Al final me di por vencido y decidí hacer caso a la insistencia paterna, pero no tenía ni idea de qué rama de ingeniería elegir. Un día mi madre me dijo que un primo suyo, al que yo no conocía, era ingeniero agrónomo y, además, catedrático de la Escuela de Madrid, y me propuso que le hiciéramos una visita.
El portal de aquella casa, en la calle del
Príncipe de Vergara -entonces del General Mola-, me pareció suntuoso. Nos
abrió la puerta una doncella uniformada y con cofia, algo que ya por aquellos tiempos era
difícil de ver. Nos acompañó a una sala de espera, un cuarto de estar amueblado
con sabor clásico, pesadas cortinas estampadas, butacones tapizados con un
intenso color carmesí y cuadros de firma en las paredes. Una gran lámpara en el
techo, a esas horas de la tarde apagada, imponía su presencia. Mi madre y yo nos
miramos con gestos de complicidad, los de ella trasluciendo la satisfacción que
sentía al observar los signos de confort de la casa de su primo, los míos entre
sorprendidos y algo impresionados.
La visita, que duró casi una hora, se centró
en la elección de mi futura carrera. No hubo tiempo para hablar de otras cosas,
salvo alguna cortés pregunta acerca de las respectivas familias.
-Qué quieres que te diga -me dijo el primo de
mi madre, sonriente-. A mí me ha ido muy bien. Eres tú el que tienes que valorar tu
capacidad y tus ganas. No voy a negarte que la carrera es dura y larga. Dos
cursos previos selectivos para ingresar, que la mayoría de los alumnos los
aprueban en tres o cuatro años, y luego, si consigues superarlos, cinco de carrera. Eso sí, tal y como
están las cosas hoy en día, te puedo asegurar que todo el mundo sale colocado.
Aquella visita sirvió para sacarme de la incertidumbre. Como me daba lo mismo Caminos que Industriales que Navales que Aeronáuticos o que
Montes, ¿por qué no Agrónomos? Con 17 años recién cumplidos, por muy mal que se
me dieran las cosas, a los 24 o a los 25 sería ingeniero. Después, Dios diría.
A lo largo de mi vida me ha acordado muchas
veces de aquella visita con mi madre. Marcó un hito en mi existencia, porque,
aunque nunca ejercí como ingeniero agrónomo, gracias al título obtenido tras aquella
decisión me coloqué, nada más acabar la carrera, en una empresa que nada tenía que ver con la agricultura, IBM, una multinacional americana líder en el mundo de la informática, lo que por supuesto me obligó a un reciclaje total.
El carrusel de la vida da muchas vueltas. Hay
veces, y creo que éste es un buen ejemplo, que más vale dejarse llevar por las
circunstancias, por los vientos que soplan, que empeñarse en hacer caso a tus impulsos, sobre todo cuando
éstos tampoco tienen demasiada consistencia. En mi caso, como insinuaba el
primo de mi madre, nunca he encontrado ninguna razón para arrepentirme de aquella elección. Aunque no veía el camino que entonces emprendía, ya sabemos que éste se hace al andar.
Me encantan estos viajes al pasado, a veces tan detallados.
ResponderEliminarIngeniero agrónomo es una carrera que me suena muy bien, tal vez por mi amor a las cosas del campo y al paisaje. Recuerdo que de las asignaturas de Derecho -yo sí estudié esa carrera, también por insistencia paterna- la que más me gustaba era el civil y sobre todo aquellas materias que trataban de los derechos, y obligaciones de las fincas colindantes (me imaginaba los caballos y las vacas trotando por los prados y saltándose las vallas).
Coincidimos en la influencia de las recomendaciones paternas. A mí me fue muy bien y tengo la sensación de que a ti también. Te contaré una anécdota: una vez le preguntaron a mi hija en el colegio que a qué se dedicaba su padre; contestó que antes era ingeniero agrónomo y ahora trabaja en IBM. Mejor explicación imposible.
ResponderEliminarBuena y salomónica respuesta, jajaja
EliminarFernando