Hay situaciones en la vida que se quedan grabadas en la
memoria a fuego. Era verano de 1961, todavía no había cumplido los 19 años y un
cambio de destino de mi padre me llevó a pasar las vacaciones veraniegas en
Sidi Ifni, la capital de la entonces provincia española del mismo nombre.
Habían pasado pocos años desde que se acabaran las agresiones del “ejercito
irregular" marroquí y el territorio, muy reducido en extensión desde los
ataques, permanecía en paz.
En un ambiente colonial como aquel resultaba muy fácil
hacer amigos, siempre dentro de la llamada población europea, porque con la
nativa había muy pocas ocasiones de intimar. Yo ya por entonces sentía una
fuerte tentación por conocer cualquier entorno distinto a los que estaba
acostumbrado y el que se respiraba allí me llamaba mucho la atención. Quería
hacer amigos musulmanes y no sabía cómo.
La oportunidad me vino a través del “mancebo” de una de las
farmacias de la ciudad, hijo de un suboficial indígena del Grupo de
Tiradores de Ifni, muy españolizado y por tanto de fácil comunicación. Digamos
que se llamaba Regrari. Un día le hablé de mi curiosidad y me propuso una cena moruna en casa de un primo suyo. Lo hablé con un par
de amigos de los que acababa de conocer y con mi hermano Manolo por aquello de
ir acompañado. Unos días después, cuando ya había anochecido, nos dirigimos los cuatro por las solitarias, mal iluminadas y
estrechas calles del barrio musulmán, en busca de la dirección que me había
facilitado Regrari.
Recuerdo que me llamaron la atención las alambradas que de trecho en
trecho cruzaban las calles, dejando sólo un angosto paso junto a las fachadas de
los edificios, lo que obligaba a un recorrido en zigzag bastante incómodo. De vez en cuando nos cruzábamos con alguna patrulla de soldados con sus
fusiles al hombro, sin duda una medida disuasoria para evitar que la población
musulmana saliera de sus casas por la noche. A nosotros nos miraban con
curiosidad, conscientes de que éramos europeos, con toda probabilidad
hijos de militares españoles.
Cuando llegamos, nos esperaba Regrari junto a
nuestro anfitrión y otros dos musulmanes, todos de edades aproximadas a las
nuestras, entre los 17 y los 20 o 21. En las paredes fotos del Mohamed V, a la
sazón rey de Marruecos, y en algún rincón alguna bandera marroquí. Nos
sirvieron una cena muy típica, en la que no faltó ni el cuscús ni los dátiles
ni los dulces. Tampoco el vino, porque, como nos dijeron con la sonrisa en la
boca, hacían una excepción en nuestro honor.
Después tuvimos una larga conversación, en la que poco a
poco fuimos desbrozando los temas que a mí me interesaban, sobre todo el que atañía a su posición personal con respecto a la situación colonial. Como el ambiente se
había relajado y allí se respiraba amistad y concordia, nuestro anfitrión, al
que recuerdo de piel muy oscura, nos confesó que él, que por edad no había
participado en los combates de hacía unos años, era partidario de la
integración de Ifni en el Reino de Marruecos.
Recuerdo algún carraspeo, alguna mirada al suelo y algún
ligero rictus de sorpresa por parte de mis amigos, que
inmediatamente se superaron gracias a que la conversación continuó de manera
civilizada, aunque sin abandonar en ningún momento el tema que habíamos
iniciado. Yo, picado por la irremediable curiosidad que siempre me ha
acompañado, me atreví a preguntar si no percibían en sus situaciones personales
las mejoras “civilizadas” que aportaba la presencia de España en el territorio.
Uno de ellos se encogió de hombros y me dijo algo así como que esas ventajas no
anulaban la sensación que les embargaba por considerarse “ocupados”.
Yo no me sentí incómodo en absoluto. Es más, recuerdo el
momento como una de esas situaciones que despiertan en la conciencia ciertos resortes de
liberalidad, que ponen de manifiesto la razón que tenía el poeta cuando dijo
aquello de todo es según el color.
Por eso lo ha retenido mi memoria y por eso lo cuento hoy aquí.
Muy interesante, Luis.
ResponderEliminarFernando
Fernando, gracias
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