8 de julio de 2019

Ambiciones desmedidas

La Academia de la Lengua define la palabra ambición como el deseo ardiente de conseguir poder, riqueza, dignidades o fama. Si lo dejáramos así, en la escueta definición académica, es muy posible que alguno considerara que ser ambicioso no es tan malo. Podría incluso llegar a contemplar la ambición como una virtud, porque las personas que carecen de ella pueden llegar a convertirse en seres acomodaticios, en pasotas como ahora gusta decir, sin ganas de hacer nada útil en la vida. Por eso las palabras, para que se entienda bien el significado que se les quiere dar en cada momento, necesitan ser adjetivadas. De lo que pretendo hablar en estas líneas es de la ambición desmedida.

A muchos de los líderes de hoy se les llena la boca con expresiones grandilocuentes, entre las que no puede faltar la palabra patria. En vez de políticos semejan predicadores de una doctrina sacrosanta en la que los conceptos etéreos y difusos constituyeran su núcleo fundamental. No son capaces de descender a lo concreto, a lo cotidiano, a lo que realmente preocupa a los ciudadanos. Su ambición desmedida les nubla las entendederas y los convierte en loros repetidores de eslóganes fáciles y manidos, de frases que a ellos les parecen de gran calado ideológico, cuando en realidad no son más que subterfugios para disimular la ignorancia aguda que padecen. Han llegado a la cumbre de sus partidos gracias a la elocuencia, a la facilidad de palabra, y para qué descender al terreno de lo concreto. Lo suyo es la oratoria, cuanto más sonora y redonda mejor, pero apoyada, eso sí, en temas que no susciten rechazo. Lo concreto, lo del día a día ya es otra cosa, porque en ese terreno se puede patinar con suma facilidad.

Los ambiciosos desmedidos además buscan atajos. No se conforman con el ritmo normal de las cosas, con la consolidación progresiva de las posiciones alcanzadas. Se ven impelidos a la vehemencia, se vuelven ansiosos,  no se andan con demasiados miramientos, no sea que otros les  pisen el terreno y los arrojen a la cuneta. En definitiva, se convierten en parlanchines, en marionetas movidas por los hilos de sus propios anhelos. Se ven reyes en el tablero del ajerez, cuando no son más que peones.

Por si fuera poco, los ambiciosos desmedidos miran de frente con fijeza, pero no pierden detalle de sus flancos, porque sabido es que por ahí es por donde llegan las emboscadas más peligrosas. No se fían ni de su sombra. Recelan de todo el que se mueva a su alrededor, no vaya a superarles en ambición. Si hace falta dan cozazos y patadas y lanzan exabruptos, a veces incluso fuera del tono que les enseñaron sus educadores. Pero es que practican aquello de insulta que algo queda.

Supongo que a estas alturas de esta deshilvanada reflexión alguno estará pensando que no tardaré en poner nombres. Pero no lo voy a hacer, porque hoy prefiero que sean mis amigos lectores los que los pongan. Por supuesto que los tengo en la cabeza y no son ni uno ni dos sino algunos más. Sin embargo, como estoy convencido de que los nombres de mis ambiciosos desmedidos no coincidirán con los de algunos de los que lean estas líneas, aquí me quedo hoy. De esa manera quizá induzca a meditar. Pero sobre todo evito problemas.

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