No me tengo por personas demasiado amiga de celebraciones
tradicionales, santos, cumpleaños o aniversarios, entre otras cosas
porque me suelen aburrir por falta de originalidad. Como consecuencia, tampoco
soy aficionado a participar en festejos populares o de sabor folclórico. La repetición de
unos mismos patrones una vez y otra y otra y así hasta la saciedad me resulta
difícil de digerir, no ahora, cuando ya sabemos que con los años uno tiende
a volverse cascarrabias, sino desde siempre. Los que me conocen bien saben que
esta rareza forma parte de mi carácter .
Sin embargo, siempre he contemplado la llegada de la Navidad con
optimismo. Supongo que aquí mis neuronas hacen una excepción. Algún mecanismo
de mi mente relaciona esta festividad
cristiana con el concepto laico de solidaridad y no me duelen prendas reconocer que me gusta celebrarla de acuerdo con unos protocolos repetitivos, que se han ido formando a
lo largo del tiempo sin que ni siquiera me diera cuenta.
La Navidad para mí, aun desprovista de cualquier significado
religioso, se ha convertido como decía arriba en la fiesta de la solidaridad,
de la comunicación con los demás, de la empatía. No me importa reconocer que la
celebro rodeado de todos esos fetiches y rituales que suelen
prodigarse durante estos días, desde los abetos con guirnaldas de luces de
colores, que le quitan espacio a la comodidad, pasando por estrellas de oriente
abandonadas por aquí y por allá sobre cualquier mueble que se preste a ello, hasta un Papa Noel en la puerta de entrada, que con su bonachona presencia da la bienvenida a los visitantes. Puestos a
hacer una excepción, que no falte de nada.
Tengo además una lista de “contactos”, a muchos de los
cuales no veo desde hace años, que me sirve como guía de llamadas de
felicitación, no vaya a ser que se me olvide alguno. Felicitar a los amigos por
Navidad lo único que pretende es mantener los vínculos afectivos con las
personas que han formado o forman parte de nuestro entorno y cumplir con una simpática etiqueta social. Por tanto, considerar que hacerlo no tiene ningún
sentido, porque la felicidad hay que desearla todos los días del año, es dar trascendencia a lo que no es más que una ritual social sin importancia. Lo digo, porque alguna vez he recibido un corte inesperado de alguno que se extrañaba de que le felicitara el día 24 de diciembre.
Además, por supuesto, tomo las uvas de ritual al compás de las
campanadas de Nochevieja, rodeado de todos los míos, entre risas y alboroto,
para después, deglutido con dificultad el último hollejo, iniciar la ronda de besos
familiares. Una función repetida años tras años, donde no caben sorpresas,
porque al fin y al cabo de eso se trata, de no salirse del guion de las
tradiciones. Alguno de mis amigos me ha dicho que hace ya unos años que dejó de
hacerlo, noticia que por cierto me dejó algo triste.
Pues bien, llegados a este punto de mis confesadas
debilidades, sólo me queda desearos Feliz Navidad a los que leéis estas ocurrencias mías y, cómo no, todo lo mejor para el próximo año. Os aseguro que alguno de mis brindis con cava estará dedicado a vosotros.
Muchas gracias, Luis, y muy Felices Fiestas
ResponderEliminarFelices Fiestas. Pasadlo muy bien en vuestro paraíso pontevedrés.
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