Uno de esos colegios fue un internado en las estribaciones
de los Pirineos catalanes, que ocupaba el antiguo monasterio de
Santa María del Collell, completamente aislado en mitad de un impenetrable bosque situado entre Bañolas y Olot. Fue durante el curso 1951-52, cuando todavía no había cumplido los diez años y estudiaba
el entonces llamado Ingreso al Bachillerato. Compartía habitación con mi
hermano Manolo, dos años menor que yo, un privilegio que nos deparaba una
cierta intimidad. De aquel curso retengo muchos recuerdos, casi todos
agradables, porque a esa edad cualquier anécdota se convierte en pura aventura. Salvo el
frio que se nos metía en los huesos y que todavía hoy al rememorarlo me hace
tiritar. En aquel enorme edificio del siglo XVII no había calefacción, salvo
alguna estufa de leña o carbón repartida por aquí y por allá, cuyas calorías apenas nos
rozaban la piel. Los sabañones eran una
seña de identidad del alumnado, a pesar de que los pasamontañas nunca nos
abandonaban.
Mi hermano y yo, cuando después de cenar nos recluíamos en
nuestra habitación, antes de dormirnos nos entreteníamos soñando despiertos.
Uno de esos sueños, muy recurrente, era escaparnos del internado y volver a
casa andando, recorriendo la misma carretera por la que un taxi nos había llevado
al colegio el primer día desde Gerona, sin reparar en que habíamos tardado casi una hora en recorrer unos cuarenta kilómetros. No nos preocupaban las posibles dificultades,
no temíamos las inclemencias del tiempo, nos daba igual que nevara o lloviera. Los pasamontañas, las bufandas, los guantes y las solapas de
nuestros chaquetones subidas hasta las orejas nos protegerían contra cualquier
dificultad que pudiera sobrevenir durante el trayecto.
Tampoco nos importaba demasiado cuál sería la reacción de
nuestros padres cuando apareciéramos en casa, porque dábamos por supuesto que
ante el hecho consumado ya no habría marcha atrás. A veces, cuando
nos asomábamos por la ventana del dormitorio y contemplábamos la impenetrable
oscuridad que rodeaba el colegio, nos asaltaba alguna duda; pero inmediatamente
reaccionábamos para darnos ánimos el uno al otro y disipar temores.
Un día me puse enfermo, supongo que fue una simple gripe. Me
llevaron directamente del aula a la enfermería, un anexo separado del edificio
principal, que contaba con calefacción y que regentaban unas monjas. Allí estuve ingresado durante tres o
cuatro días, al cuidado de aquellas enfermeras, hasta que me
dieron el alta y regresé a clase. Todo lo bueno se acaba en la vida, una
lección que quizá aprendiera por primera vez en aquella ocasión.
Nadie le había comunicado a mi hermano que yo estaba
enfermo. Él, el primer día, cuando por la noche vio que no llegaba al
dormitorio, no preguntó por las razones de mi ausencia y no hubo un alma
caritativa que le informara de mi situación. Se debía de haber formado una idea
de las causas y para qué indagar.
Cuando el día de mi alta, ya por la noche, me vio llegar a
la habitación, me miró con cara de sorpresa y un gesto de frustración mal
disimulado y me soltó: ¿pero no te habías escapado?
Emocionantes esos recuerdos, y divertido final, jajaja.
ResponderEliminarGracias, Fernando. Como ya os dije el primer día, forman parte del borrador de un libro que nunca publiqué. Los iré publicando poco a poco, intercalándolos con otras reflexiones.
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