31 de julio de 2019

María Cristina me quiere gobernar

El otro día -¡en qué estaría yo pensando!- me vino a la memoria aquel son cubano que se hizo tan popular a mediados del siglo pasado y cuyo título he elegido hoy para encabezar este artículo. El estribillo, si no recuerdo mal, era: “María Cristina me quiere gobernar/y yo le sigo le sigo la corriente/porque no quiero que diga la gente/que María Cristina me quiere gobernar”. Después continuaba con una simpática letanía: “Levántate Manuel/Y me levanto/Que vamos “pa” la playa/Allá voy/Que tírate a la arena/Y me tiro/Que quítate la ropa/Y me la quito/Que súbete en el puente/Y me subo/Que tírate en el agua/¿En el agua?/No, no, no, María Cristina/Que no, que no, que no/Ay, por qué?”

En política, para llegar al poder se pueden aceptar muchas cosas, pero nunca dejarse gobernar. Y mucho menos tirarse a las aguas siempre inciertas de la inestabilidad, porque uno podría ahogarse en ellas. No sólo nadie le echaría un salvavidas, sino que serían muchos los que contribuirían a que se hundiera aún más. Por eso, Pedro Sánchez ha tenido que decirle al señor Iglesias aquello de hasta aquí hemos llegado. Son lentejas. Sostener ahora, para justificar la inexplicable abstención de Podemos, que los negociadores socialistas se cerraron en banda a sus propuestas de colaboración es, cuando menos, faltar a la verdad. Y cuando más un relato falso.

Podemos, una vez más, ha frustrado -al menos de momento- las expectativas de los progresistas de nuestro país, que veían con esperanza una legislatura con posibilidad de avanzar en el terreno de los derechos humanos y que contemplaban cuatro años por delante que permitieran la recuperación de lo perdido durante los seis últimos años para después seguir avanzando. Pero la obcecación, el rencor de una izquierda radical que nunca perderá de vista el “sorpasso” a los socialistas, ha podido más que la lógica política. El afán de protagonismo de unos líderes que observan con preocupación que cada vez son menos los que confían en la utilidad de su izquierdismo radical les ha llevado a paralizar por unos meses el proyecto de la izquierda moderada. En definitiva, y sin tapujos, a defraudar a las clases menos favorecidas, que según dicen son su única preocupación. ¡Qué desatino! ¡Qué contrasentido!

He oído decir que el PSOE ha traicionado a los que consiguieron que Pedro Sánchez ganara las elecciones. Según esta teoría, el partido socialista habría obtenido los resultados que obtuvo gracias al voto de censura, olvidando por completo que si éste prosperó fue gracias a que, salvo PP y Ciudadanos, la representación soberana del pueblo español decidió acabar con la insoportable corrupción de los que entonces gobernaban, puesta de manifiesto mediante sentencia judicial. Por eso, decir ahora que el PSOE debería haber “compensado” el apoyo recibido no tiene ningún sentido político. Forma parte de unos argumentos que intentan justificar lo injustificable. La política no es un intercambio de cromos. La política es realismo, no olvidar nunca el contexto que nos rodea ni perder de vista la globalidad en la que se está inmerso.

No sé si habrá o no repetición de elecciones. Pero si tiene que haberla que la haya. Es muy posible que para entonces el confuso panorama se haya clarificado y los colegios electorales nos pillan a todos muy cerca de casa .

27 de julio de 2019

¿Ha oído, señoría? Es la ultraderecha

Algunos de los más preclaros dirigentes de Ciudadanos empiezan a abandonar el barco. Si uno observa la stuación con detenimiento, son aquellos cuyas altas en este partido llamaron la atención desde el primer momento, porque  sus discursos políticos desentonaban en la coreografía naranja. Supongo que, como les ha sucedido a tantos españoles bienintencionados, al principio creyeron en la autenticidad de las intenciones regeneradoras que lanzaba su fundador y confiaron en la idea de conformar un partido de centro que pudiera acoger a la derecha moderada de nuestro país, muy desorientada a causa de la deriva corrupta del Partido Popular. Y supongo también que, aunque llevaran algún tiempo recelando del cambio de rumbo del partido al que se habían sumado, les ha costado aceptar que aquel proyecto se desviaba día a día sigificativamente de las intenciones iniciales.

En el fondo de todas estas deserciones está la obstinación casi infantil de Albert Rivera en no permitir la investidura de Pedro Sánchez, ni siquiera mediante la abstención en la segunda vuelta. Por un lado Ciudadanos acusa al candidato de pactar con los separatistas y con los populistas y hasta con los terroristas, y por otra le obstaculiza el paso para que pueda gobernar libre de ataduras. Una actitud tan falta de sentido por parte de su presidente que, como le oí decir a Felipe González en una ocasión, habría que recomendarle que se retirara un rato al rincón de pensar. Estas terquedades de adolescente consentido y caprichoso no ayudan en nada a la credibilidad de quien las ejerce.

Pero no es sólo eso. Están también los pactos con la extrema derecha, cada vez más descarados. Desde la bochornosa foto de Colón, el señor Rivera ha intentado manipular la realidad con falsedades absolutas o ridículas medio verdades. Su afán por superar en votos al PP les está haciendo perder el norte político, hasta el punto de no ser conscientes de que hasta ahora sus votantes procedían de la moderación, electores que en buena proporción nunca verán con buenos ojos a los que se escandalizan por la sentencia de "la manada"o insultan con epítotos de cuatro letras a una ministra. A esos, en Europa, los partidos democráticos les niegan el pan y la sal. En Francia nadie hubiera aceptado que Macron se apoyara en Le Pen, ni en la república alemana que Angela Merkel gobernara con el apoyo de Alternativa para Alemania. Claro que tanto el presidente francés como la canciller alemana son acreditados demócratas.

Albert Rivera y ahora Inés Arrimadas, su inseparable sombra, se han quemado tanto en la condena del adversario político que les cuesta mucho recular. Se ven tan comprometidos con sus propias estrategias que no pueden salir de la vía muerta en la que se han metido. Yo supongo que los dirigentes del PP se estarán frotando las manos ante tanta adversidad sobrevenida a sus teóricos aliados, porque en realidad son sus rivales. De la misma manera que imagino que en Vox, partido al que cada día los pactos con la derecha les da más visibilidad, se contemplarán las cuitas de la formación naranja con cierto regocijo.

Ciudadanos, a mi entender, se ha equivocado de estrategia. Pudo haber echado el freno a su desvarío nada más conocerse los resultados de las elecciones generales y haber entendido que los españoles habían señalado un  ganador. Pero su fijación “sorpassiana” los ha puesto contra las cuerdas, la peor de las situaciones que se pueden dar en el boxeo.

Para el viaje que ha emprendido el señor Rivera no se necesitan esas alforjas, porque el país ya contaba con un partido de derecha conservadora que se llamaba PP ¿Qué necesidad había de sacarse otro de la manga?  Sólo, digámoslo con claridad, el afán de protagonismo mesiánico, dicho sea en sentido figurado.

23 de julio de 2019

El dinero no vale nada

En la empresa donde trabajé a lo largo de tantos años -multinacional americana donde las haya- nos referíamos con frecuencia al concepto precio-rendimieno mediante el anglicismo price-performance, un índice económico que expresaba -y sigue expresando- la mayor o menor adecuación del precio de cualquier producto a sus prestaciones. Si un bien o un servicio dispone de un buen price-performance significa que su precio está perfectamente justificado por la calidad de sus prestaciones, lo que no quiere decir en absoluto que el producto en cuestión cueste poco dinero.

Empiezo con esta divagación “anglotecnicista” para entrar en una materia que me llama la atención, lo poco que algunas personas tienen en cuenta el concepto price-performance a la hora de administrar sus gastos personales. Observo que son muchos los que valoran el precio sin tener en cuenta el rendimiento, como si el dinero fuera la medida universal de la calidad de vida o como si las prestaciones les trajeran al pairo. Para estas personas la mayor o menor bondad de la calidad de lo que compran o disfrutan no existe; o existe pero no la tienen en cuenta. Según su criterio, lo importante es gastar cuanto menos mejor. Si el precio es bajo, qué más da lo que te dan a cambio.

Otros consumidores, sin embargo, buscan la calidad primero y analizan después el precio. Si éste está justificado -y por supuesto si su capacidad adquisitiva lo permite-, adelante con la compra. Son formas distintas de ver las cosas, tan respetable la de los que sólo miran el precio como la de los que no pierden de vista en ningún momento el price-performance de lo que adquieren. Doy por hecho que en los dos casos se mueven dentro de sus limitaciones presupuestarias, tanto en el de los “absolutistas del dinero” como en de los “relativistas de la calidad”. Salirse del presupuesto disponible es otra historia que nada tiene que ver con mi reflexión de hoy y que merecería un análisis muy distinto.

Como yo soy en cierto modo de los segundos, me pregunto por qué algunos, cuando nos metemos en gastos, relativizamos el valor del dinero. En mi caso no siempre ha sido así. En otras etapas de mi vida, cuando todavía me quedaba mucho tiempo de vida por delante -al menos en teoría- un prudente instinto de guardar para el mañana me recomendaba contar las monedas más que doña Carmen las perlas y las vueltas de los collares que le regalaban. Ignoraba el price-performance, porque lo importante era ahorrar. Si lo ahorrado seguía aumentando, que más daba que el hotel no dispusiera de buenas vistas o las camisas fueran incluseras. Qué importacia tenía la marca del vino que bebía o si eran gulas del norte o angulas de Aguinaga.

Pero el tiempo, el inexorable cronos, modifica los comportamientos. Por lo menos eso es lo que a mí me ha sucedido con el price-performance, que de ser un aburrido índice que tenía que utilizar con frecuencia para valorar las ofertas económicas se ha convertido en una especie de guía que me indica, con no poca precisión, si estoy gastando bien mi dinero. Y es lógico que ahora sea así, porque para qué guardar  si además lo que guardara no sería demasiado.

Que nadie vaya a pensar, sin embargo, que a los que así pensamos nos gusta derrochar, porque se equivocaría. Lo que buscamos es vivir con calidad de vida, sacarle al dinero el máximo rendimiento posible, no pasar tramojo, -como dice un buen amigo mío- y disfrutar de la vida sin demasiadas restricciones. Pero eso sí, dentro siempre de nuestras limitaciones presupuestarias.

18 de julio de 2019

Todo es según el color del cristal con que se mira

Aunque hoy no tocaba, porque entre otras cosas tenía un borrador en su punto óptimo de cocción -al que quería dar suelta enseguida por aquello de que a veces si uno no está atento el tiempo le tritura los temas-, al oír las últimas noticias sobre la marcha de las negociaciones entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias he dejado a un lado mi intención inicial, he abierto el ordenador y me he puesto a escribir sobre la opinión que me merece un asunto que hubiera preferido soslayar, al menos de momento. Ya he explicado aquí en alguna ocasión que a mí el blog me sirve de oportuna válvula de escape para que no me explote la caldera de las reflexiones. O la de las irreflexiones, porque a veces no tengo claro si reflexiono o “irreflexiono”.

El secretario general del partido socialista lo puede decir más alto pero no más claro. No quiere que nadie le imponga ministros. Y una idea tan sencilla como esa no parece que se capte en la otra orilla de las negociaciones entre PSOE y Unidas Podemos; o se capta en toda su realidad pero no se acusa recibo.  La matraca continúa, por cierto con gran regocijo de las derechas, que se frotan las manos pensando en el más que posible fiasco de la investidura de Pedro Sánchez, un político al que han convertido en el mantra que mitiga todos sus desasosiegos.

Supongo que en un asunto como éste habrá más opiniones que colores tiene el arco iris, porque, como dijo Ramón de Campoamor, “y es que en el mundo traidor, nada hay verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira”.  Yo tengo la mía y la voy a dar, aunque no sea la primera vez que la exponga en estas páginas. Son mis argumentos, es el color de mi cristal y por tanto como yo lo veo.

Quien va a formar gobierno es el representante de una izquierda moderada, cuyo pensamiento coincide en muchos temas de caracter social con el de la izquierda radical que encarna Pablo Iglesias, pero que discrepa en muchos otros, fundamentalmente en aquellos que se denominan de Estado. Digo discrepa, pero debería ser más contundente: mantiene posiciones completamente divergentes e irreconciliables. Y el gobierno que surja de estas elecciones deberá enfrentarse a conflictos de esta índole, entre ellos el de Cataluña, sobre el que Pablo Iglesias continúa hablando de presos políticos y de referendos de autodeterminación. Si en asuntos tan trascendentales como son éstos no se está de acuerdo, difícilmente se puede coincidir en el Consejo de Ministros.

A veces tengo la sensación de que el líder de Podemos no ha querido oír desde el primer momento las ofertas de colaboración que le han hecho desde el PSOE, quizá porque los resultados de las pasadas elecciones lo dejaron tan tocado políticamente que necesite el bálsamo de la visibilidad, y para ello qué mejor que considerarse a sí mismo ministrable. Podría llegar a entenderlo desde un plano personal, pero nunca desde el político. Se está equivocando una vez más, lo que sucede es que en esta ocasión es posible que suponga para él un auténtico suicidio. Y de paso para su partido.

Pase lo que pase –y me temo lo peor- la pertinaz insistencia en formar parte del gobierno, los oídos sordos a las ofertas de colaboración y el estilo de rabieta que está utilizando le van a pasar factura. Lamento decirlo, pero tengo la sensación de que Pablo Iglesias se ha estancado en su obcecación y puede que termine sirviendo en bandeja el futuro inmediato de España al tripartito de derechas. Los suyos ya han apuntado maneras en La Rioja.

Ojalá me equivoque.

12 de julio de 2019

La Historia también miente

Durante algún tiempo creí a cierra ojos aquello de que hubo un pasado –la Edad Media en concreto- a través del cual las tres principales religiones monoteístas –cristiana, judía y musulmana- convivían sin fricciones, en perfecta e idílica armonía. La Historia ha presentado la tolerancia entre las creencias durante aquella época como un ejemplo de comportamiento cívico a imitar y los analistas sociales modernos se apoyan en esa supuesta realidad pretérita para contrastarla con la creciente tensión que hoy se observa entre los diferentes credos religiosos. Pero la realidad fué muy distinta de la que retrata el bondadoso cuadro de convivencia entre las tres culturas religiosas. La intolerancia, la animadversión e incluso la hostilidad abierta en forma de guerras despiadadas siempre han estado presentes entre los creyentes de las principales religiones y mucho más entre sus jerarquías eclesiásticas. Que en ocasiones se hayan visto obligadas a cohabitar el mismo territorio no quiere decir que hubiera buen entendimiento. Por eso precisamente se inventaron los guetos.

La pregunta que uno debería hacerse es por qué las cosas han sido y siguen siendo así. Sé que alrededor de un asunto tan complejo como es éste existen infinidad de concienzudos estudios y pormenorizados análisis, de manera que osar yo ahora a expresar mi opinión puede resultar, no sólo temerario, también presuntuoso. Pero como tengo mi propio criterio me liaré a la cabeza la manta del atrevimiento o, si se prefiere, me pondré en los ojos la venda de la audacia y trataré de explicarme. En cualquier caso -quede claro- me voy a limitar a entrar en el terreno humano, porque hacerlo en el divino sería miel de otro panal.

Las religiones toman forma de colectivos humanos sometidos a una ferrea disciplina, tanto en lo material como en lo espiritual. Además, quienes administran esa obediencia viven por cuenta del mayor o menor número de seguidores de los preceptos en los que se base la creencia en concreto. La convivencia entre creyentes de distintos credos fomenta el transfuguismo en uno u otro sentido –las llamadas conversiones-, de manera que nada tiene de particular que para no perder “fieles” la jerarquía anatemice a los “infieles”. Anatemice, en el mejor de los casos, o elimine en tantos otros que son bien conocidos.

Por otro lado las religiones se basan en la Verdad –con mayúscula-, aunque existan tantas verdades como religiones. Y cuando se está en posesión de la verdad es difícil no mirar con recelo y desconfianza al equivocado, a la oveja descarriada. Si no acepta que lo que yo creo es indiscutible, siendo como es la única e inexorable verdad, no puedo fiarme. Mejor será que me aparte de él o, mucho más práctico, que lo aparte a él de mí.

Ni a la jerarquía ni a la feligresía de ninguna de las religiones les gusta la convivencia con las otras. Prefieren el aséptico aislamiento, las barreras infranqueables o, como ahora gusta decir, los cordones sanitarios, un estado de cosas protector de la propia identidad que, tal y como nos enseña la experiencia, con facilidad se desliza hacia el enfrentamiento y la hostilidad, hacia la guerra sin cuartel o hacia el terrorismo.

Si añadiéramos a todo lo anterior la intervención de los poderes públicos, siempre en interesada connivencia con la religión dominante, la explicación de la permanente animadversión entre creencias religiosas estaría servida. En muchas ocasiones ni siquiera es precisa la intervención de creyentes y jerarquías, porque son los poderes públicos los que se encargan de lo que pudiéramos denominar el juego sucio. Es mucho menos comprometedor para las iglesias que sean los gobernantes los que pongan orden, los que aislen a los enemigos de los amigos. 

Por eso digo que la Historia también miente, por mucho respeto que yo le tenga, que se lo tengo.

8 de julio de 2019

Ambiciones desmedidas

La Academia de la Lengua define la palabra ambición como el deseo ardiente de conseguir poder, riqueza, dignidades o fama. Si lo dejáramos así, en la escueta definición académica, es muy posible que alguno considerara que ser ambicioso no es tan malo. Podría incluso llegar a contemplar la ambición como una virtud, porque las personas que carecen de ella pueden llegar a convertirse en seres acomodaticios, en pasotas como ahora gusta decir, sin ganas de hacer nada útil en la vida. Por eso las palabras, para que se entienda bien el significado que se les quiere dar en cada momento, necesitan ser adjetivadas. De lo que pretendo hablar en estas líneas es de la ambición desmedida.

A muchos de los líderes de hoy se les llena la boca con expresiones grandilocuentes, entre las que no puede faltar la palabra patria. En vez de políticos semejan predicadores de una doctrina sacrosanta en la que los conceptos etéreos y difusos constituyeran su núcleo fundamental. No son capaces de descender a lo concreto, a lo cotidiano, a lo que realmente preocupa a los ciudadanos. Su ambición desmedida les nubla las entendederas y los convierte en loros repetidores de eslóganes fáciles y manidos, de frases que a ellos les parecen de gran calado ideológico, cuando en realidad no son más que subterfugios para disimular la ignorancia aguda que padecen. Han llegado a la cumbre de sus partidos gracias a la elocuencia, a la facilidad de palabra, y para qué descender al terreno de lo concreto. Lo suyo es la oratoria, cuanto más sonora y redonda mejor, pero apoyada, eso sí, en temas que no susciten rechazo. Lo concreto, lo del día a día ya es otra cosa, porque en ese terreno se puede patinar con suma facilidad.

Los ambiciosos desmedidos además buscan atajos. No se conforman con el ritmo normal de las cosas, con la consolidación progresiva de las posiciones alcanzadas. Se ven impelidos a la vehemencia, se vuelven ansiosos,  no se andan con demasiados miramientos, no sea que otros les  pisen el terreno y los arrojen a la cuneta. En definitiva, se convierten en parlanchines, en marionetas movidas por los hilos de sus propios anhelos. Se ven reyes en el tablero del ajerez, cuando no son más que peones.

Por si fuera poco, los ambiciosos desmedidos miran de frente con fijeza, pero no pierden detalle de sus flancos, porque sabido es que por ahí es por donde llegan las emboscadas más peligrosas. No se fían ni de su sombra. Recelan de todo el que se mueva a su alrededor, no vaya a superarles en ambición. Si hace falta dan cozazos y patadas y lanzan exabruptos, a veces incluso fuera del tono que les enseñaron sus educadores. Pero es que practican aquello de insulta que algo queda.

Supongo que a estas alturas de esta deshilvanada reflexión alguno estará pensando que no tardaré en poner nombres. Pero no lo voy a hacer, porque hoy prefiero que sean mis amigos lectores los que los pongan. Por supuesto que los tengo en la cabeza y no son ni uno ni dos sino algunos más. Sin embargo, como estoy convencido de que los nombres de mis ambiciosos desmedidos no coincidirán con los de algunos de los que lean estas líneas, aquí me quedo hoy. De esa manera quizá induzca a meditar. Pero sobre todo evito problemas.

4 de julio de 2019

Por qué sigo escribiendo

El título que hoy he elegido no es una pregunta que me haga a mí mismo, sino la manera de introducir una reflexión que ya he traído aquí en alguna ocasión y en la que hoy, a la vista de algún amable comentario que me ha llegado “a micrófono cerrado”, voy a insistir. Escribo para expresar mis propias ideas sobre el mundo que me rodea, mi personal percepción acerca de las personas y de las cosas, pero no con la intención de convencer a nadie. Simplemente lo hago para expresar por escrito lo que expresaría de palabra si estuviera hablando con uno y cada uno de los que leen lo que escribo. Por eso, no pretendo aportar nada en el sentido de presentar datos que contribuyan a cambiar las ideas de los demás. Para eso hubiera elegido otro camino, me hubiera convertido en político de los de ahora, en predicador de púlpito de los de siempre o en mercachifle de feria de los de ayer hoy y mañana, profesiones para las que reúno condiciones sobradas, a la vista de lo que se estila.

Otra cosa es que se coincida o no con mis percepciones, porque afortunadamente no todos tenemos la misma apreciación sobre los temas opinables. Cada uno de nosotros ha desarrollado su propio mundo interior, tanto en ideas como en anhelos, de la misma manera que no hay dos personas que se deleiten con los mismos prejuicios. Ya lo dije en alguna ocasión, yo soy yo y mis manías.

No ignoro que la lectura sitúa al lector en inferioridad de condiciones frente al  escritor. Las ideas de este último, equivocadas o acertadas, quedan ahí, inamovibles sobre el papel o sobre la pantalla, mientras que el primero no puede expresar el desacuerdo, al menos de momento. Por eso, insisto, que nadie se dé por aludido cuando lea mis opiniones. Son sólo eso, el producto de una de las infinitas posiciones que se puedan adoptar sobre un tema determinado. Lo que sucede es que son la mías y yo he decidido explicárselas por escrito a mis amigos.

Acabo de enterarme de la muerte de Arturo Fernández, el desenfadado galán del cine español. Como consecuencia ha llegado hasta mí una de sus declaraciones, aquella de que mientras la chaqueta le sentara bien seguiría sobre los escenarios. Pues bien, yo, en otro orden de cosas, seguiré escribiendo en este blog mientras sea capaz de hilvanar ideas y mientras la pereza no me venza. Y continuaré haciéndolo sin pretensiones de aportar nada

1 de julio de 2019

Lo que no puede ser no puede ser y además es imposible

A mí las declaraciones de algunos ministros en funciones advirtiendo de que Pedro Sánchez está dispuesto, si no obtuviera la investidura en las dos primeras votaciones, a convocar elecciones sin esperar a que transcurran los dos meses que le concede la ley electoral, no me han parecido amenazas sino el reconocimiento de una realidad indiscutible, la de que dada la actitud de sus potenciales aliados no cuenta con mayoría suficiente para gobernar. Si Podemos no está dispuesto a apoyarle sin renunciar a la exigencia de que acepte en el gobierno ministros de este partido, volvamos a las urnas y a quien Dios se la dé San Pedro se la bendiga. Insisto, tales avisos, desde ni punto de vista,  no son amenazas sino la consecuencia de un hecho incontrovertible, que con estas premisas no es posible gobernar.

La investidura de un presidente de gobierno es condición sine qua non para gobernar, pero no garantiza en absoluto la gobernabilidad. Y lo que está sucediendo estos días con las pretensiones de Podemos, fundamentadas en la desconfianza hacia los socialistas, demuestra claramente que con un gobierno de coalición estaríamos abocados a la inestabilidad permanente. Si Pedro Sánchez cediera ante la presión de Pablo Iglesias, además de perder otros apoyos, y por tanto seguir sin la mayoría que necesita para gobernar, la investidura conduciría a un equilibrio inestable imposible de manejar con éxito. Esto es tan evidente, que no hay que ser demasiado sagaz ni gozar de grandes dotes intelectuales para reconocerlo. Es de Perogrullo.

La oportunidad de la izquierda se está perdiendo entre personalismos, tacticismo a corto plazo e intentos de seguir montado en el machito a costa de lo que haga falta. Tratar de imponer un gobierno de izquierda radical es en estos momentos un auténtico contrasentido, porque las urnas no sostienen tal pretensión. La izquierda que ha ganado las elecciones no es la que representa Pablo Iglesias, quien debería aceptar la oferta que Pedro Sánchez le ha hecho en público –y supongo que también en privado- de considerarlo un socio preferente y apoyar la investidura sin tantos aspavientos. Pero lo que no debe hacer es intentar manejar la política española durante los cuatro próximos años, porque los resultados han sido los que han sido, le guste o no le guste al secretario general de Unidas Podemos.

Pero ante la cerrazón no cabe otra actitud que la del realismo. Si Pedro Sánchez no puede gobernar en minoría con apoyos de uno u otro lado según el tema que se trate en cada momento, volvamos a las urnas, por mucha pereza que nos dé. La derecha ha establecido la estrategia del no es no, lo que a nadie puede sorprender. Pero que la izquierda radical dinamite un proyecto progresista, porque la intensidad del mismo no sea la que a ellos les hubiera gustado, es un auténtico esperpento, un sinsentido que nunca le perdonarán los progresistas de este país, ni siquiera los suyos.

Así no se puede, como escribí hace unos días en estas páginas, pero además es imposible, como parece ser que dijo el torero Rafael Guerra en una ocasión.