29 de enero de 2021

Me gusta el cine, pero no las series

A mí me gusta el cine, pero no soporto las series televisivas. Al hilo de algunos comentarios off the record que me han llegado de varios amigos sobre lo que escribí hace unos semanas sobre mis aficiones, voy a intentar explicar por qué no estoy enganchado a ninguna de las que en la actualidad ofrecen las cadenas de televisión. Es posible que alguno piense que allá yo con mis fobias y mis filias, pero es un tema que me permite reflexionar hoy sobre mi afición el cine.

En primer lugar, prefiero los argumentos cerrados, es decir aquellos que tienen un principio y un final perfectamente definidos. Me sucede con el cine y con la literatura. Por eso, uno de los inconvenientes que encuentro en las series de ficción -no en las documentales- es que se sabe siempre cuando empiezan pero nunca cuando acaban. En algunas de ellas, por si fuera poco, los guionistas van desarrollando el argumento de acuerdo con lo que les indican las encuestas de opinión, de manera que son los espectadores los que con sus predilecciones marcan el desarrollo de la trama. De ahí las segundas temporadas, las terceras y las que hiciere falta.

Otra de las razones que me apartan de las series de televisión es que el perfil de los personajes queda definido desde la primera entrega, de manera que a partir de entonces el espectador sabe cómo son, si valientes o cobardes, si bondadosos o malvados, si benefactores de la humanidad o asesinos en serie. El desarrollo de los acontecimientos puede sorprender, por supuesto, pero no la reacción ante cada situación de los que integran el cuadro de protagonistas. En el cine -en el bueno- uno de los mejores ingredientes es la expectación ante qué hará cada personaje en las coyunturas que van surgiendo, porque precisamente su carácter, su manera de pensar y, por tanto, su posible reacción se van descubriendo paso a paso.

A mí en el cine, como en la literatura, me gusta la sorpresa. Es cierto que hay cine bueno y cine malo. Precisamente uno de los defectos del malo es la previsibilidad de los comportamientos y por tanto del desenlace. El buen cine como la buena literatura esconden detrás de cada movimiento de la trama un cierto sobresalto, alguna dosis de inquietud. El espectador tiene que estar intranquilo, alerta ante la reacción de los personajes, porque se ha metido bajo su piel y siente lo que hagan como si lo hiciera él o como si se lo hicieran a él.

Lo anterior trae consigo otra consecuencia, la de que tras contemplar un día sí y otro también a los mismos personajes, el “serieadicto” termina amando a unos y odiando a otros. Muchas veces he pensado que quizá el éxito de las series tenga origen en esa dependencia, porque el espectador se siente a gusto con los protagonistas. Con los “héroes”, por supuesto, pero también con los “villanos”, porque al fin y al cabo el morbo forma parte del espectáculo.

Yo en esto de las series he sido cocinero antes que fraile. He visto muchas series en mi vida, porque los principios de la televisión en España, que viví desde el primer momento, se apoyaban en gran medida en series, norteamericanas la mayoría. Los capítulos solían ser semanales, de aproximadamente una hora de duración, y recuerdo perfectamente que me pasaba la semana pensando qué sucedería en el siguiente. Si el protagonista era un abogado defensor, sabía de antemano que ganaría el pleito, fuera éste de la complejidad que fuera. Y si se trataba de un detective, ya podía ponerle el argumento tantas dificultades como quisiera, porque al final averiguaría quién había sido el asesino. Poca sorpresas cabían, pero yo admiraba aquellos personajes.

En cualquier caso, en esto de las aficiones hay tantas como colores y todas merecen respeto, ya que al fin y al cabo estamos hablando de la cara lúdica del alma del individuo. Simplemente digo que a mí no me entretienen las series. Pero como decía ese amigo mío que cito de vez en vez, “ca” uno es “ca” uno.

25 de enero de 2021

De ministro a "president"

El anuncio de que Salvador Illa se presentará a las elecciones autonómicas catalanas como candidato del partido socialista (PSC) para presidir la autonomía ha despertado una auténtica marea de comentarios, todos ellos muy significativos. En los cuarteles generales de los partidos en Madrid, en un alarde de abierta contradicción con lo que han estado criticando hasta ahora, las consideraciones se basan en que en plena pandemia el ministro de Sanidad no debería abandonar el timón de la lucha contra el virus. En el ámbito catalán, los nacionalistas acusan al candidato de ser un claro exponente de los que se oponen a la independencia, mientras que los llamados constitucionalistas pregonan que no ha ido a defender una Cataluña española, sino a pactar con los separatistas. Un hervidero de comentarios que, si no fuera porque todos conocemos la causa que los origina, incitaría a la risa.

Aunque no me haya cogido por sorpresa, porque la noticia lleva ya un tiempo circulando, a mí la decisión de Pedro Sánchez me ha parecido una jugada política inteligente. Iceta estaba quemado políticamente, porque la posición de los socialistas catalanes en mitad de la lucha entre dos bandos antagónicos abiertamente enfrentados, sin diálogo posible, negándose el uno al otro el pan y la sal, ha sido muy difícil de mantener. El PSC, por mucho que lo intentara, no tenía fuerza para ejercer un papel de moderación entre tanto desatino político. A sus líderes se les veía incómodos, porque estando muy lejos, como siempre han estado, de pretender separar Cataluña de España, tampoco les gustaba la ausencia de diálogo y la falta de comprensión hacia sus señas de identidad.

Pero en el gobierno central ahora están otros, con un presidente que, sin ceder, rendirse o renunciar a la defensa de la unidad de España, demuestra su disposición a buscar mediante el diálogo fórmulas que satisfagan a una gran parte de los catalanes. Por eso, para exteriorizar que los tiempos han cambiado, se necesitaba renovar la cabeza visible de los socialistas catalanes, algo a lo que el propio Iceta, a quien siempre he considerado un político inteligente, se ha prestado sin resistencia.

Lo que está demostrando esta verborrea por parte de la oposición y por parte de los partidos separatistas es que tanto unos como otros temen la llegada de Illa a la política catalana. Saben que su popularidad es grande y no ignoran que puede arrastrar muchos votos procedentes de la derecha moderada catalana y de la izquierda no separatista. Ciudadanos corre el riesgo de pasar a cuarto lugar, cuando en las anteriores fue el partido más votado en Cataluña. En ERC, por su parte, temen que los socialistas les sobrepasen en escaños y por tanto corran el riesgo de perder la mayoría separatista. Algo parecido les sucede a las distintas facciones procedentes de la antigua Convergencia y Unión. Y los partidos de las derechas no nacionalistas en Cataluña -PP y Vox- saben muy bien que una victoria de los socialistas catalanes supondría la apertura de un posible gobierno de izquierdas de caracter transversal, en el que no cabrían veleidades separatistas, pero que reforzaría la figura del gobierno central.

Se mire por donde se mire, la jugada es perfecta. Que un partido de izquierdas y no separatista ganara las elecciones en Cataluña supondría desactivar la radicalidad independentista y abrir las puertas a un posible acuerdo que deje satisfechos a todos. Dentro de la Constitución y sin concesiones ni a la autodeterminación ni por supuesto a la independencia caben muchas fórmulas. Pero hace falta voluntad política para lograrlo, algo de lo que carecen tanto la derecha española como los separatistas catalanes

Ojalá no me equivoque en mis previsiones. Ojalá entren en razón los que de una y otra parte lo único que han hecho hasta ahora es echar leña a un conflicto que pudieron haber evitado y no quisieron evitar. Ojalá, señor Illa, disponga usted del talento político que le supongo y sepa mantener su buena imagen hasta el día de las elecciones. Porque se va a encontrar a lo largo de las próximas semanas con mucho energúmeno desatado.

22 de enero de 2021

El arte de la prudencia

Doy por hecho que Pablo Iglesias no ha leído el “Arte de la prudencia”, esa maravillosa colección de consejos para desenvolverse en la vida con sensatez y cordura que nos dejó Baltasar Gracián, el genial escritor del Siglo de Oro. Últimamente, por razones desconocidas -aunque sospechemos cuáles son- se prodiga en declaraciones que, además de no perseguir ningún objetivo político concreto, levantan inútiles polémicas y dan oportunidad a los enemigos del gobierno a alzar la voz airadamente,  no contra él, por cierto, sino contra quien lo nombró vicepresidente segundo. Comparar la situación de Puigdemont con la de los exiliados republicanos tras acabar la guerra civil es una estulticia impropia de un profesor universitario y una comparación muy desmañada para proceder de un político en activo.

Supongo que lo que mueve al líder de Unidas Podemos a entrar en estas estériles polémicas es sacar pecho y no dejarse eclipsar por la sombra de los socialistas. Aunque también pudiera suceder que detrás de sus salidas de tono y de contexto sólo hubiera irreflexivas improvisaciones, ocurrencias del momento o pataletas de niño cabreado. Pero sean cuales fueran las razones que lo impulsan a salirse del guion de la prudencia política con tanta frecuencia, lo cierto es que lo único que consigue es un desgaste inútil para él, un desprestigio ante quienes lo votan y una alerta merecida entre los que ahora gobiernan España. A cambio, ni un solo rédito político.

Su proceder puede juzgarse desde muchos puntos de vista. Algunos pensarán que es un auténtico hombre de izquierdas, de los que no se muerde la lengua frente a las injusticias. Otros, que son cosas de Pablo Iglesias, del que ya se sabe que siempre va por libre. Sus adversarios lo tildarán de populista y de bolivariano o, algunos, incluso de enemigo de España. Yo, sin embargo, que procuro huir de los tópicos y de los estereotipos, me limitaré a opinar que lo que le ocurre al vicepresidente para asuntos sociales es fruto de una cierta inmadurez. No lo digo por su edad, sino por la rapidez con la que para él se han desarrollado los acontecimientos. Ha pasado en muy poco tiempo de docente a agitador de masas y, de aquí, a miembro del gobierno, lo que es posible que le haya provocado alguna carencia en las dotes que se requieren para desenvolverse en el difícil escenario de la política.

En cualquier caso, se juzgue como se juzgue, sus ocurrencias no favorecen en nada lo que dice defender. Las reformas sociales sólo se pueden realizar desde el gobierno. De manera que un político prudente debe ante todo evitar inútiles discusiones que pongan en peligro su continuidad al frente de las responsabilidades de gobierno. Fuera de éste, nada se puede hacer, sólo vociferar, como le sucede ahora a la oposición de derechas. Pero si continúa dando carnaza a sus adversarios, contribuirá a la pérdida de credibilidad de quien lo nombró para el cargo que ocupa y por tanto pondrá en peligro la puesta en marcha de los programas sociales que está llevando a cabo este gobierno. Una auténtica contradicción, un desatino que clama al cielo.

Yo le pediría a Pablo Iglesias la prudencia que aconsejaba Baltasar Gracián. Con ella posiblemente contribuiría con bastante más eficacia a conseguir los propósitos que proclama que lo mueven a estar en política. Es posible, no lo voy a negar, que se hablara menos de él. Pero le haría un favor enorme a la causa del progreso social.