No voy a entrar en las razones que mueven a los dos maquinistas -el gobierno central por un lado y los secesionistas por otro- a manejar la situación como lo están haciendo, porque tanto se ha debatido sobre ellas que sería volver a inútiles circunloquios, lo que a buen seguro me desviaría de la idea que hoy me impulsa a escribir sobre este asunto, sobre un conflicto político que de tanta soba por parte de unos y de otros, de tantas proclamas estériles parece haber perdido importancia, cuando por el contrario nos encontramos ante una posible convulsión social y económica de grandes dimensiones. Que un país del tamaño de España llegara a dividirse después de cinco siglos de andadura en común, no traería más que consecuencias negativas, de las que las dos partes tardarían decenios en recuperarse, si es que alguna vez alcanzaran los niveles que habrían logrado si hubieran permanecido juntas.
Lo que está sucediendo es que no hay ningún deseo de solucionar el problema, cuando son tantos -yo entre ellos-, a uno y otro lado del conflicto, los que opinan que existen soluciones razonables. Aferrarse a las leyes, enarbolar la bandera de la legalidad vigente y acudir a los tribunales de justicia como alternativa a la toma de iniciativas políticas significa retrasar la deriva separatista sin solucionar el problema, supone intentar cerrar heridas en falso que acabarían abriéndose tarde o temprano. Insistir en la hoja de ruta separatista con irreductible cerrazón, sin flexibilidad alguna y desentendiéndose de los catalanes que no quieren la independencia supone abocar a nuestro país, incluida Cataluña, al desastre, no sólo desde el punto de vista socioeconómico, también, y sobre todo, desde el humano. A mi juicio dos posiciones irresponsables, dos torpes actitudes que demuestran que sus protagonistas no saben o no quieren resolver el litigio.
Sucede, para mayor inri, que esas dos posiciones se realimentan, porque cuantos más impedimentos más anhelos de independencia y cuantos más movimientos hacia la secesión mayor presión legal. Una tirantez que amenaza con romper la soga y dar con los huesos de los contrincantes en el suelo. Lo que hace unos años hubiera tenido solución si se hubiera actuado con inteligencia se está convirtiendo en una situación de muy difícil salida.
La indeterminación ante el conflicto, además, parece generalizada. Los partidos políticos de ámbito nacional o autonómico se sitúan, de acuerdo con el sesgo de sus programas, en uno u otro lado del contencioso, sin que se oigan voces que exijan con rotundidad el diálogo necesario, como si temieran errar y perder seguidores. Una cobardía política que asombra por la falta de responsabilidad y el sectarismo que implica. A los políticos se les debe medir por su actitud ante los asuntos de estado y éste lo es y de enorme trascendencia.
Tengo el convencimiento de que si alguna de las dos partes diera un paso al frente, propusiera una mesa de negociación abierta, sin posiciones predeterminadas y con absoluta transparencia, obligaría a la otra a seguir ese camino. Para ello sería necesario que por un lado se reconociera que el encaje de Cataluña en España no está debidamente configurado, y es preciso por consiguiente modificarlo, y que por el otro se aceptara que dividir un país con la única aquiescencia de la mitad de la población afectada resulta un desatino de proporciones descomunales.
Me asombra tanta torpeza y tanta insensatez; me sorprende una vez más la poca talla de nuestros políticos: me apesadumbra observar que la ineptitud política de unos cuantos pueda acabar con la convivencia fructífera de dos naciones convertidas, por avatares del discurrir histórico, en un único estado, hace nada más y nada menos que cinco siglos.
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