que si existiese un partido que no estuviera seguro de tener la razón, ése sería el suyo. Vana ilusión la del genial escritor y pensador francés, inútil aspiración, al menos en la España de hoy, donde cuando los políticos dicen algo es para asegurar que o él o el diluvio, y no sólo cuando se refieren a un adversario político, también cuando mencionan a dirigentes de su misma formación, aunque en este caso lo hagan con la boca medio cerrada, no vaya a ser que entren moscas.

Escribe Victoria Camps, la prestigiosa catedrática emérita de Filosofía moral y política de la Universidad Autónoma de Barcelona, en su interesante ensayo Elogio de la duda -que recomiendo a mis amigos interesados en estos afanes-, que desconfiemos de quienes pretenden tener razón y hablar en nombre de la verdad. Lo dice por cierto refiriéndose al panorama político actual, no con intención de establecer abstractos juicios de carácter filosófico. Denuncia, y lo expresa con rotundidad, que en estos momentos ningún político español es capaz de sentarse alrededor de una mesa a dialogar, a buscar acuerdos, a desprenderse de prejuicios maximalistas. Todos actúan pensando en ellos mismos, en sus intereses partidistas, aunque lo hagan citando entes que escriben con mayúscula –Dios, Nación, Historia, Progreso, Libertad, Solidaridad-, conceptos bajo los que ocultan la realidad de su cortedad de miras, de su pequeñez intelectual.

Mientras tanto los populismos extremistas de uno u otro sentido ganan adeptos con facilidad, porque su música suena bien. No importa que la letra diga poco o que lo que diga no sean más que utopías que como tales resultan de imposible cumplimiento. Entra bien por los oídos, parece diferente a lo de siempre y con eso les basta a muchos. Transitar por los extremos, donde la propia extremidad sirve de límite, siempre ha sido para muchos más cómodo que hacerlo por el centro, una amplia franja en la que se puede dar tumbos si no se tienen las ideas claras. De ahí que la moderación esté dejando paso a la intolerancia y a la radicalidad, estas últimas de esquemas mucho más simples, bastante menos reflexivos.

Sucede incluso que cuando alguien intenta dialogar, la opinión pública se le echa encima, con lo cual se ve obligado a dar un sinfín de explicaciones, no fuera a perder adeptos. La moderación se confunde con el conservadurismo y con la inoperancia, mientras que la agresividad dialéctica, los gritos altisonantes y las alusiones a los poderosos, por un lado, y a los rompedores de la patria, por otro, ganan seguidores día a día, porque son conceptos muy sencillos que se entienden con mucha facilidad y no hay que hacer demasiados esfuerzos mentales para asimilarlos. Basta con aceptarlos y creer en ellos a pie juntillas. Es muy fácil ser extremista y muy difícil mantenerse en la moderación.

Si no fuera porque considero que abstenerse es traicionar a la democracia, en las próximas elecciones, dado el panorama, me quedaría en casa tan ricamente.

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