12 de julio de 2019

La Historia también miente

Durante algún tiempo creí a cierra ojos aquello de que hubo un pasado –la Edad Media en concreto- a través del cual las tres principales religiones monoteístas –cristiana, judía y musulmana- convivían sin fricciones, en perfecta e idílica armonía. La Historia ha presentado la tolerancia entre las creencias durante aquella época como un ejemplo de comportamiento cívico a imitar y los analistas sociales modernos se apoyan en esa supuesta realidad pretérita para contrastarla con la creciente tensión que hoy se observa entre los diferentes credos religiosos. Pero la realidad fué muy distinta de la que retrata el bondadoso cuadro de convivencia entre las tres culturas religiosas. La intolerancia, la animadversión e incluso la hostilidad abierta en forma de guerras despiadadas siempre han estado presentes entre los creyentes de las principales religiones y mucho más entre sus jerarquías eclesiásticas. Que en ocasiones se hayan visto obligadas a cohabitar el mismo territorio no quiere decir que hubiera buen entendimiento. Por eso precisamente se inventaron los guetos.

La pregunta que uno debería hacerse es por qué las cosas han sido y siguen siendo así. Sé que alrededor de un asunto tan complejo como es éste existen infinidad de concienzudos estudios y pormenorizados análisis, de manera que osar yo ahora a expresar mi opinión puede resultar, no sólo temerario, también presuntuoso. Pero como tengo mi propio criterio me liaré a la cabeza la manta del atrevimiento o, si se prefiere, me pondré en los ojos la venda de la audacia y trataré de explicarme. En cualquier caso -quede claro- me voy a limitar a entrar en el terreno humano, porque hacerlo en el divino sería miel de otro panal.

Las religiones toman forma de colectivos humanos sometidos a una ferrea disciplina, tanto en lo material como en lo espiritual. Además, quienes administran esa obediencia viven por cuenta del mayor o menor número de seguidores de los preceptos en los que se base la creencia en concreto. La convivencia entre creyentes de distintos credos fomenta el transfuguismo en uno u otro sentido –las llamadas conversiones-, de manera que nada tiene de particular que para no perder “fieles” la jerarquía anatemice a los “infieles”. Anatemice, en el mejor de los casos, o elimine en tantos otros que son bien conocidos.

Por otro lado las religiones se basan en la Verdad –con mayúscula-, aunque existan tantas verdades como religiones. Y cuando se está en posesión de la verdad es difícil no mirar con recelo y desconfianza al equivocado, a la oveja descarriada. Si no acepta que lo que yo creo es indiscutible, siendo como es la única e inexorable verdad, no puedo fiarme. Mejor será que me aparte de él o, mucho más práctico, que lo aparte a él de mí.

Ni a la jerarquía ni a la feligresía de ninguna de las religiones les gusta la convivencia con las otras. Prefieren el aséptico aislamiento, las barreras infranqueables o, como ahora gusta decir, los cordones sanitarios, un estado de cosas protector de la propia identidad que, tal y como nos enseña la experiencia, con facilidad se desliza hacia el enfrentamiento y la hostilidad, hacia la guerra sin cuartel o hacia el terrorismo.

Si añadiéramos a todo lo anterior la intervención de los poderes públicos, siempre en interesada connivencia con la religión dominante, la explicación de la permanente animadversión entre creencias religiosas estaría servida. En muchas ocasiones ni siquiera es precisa la intervención de creyentes y jerarquías, porque son los poderes públicos los que se encargan de lo que pudiéramos denominar el juego sucio. Es mucho menos comprometedor para las iglesias que sean los gobernantes los que pongan orden, los que aislen a los enemigos de los amigos. 

Por eso digo que la Historia también miente, por mucho respeto que yo le tenga, que se lo tengo.

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