28 de enero de 2024

La fachosfera

 

Quien me conoce sabe que me gusta coleccionar palabras nuevas. El neologismo que hoy he escogido como título de este artículo lo leí el otro día en un artículo y me llamó la atención. El vocablo “fachosfera” contiene todos los datos necesarios para deducir su significado: facho de facha o fascista y esfera de ámbito de aplicación. No está, que yo sepa, todavía aceptado por la Academia, pero tal y como van las cosas no creo que tardemos mucho en verlo en los diccionarios.

A mí, además de llamarme la atención esta ocurrencia lingüística, me parece muy útil para describir ese mundo al que hace referencia, el de la derecha radical, una manera de pensar y comportarse con tantos componentes que no es fácil resumir. Porque los que pertenecen a la “fachosfera”, no sólo son conservadores, sino que reúnen un conjunto de características que los hace inconfundibles. Veamos.

Hablan de paguitas cuando se refieren a las ayudas sociales. Les encantan las romerías, no importa el santo o la virgen o la ermita. Dicen que los inmigrantes transmiten enfermedades o quitan puestos de trabajo o importan delincuencia. Cuando hablan de otras razas distintas de la suya, utilizan expresiones despectivas.  Los subsaharianos son negros. Los magrebíes, moros. Los latinoamericanos, sudacas o panchitos. Además, los homosexuales son maricones o sarasas o invertidos, cuando no enfermos. Los feministas, machorros. La tauromaquia, un arte excelso, no importa ni el maltrato animal ni la exposición del torero a la muerte como quintaesencia del espectáculo. El País, un periódico comunista. La Sexta, al borde de la revolución bolchevique. La SER, una escuela de anarquistas. Los manifestantes, un atajo de terroristas. Suma y sigue.

Pero con este nuevo vocablo se ahorran descripciones. Con decir que pertenece a la “fachosfera” está todo resumido. Para qué gastar más tinta.

Si la “fachosfera” se va ampliando poco a poco, es porque, entre otras cosas, constituye una especie de válvula de escape de las frustraciones. No hay mejor desahogo que el que brindan los estereotipos cuando se utilizan como peleles inertes. Ya lo dice el proverbio, caña al mono. No sé si será verdad, o sólo una leyenda urbana, pero me han dicho que en algunas empresas japonesa les dejan a los empleados unos muñecos de trapo para que les den patadas y puñetazos, mientras piensan  que se trata de un jefe en concreto.

La “fachoesfera” tiene muchos peleles imaginarios donde elegir. Políticos, medios de comunicación, tendencias sexuales, razas, inmigrantes, feministas. Sin embargo, carece de convicciones propias. Los que pertenecen a ella son “anti” de todo aquello que les suene a progreso, una palabra que por cierto para ellos es como mentar la bicha.

Sí: la “fachosfera” existe, como existe la estratosfera y la litosfera,

24 de enero de 2024

Recuerdos olvidados 4. La visita al catedrático

 


Cuando terminé el curso de Preuniversitario, no tenía claro qué carrera quería estudiar. A veces pensaba que me gustaría licenciarme en Derecho, para después opositar para notario o para registrador de la propiedad o para otra de esas profesiones que se me antojaban de postín. Sin embargo, la insistencia de mi padre en que me matriculara en alguna ingeniería era tan grande, que me veía incapaz de ignorar sus deseos. Tenía la sensación de que me atraían más las palabras que las máquinas, la lengua que la física, aunque no estaba muy seguro de que aquello fuera cierto. Me debatía en la indecisión.

Al final me di por vencido y decidí hacer caso a la insistencia paterna, pero no tenía ni idea de qué rama de ingeniería elegir. Un día mi madre me dijo que un primo suyo, al que yo no conocía, era ingeniero agrónomo y, además, catedrático de la Escuela de Madrid, y me propuso que le hiciéramos una visita.

El portal de aquella casa, en la calle del Príncipe de Vergara -entonces del General Mola-, me pareció suntuoso. Nos abrió la puerta una doncella uniformada y con cofia, algo que ya por aquellos tiempos era difícil de ver. Nos acompañó a una sala de espera, un cuarto de estar amueblado con sabor clásico, pesadas cortinas estampadas, butacones tapizados con un intenso color carmesí y cuadros de firma en las paredes. Una gran lámpara en el techo, a esas horas de la tarde apagada, imponía su presencia. Mi madre y yo nos miramos con gestos de complicidad, los de ella trasluciendo la satisfacción que sentía al observar los signos de confort de la casa de su primo, los míos entre sorprendidos y algo impresionados.

La visita, que duró casi una hora, se centró en la elección de mi futura carrera. No hubo tiempo para hablar de otras cosas, salvo alguna cortés pregunta acerca de las respectivas familias.

-Qué quieres que te diga -me dijo el primo de mi madre, sonriente-. A mí me ha ido muy bien. Eres tú el que tienes que valorar tu capacidad y tus ganas. No voy a negarte que la carrera es dura y larga. Dos cursos previos selectivos para ingresar, que la mayoría de los alumnos los aprueban en tres o cuatro años, y luego, si consigues superarlos, cinco de carrera. Eso sí, tal y como están las cosas hoy en día, te puedo asegurar que todo el mundo sale colocado.

Aquella visita sirvió para sacarme de la incertidumbre. Como me daba lo mismo Caminos que Industriales que Navales que Aeronáuticos o que Montes, ¿por qué no Agrónomos? Con 17 años recién cumplidos, por muy mal que se me dieran las cosas, a los 24 o a los 25 sería ingeniero. Después, Dios diría.

A lo largo de mi vida me ha acordado muchas veces de aquella visita con mi madre. Marcó un hito en mi existencia, porque, aunque nunca ejercí como ingeniero agrónomo, gracias al título obtenido tras aquella decisión me coloqué, nada más acabar la carrera, en una empresa que nada tenía que ver con la agricultura, IBM, una multinacional americana líder en el mundo de la informática, lo que por supuesto me obligó a un reciclaje total.

El carrusel de la vida da muchas vueltas. Hay veces, y creo que éste es un buen ejemplo, que más vale dejarse llevar por las circunstancias, por los vientos que soplan, que empeñarse en hacer caso a tus impulsos, sobre todo cuando éstos tampoco tienen demasiada consistencia. En mi caso, como insinuaba el primo de mi madre, nunca he encontrado ninguna razón para arrepentirme de aquella elección. Aunque no veía el camino que entonces emprendía, ya sabemos que éste se hace al andar.

19 de enero de 2024

No es un laberinto, es democracia

 

El otro día le oí decir a Núñez Feijóo que Pedro Sánchez se había metido en un laberinto, refiriéndose a las dificultades que tiene el gobierno para sacar adelante sus propuestas parlamentarias. Lo decía -dentro de la retahíla de improperios y descalificaciones que suele prodigar al presidente- a propósito de las negociaciones con Junts para que apoyara los decretos ley que se aprobaron hace unos días en el Congreso.

Supongo que cuando se acaban los argumentos, cuando a tu gabinete no le da tiempo de idear nuevas acusaciones, hay que acudir a las ya utilizadas hasta la saciedad, como es el hecho de que el dibujo parlamentario presente serias dificultades a la hora de gobernar, algo que sabemos todos desde el día siguiente al de las elecciones, cuando conocimos la composición de las Cortes. Lo que no dice Núñez Feijóo es que este parlamento le otorgó al señor Sánchez la investidura y, que, a pesar de su “laberíntica” composición, aprobó hace unos días dos de los tres decretos que se sometían a debate.

Lo sabemos, no hace falta que lo diga Núñez Feijoo. Esta legislatura no va a ser cómoda para el gobierno, ni mucho menos. Pero resulta que las dificultades proceden del resultado de la decisión democrática de los españoles en su conjunto. De todos, de los que apoyan a los partidos que a la derecha le parecen homologables y de los que votan a los que él eliminaría de la faz de la tierra.

La composición de las cámaras legislativas no es la ideal para el gobierno progresista, eso es cierto. En el Congreso se tiene que apoyar en partidos independentistas y, en algunos casos, de manifiesta ideología conservadora. En cuanto al Senado, ni siquiera tiene mayoría. Lo que sucede es que, a pesar de las dificultades, siempre hay terreno para negociar. Otra cosa es que, si en algún momento se le pusieran condiciones inaceptables, tendría que decir que no y, en consecuencia, perder algunas propuestas legislativas. Con eso cuenta el señor Sánchez, como ha confesado en más de una ocasión.

Lo que sucede, además, es que ese variopinto panorama parlamentario, ese batiburrillo político tiene un elemento en común: que no quieren ver gobernar a quien se ha convertido en valedor de la ultraderecha y, como consecuencia, temen que si accede a la presidencia acabe con los avances de todo orden que se han conseguido en España en los últimos años. Doy por hecho que algunos de esos partidos no estarán de acuerdo con el señor Sánchez en muchas cosas, pero al utilizar una lógica política muy elemental inclinan la balanza del lado que al presidente del PP no le gusta.

Núñez Feijóo no debería llevarse tantos berrinches. Tendría que mantener la calma y no andarse con prisas. Yo le recomendaría que revisara sus estrategias, cambiara el tono y se despojase de la nefasta influencia de la ultraderecha, la que tiene dentro de su partido y la otra. Quizá, de esa manera, le llegue su oportunidad, como les llegó en su día a los señores Aznar y Rajoy. 

Intentar sacar adelante tus propuestas y llegar hasta donde se pueda es hacer política. Lo demás es fanfarria vocinglera.

15 de enero de 2024

La barbarie no es ni de derechas ni de izquierdas

 

Como los argumentarios de los partidos políticos son inacabables, hace poco en el del PP surgió una nueva consigna, añadir en los ataques a Pedro Sánchez la acusación de amigo de los terroristas de Hamás. Son mensajes que nacen en los "think tank" de los cuarteles generales de las formaciones políticas, se extienden con facilidad a través de los medios de comunicación y de las redes sociales y a veces, no siempre, consiguen su propósito de hacer daño al adversario. Esta última acusación, concretamente, surgió cuando los presidentes saliente y entrante de la UE visitaron a Netanyahu en Israel. Desde entonces estoy siguiendo su evolución casi como si estuviera preparando una tesis doctoral, porque creo que se pueden extraer muchas enseñanzas sobre la manipulación mediática de nuestros días. 

Tachar de indiscriminada, desproporcionada y sangrienta la respuesta israelí a los ataques terroristas de Hamás era algo que hasta hace poco nadie discutía, entre otras cosas porque cualquier ciudadano del mundo desayuna a diario contemplando en los noticiarios la barbarie desencadenada sobre Gaza, un auténtico genocidio. Sin embargo, de repente hemos pasado a que algunos medios y algunos núcleos de opinión consideren que defender la aplicación del derecho internacional en Palestina es cosa de peligrosos izquierdistas amigos de Hamás. Yo no había visto un esperpento tan patético en mi vida, y mira que ésta ha dado ya mucho de sí. Lo decente, según estas derecha y ultraderecha, es ponerse del lado de los genocidas, de los asesinos de niños, mujeres, ancianos y civiles desarmados, argumentando que Israel tiene derecho a defenderse. Menuda falacia.

El maniqueo en esta ocasión transciende los límites de la lógica, porque viene a sugerir algo así como que si eres de derechas tienes que estar con Israel, caiga quien caiga, y si de izquierdas con Hamás, hagan éstos lo que hagan. No caben según los promotores de la consigna términos medios, no existen para ellos soluciones como la defendida por Naciones Unidas, la de reconocer la existencia de dos estados independientes, con fronteras perfectamente definidas y respetadas por las dos partes. Una solución que por cierto lleva proponiendo la comunidad internacional desde que nació el conflicto en el año 1948 y que Israel no ha aceptado nunca de buen grado, quizá porque deba de ser consciente de que la falta de consistencia de los argumentos que se utilizaron cuando nació como estado eran muy discutibles y, como consecuencia, vive bajo el constante temor a que algún día lo barran del mapa.

Pedro Sánchez se lo dijo al gobierno israelí en Tel Aviv cara a cara y lo repitió después cuando regresó a España. No sólo eso, también condenó una vez más los ataques terroristas de Hamás. Pero los "ideólogos" conservadores, en sospechosa coincidencia con los de VOX, decidieron coger el rábano por las hojas y crear un nuevo frente contra el presidente del gobierno. Es verdad que ya está perdiendo fuelle, porque, como su imaginación no cesa de parir afrentas, a continuación empezaron a tomar forma las denuncias de la futura entrevista entre el presidente del gobierno y Puigdemont.

Tampoco le auguro a esta última consigna demasiada permanencia en escena, porque ahora se están recreando en las dificultades parlamentarias del gobierno, rasgándose las vestiduras como si se tratara de una novedad. O, lo que ya es rizar el rizo de la ignominia, que Sánchez dice que quiere levantar un muro que divida a España en dos.

Volviendo al conflicto de Gaza, resulta indignante que se intente hacer política chica a partir de un genocidio. Deben de quedarles pocos argumentos a los que idean estas consignas, cuando tienen que recurrir a acusaciones tan miserables, como la de que este gobierno es amigo de los terroristas de Hamás.

Estos chicos de la derecha extrema y de la extrema derecha no se andan con chiquitas. Manda huevos, como diría el ínclito.

11 de enero de 2024

El quinto jinete del apocalipsis: la amnistía

 

A los cuatro jinetes del apocalipsis, la guerra, el hambre, la peste y la muerte, les ha salido, a decir de algunos, un hermano pequeño, la amnistía. Llevaban siglos cabalgando en solitario, aterrorizando a la humanidad, y desde hace unos meses parece que se les hubiera unido un inesperado compañero de cabalgadura. No creo que la Historia llegue a retener el nombre del advenedizo, porque para estas cosas es muy seria, pero de momento se pasea con ellos tan campante.

Reconozco que cuando los sucesos del 1 de octubre de 2017 yo me sentí tan preocupado como indignado. Llevaba tiempo observando la mala gestión que hacía el gobierno conservador del conflicto separatista catalán y cuando éste estalló me sentí abrumado. Una parte de España no había entendido el alcance del movimiento separatista y los radicales optaron por hacer frente a lo que consideraban una afrenta con un referéndum ilegal. He vivido muchas crisis políticas en España, pero ésta se me antojó quizá la más grave de todas ellas.

Después vino la aplicación del artículo 155 de la Constitución, la huida de algunos de aquellos políticos catalanes al extranjero y el proceso y condena de los que se habían quedado aquí. Yo, aunque el que se hubiera llegado a aquella situación de tensión me llenaba de preocupación por lo que suponía de aumento de la quiebra entre una parte de España y el conjunto de la nación, consideré acertadas las medidas. El daño estaba hecho y sólo cabía en aquel momento achicar el agua y mantener la nave a flote. Después, ya se vería.

Desde entonces han pasado seis años. Un nuevo gobierno, liderado por un partido que había apoyado sin paliativos las medidas del anterior, inició con cautela un nuevo estilo de relaciones institucionales, alejándose en lo posible de los ataques frontales y fomentando el diálogo. Seis años que, por cierto, han cambiado por completo el ambiente separatista, no porque hayan desaparecido los que defienden la independencia, sino debido a que una gran parte de ellos ha empezado a entender que la ruptura unilateral es imposible.

Ahora el gobierno progresista ha dado un paso más en dirección a la concordia, el de proponer una ley de amnistía, no para que sirva de trofeo a los separatistas, como gritan algunos, sino para facilitar el avance hacia una solución negociada, que como tal, si progresa, no dejará completamente satisfecha a ninguna de las dos partes, pero que podría permitir una convivencia pacífica, un avance hacia la reconciliación, hacia el abandono por parte de unos de las políticas centralistas y exclusivistas y propiciaría, al mismo tiempo, la reconducción de las pretensiones secesionistas hacia un autogobierno real y efectivo. España no se rompería y muchos catalanes verían colmadas sus aspiraciones de que se considere a Cataluña como una entidad política con personalidad propia, dentro del conjunto del Estado español, como sucede en tantos países democráticos del mundo.

La amnistía no es un fin, sino un medio para resolver un problema político. Pero, sobre todo, no es un nuevo jinete del apocalipsis, como la tildan los que con sus estrechas miras políticas no ayudan a resolver uno de los mayores problemas que tiene España, el de que alguna de sus partes no se sienta identificada con el conjunto de la nación, al mismo tiempo que una parte de ese conjunto no quiera entender la realidad.

7 de enero de 2024

Recuerdos olvidados 3. El TBO, escuela de lectura

Siempre me he considerado un buen lector, no sólo en cantidad, también en calidad. Es cierto que he pasado por muchas etapas, desde la novela al ensayo, aunque deba confesar que nunca conseguí entrar en la poesía como a mí me hubiera gustado.
 
Muchas veces me he puesto a pensar en cómo me llegó a mí la afición por la letra impresa, cuando ni mi formación universitaria tiene nada que ver con el lenguaje ni mis profesores durante la secundaria hicieron nada que yo recuerde por fomentarla. Todo lo contrario, las recomendaciones que entonces recibía pasaban siempre por los clásicos del Siglo de Oro, una manera como otra cualquiera de disuadir a un niño de la lectura. Aunque mucho me temo que esto sea algo que ni ha cambiado ni tenga trazas de cambiar.

Mi afición, en realidad, empezó con la lectura de tebeos, eso que ahora llaman comics. Cuando tenía 11 años y cursaba segundo de bachillerato del plan de aquella época, vivíamos en Barcelona. Un día llegó a casa un vendedor de suscripciones que había llamado mi padre para encargarle el ABC -periódico que lo acompañó hasta el final de su vida-; y, cuando ya habían rellenado y firmado el correspondiente impreso, el avispado comercial, que me había visto revolotear por los alrededores, me preguntó si no querría yo algo para leer con regularidad. Ni corto ni perezoso le contesté que me gustaría recibir el Pulgarcito, el Jaimito y el TBO, publicaciones infantiles semanales de aquellos tiempos.  

Mi padre, que siempre demostró un gran interés por todo aquello que en su opinión afectara a nuestra educación, debió de considerar en aquel momento que los tebeos podrían fomentar en mí la afición a la lectura, y, sin pensarlo demasiado, le dijo al vendedor que añadiera aquellas publicaciones al encargo que le acababa de hacer. 

Recuerdo perfectamente que durante los dos años que permanecimos en Barcelona, yo esperaba con ilusión todas las semanas la llegada de los tebeos. Estoy convencido de que aquellas lecturas infantiles, que a pesar de su intrascendencia y trivialidad obligaban a pensar en el contenido de las palabras, fueron el origen de una afición que me ha acompañado toda la vida como algo imprescindible. Después de aquellas historietas vinieron otras sin demasiadas pretensiones -Diego Valor, El Cachorro, Hazañas Bélicas-, para muy pronto dar el salto a Emilio Salgari, a Julio Verne y a otros amenos escritores de lectura fácil. 

Durante muchos años devoré con pasión los libros de la colección Austral. Recuerdo que sus portadas tenían colores distintos dependiendo del contenido, verde para los ensayos y azul para las novelas, entre otros. En mi caso, durante los años universitarios, cuando la inquietud por aprender urgía, en las estanterías donde guardaba mis libros dominaba el verde, con algunas excepciones azules. Y desde entonces no he dejado de leer. Aunque la vida no esté en los libros, como alguien dijo, ayudan a entenderla.

Lo cuento, porque muchas veces he pensado que si no se hubiera producido aquella visita de un vendedor de suscripciones, quizá nunca hubiera llegado a ser un habitual lector, como he sido desde entonces. 


NOTA BENE. Como hoy toca hablar de libros, no puedo dejar de recomendar a mis amigos el que acabo de leer, "Mi querido hermano", escrito por Joaquín Pérez Azaústre y editado por Galaxia Gutenberg, un ensayo biográfico novelado de los hermanos Machado que, en mi opinión, no tiene desperdicio.


3 de enero de 2024

Recuerdos olvidados 2. La fuga del internado

 

Hay una circunstancia en mi vida, por cierto muy poco frecuente en la mayoría de los estudiantes, que consiste en que cursé las enseñanzas primaria y secundaria hasta en seis colegios distintos, no porque me expulsarán por mala conducta o por alguna otra razón inconfesable, sino debido a las características que rodeaban la profesión de mi padre. Sus cambios de destino obligaban a toda la familia a trasladarse a otro lugar, lo que traía como consecuencia una nueva ciudad, un nuevo colegio, unos nuevos profesores y unos nuevos compañeros. Nunca sabré si aquellos traslados favorecieron o dificultaron mi formación. Prefiero pensar que todos ellos me aportaron alguna experiencia y quizá, por tanto, un poco más de conocimiento sobre la vida que me esperaba por delante.

Uno de esos colegios fue un internado en las estribaciones de los Pirineos catalanes, que ocupaba el antiguo monasterio de Santa María del Collell, completamente aislado en mitad de un impenetrable bosque situado entre Bañolas y Olot. Fue durante el curso 1951-52, cuando todavía no había cumplido los diez años y estudiaba el entonces llamado Ingreso al Bachillerato. Compartía habitación con mi hermano Manolo, dos años menor que yo, un privilegio que nos deparaba una cierta intimidad. De aquel curso retengo muchos recuerdos, casi todos agradables, porque a esa edad cualquier anécdota se convierte en pura aventura. Salvo el frio que se nos metía en los huesos y que todavía hoy al rememorarlo me hace tiritar. En aquel enorme edificio del siglo XVII no había calefacción, salvo alguna estufa de leña o carbón repartida por aquí y por allá, cuyas calorías apenas nos rozaban la piel.  Los sabañones eran una seña de identidad del alumnado, a pesar de que los pasamontañas nunca nos abandonaban.

Mi hermano y yo, cuando después de cenar nos recluíamos en nuestra habitación, antes de dormirnos nos entreteníamos soñando despiertos. Uno de esos sueños, muy recurrente, era escaparnos del internado y volver a casa andando, recorriendo la misma carretera por la que un taxi nos había llevado al colegio el primer día desde Gerona, sin reparar en que habíamos tardado casi una hora en recorrer unos cuarenta kilómetros. No nos preocupaban las posibles dificultades, no temíamos las inclemencias del tiempo, nos daba igual que nevara o lloviera. Los pasamontañas, las bufandas, los guantes y las solapas de nuestros chaquetones subidas hasta las orejas nos protegerían contra cualquier dificultad que pudiera sobrevenir durante el trayecto.

Tampoco nos importaba demasiado cuál sería la reacción de nuestros padres cuando apareciéramos en casa, porque dábamos por supuesto que ante el hecho consumado ya no habría marcha atrás. A veces, cuando nos asomábamos por la ventana del dormitorio y contemplábamos la impenetrable oscuridad que rodeaba el colegio, nos asaltaba alguna duda; pero inmediatamente reaccionábamos para darnos ánimos el uno al otro y disipar temores.

Un día me puse enfermo, supongo que fue una simple gripe. Me llevaron directamente del aula a la enfermería, un anexo separado del edificio principal, que contaba con calefacción y que regentaban unas monjas. Allí estuve ingresado durante tres o cuatro días, al cuidado de aquellas enfermeras, hasta que me dieron el alta y regresé a clase. Todo lo bueno se acaba en la vida, una lección que quizá aprendiera por primera vez en aquella ocasión.

Nadie le había comunicado a mi hermano que yo estaba enfermo. Él, el primer día, cuando por la noche vio que no llegaba al dormitorio, no preguntó por las razones de mi ausencia y no hubo un alma caritativa que le informara de mi situación. Se debía de haber formado una idea de las causas y para qué indagar.

Cuando el día de mi alta, ya por la noche, me vio llegar a la habitación, me miró con cara de sorpresa y un gesto de frustración mal disimulado y me soltó: ¿pero no te habías escapado?