Vuelvo a reflexionar sobre el llamado problema catalán, aunque esta vez lo haga desde una perspectiva algo distinta, que en mi opinión no contradice lo que expresaba la vez anterior (Choque de trenes. ¿Inevitable? - 14.2.17) sino que sirve de complemento. Lo que pretendo ahora decir es que no sólo los políticos son responsables de la situación a la que se ha llegado en el conflicto secesionista, también una parte de la población española, catalana o no, que por ignorancia, dejadez o prejuicios ancestrales contribuye día a día con sus comentarios a empeorar la situación. A veces oigo juicios que me dejan perplejo por su falta de rigor y por su visceralidad, opiniones de desprecio, de ninguneo, incluso de odio soterrado, sin más fundamento que el ejercicio de la frivolidad, como si se tratara de un asunto intrascendente.
Cuando el otro día me refería a los políticos y a su responsabilidad en el enfrentamiento entre las dos partes –el gobierno central y los secesionistas- omití, sin intención, un aspecto que considero en este caso de suma importancia: el de la pedagogía. Nadie la está ejerciendo, cuando el problema requiere grandes dosis de conocimientos, muchos de los cuales no están al alcance de todos. Me refiero a aspectos sociales, económicos, culturales e incluso, por qué no, históricos. A veces tengo la sensación de que existe una falta de permeabilidad total entre las dos partes, una desinformación de los unos con respecto a los otros, una apatía ramplona que no permite al que la ejerce entender lo que está sucediendo.
Por ejemplo: dicen los unos que a los catalanes lo único que les interesa es el dinero y contestan los otros como un eco que los españoles les roban. Lugares comunes que en nada ayudan, acusaciones infundadas que nadie discute, quizá porque sean muchos los que prefieran mantener este grado de confusión, que a lo único que ayuda es a avivar la llama de la discordia. Otras veces no son acusaciones, sino simples expresiones que descubren la visión de quien las pronuncia, como cuando se alude a los catalanes como un todo indiferenciado, sin matices, metiendo a tirios y a troyanos, a unionistas y a separatistas en el mismo saco. O cuando, desde el otro lado, se habla de los españoles en general como los culpables de todos los males que afectan a Cataluña. Sólo unos cuantos, de uno y otro lado, afinan sus expresiones para no incurrir en desatinos intelectuales, se expresan con el rigor pertinente, lo que siempre resulta recomendable, mucho más en una situación de enfrentamiento como la que vivimos.
Lo del idioma ya es para aburrir. En este tema el desconocimiento de causa se adueña de la situación. En un parte del conflicto son muchos los que no acaban de aceptar que los catalanes tengan su propia lengua, que aman y respetan, que han mantenido viva a lo largo de los siglos a pesar de las dificultades y en la que se sienten confortables cuando la utilizan porque es la que han mamado. En la otra, quizá como un movimiento de rechazo a lo anterior, abundan los que con la pretensión de defender el catalán postergan el castellano, ponen trabas a su utilización o discriminan su uso. Dos actitudes torpes que convierten una riqueza cultural, el multilingüismo de España, en materia de controversia, en estúpida arma arrojadiza.
En el fondo de todas estas actitudes no hay sino desconocimiento, aliñado con una fuerte dosis de prejuicios y acompañado de la total falta de interés en ayudar, desde la perspectiva individual, a que no se caven fosas de desunión, a que se destierre la amenaza de división del estado que nos acoge a todos.
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