Pongamos la pereza como ejemplo. Me pregunto dónde acaba y dónde empieza. A mí, concretamente, hay muchas cosas que me dan pereza, por las
que no muevo un músculo del cuerpo para resolverlas. Me tengo por diligente, por
persona muy poco amiga de rehuir responsabilidades, pero a veces prefiero
olvidarme de ciertas obligaciones y mirar para otro lado.
Hablemos de la avaricia. Queda muy bien, incluso a veces resulta
espectacular decir aquello del dinero no da la felicidad. Pero cuando vemos
que nuestra capacidad económica puede soportar los gastos a los que nos llevan algunos caprichos, nos sentimos más contentos que unas castañuelas. De la misma manera que nos embarga la frustración cuando el presupuesto no alcanza.
En cuanto a la ira, si no nos cabreamos de vez en
vez por las estupideces que nos rodean, corremos el riesgo de acumular tanta
bilis que terminemos enfermos. En muchas ocasiones parece recomendable abrir la
válvula de los improperios y soltar adrenalina. Un grito a tiempo resulta muchas veces liberador de las tensiones acumuladas.
Supongo que si hablo de una buena fabada o de un sabroso
cocido o de una pasta al dente, no habrá quien a estas alturas de esta torpe reflexión no adivine que voy a referirme a la gula. En mi opinión, si tu aparato digestivo
no te da guerra, si tu propensión a engordar está controlada y si tu tensión
arterial se mantiene dentro de unos límites aceptables, no hay nada que te
impida gozar de una suculenta comida, de esas de relamerse los labios. Incluso, por qué no, de repetir.
Cuanta vece hemos oído decir aquello de la envidia sana, una
manera de suavizar el escozor que nos produce desear tener algo que otros
tienen. ¿A quién le hacemos daño cuando pensamos en que nos gustaría disfrutar de las
comodidades que le brinda un buen coche al vecino o en el piso confortable de un conocido?
Lo de la soberbia es harina de otro costal. Porque si uno no tiene confianza en su talento, si no se halaga a sí mismo de vez en cuando, quién lo hará? Para hablar mal ya están los demás. Yo creo que en la vida hay que sentirse seguro, no hay que arrugarse. Es más, nunca sobra una cierta arrogancia y andar con la cabeza alta.
He dejado para el final la lujuria y vaya usted a saber por qué. ¿Dónde empieza la exacerbación del deseo carnal y acaba el instinto sexual? ¿Dónde termina el mandato de nuestros instintos y empieza el pecado? Ni lo sé, ni me lo
pregunto. Porque aquí si que entramos en un terreno que, como dicen los
eruditos, más vale no menear.
De manera que, a pesar de las doctas enseñanzas que nos dejó el turolense Ripalda
hace unos siglos, yo me declaro inocente.
Luis, parece que sí te sientes inocentes de los seis primeros, pero no estoy tan seguro, a tenor de tu escrito, del séptimo.
ResponderEliminarUn abrazo (con envidia).
Angel
Ángel, para mí los pecados son como los hijos: no tengo preferidos. Lo que sucede es que me da PEREZA hablar de la LUJURIA, no vaya a ser que se me escape la SOBERBIA o que me embargue la IRA por las oportunidades perdidas o que se me note la AVARICIA insatisfecha o la ENVIDIA que me dan los ligones o que a veces, como consecuencia, me refugie en la GULA.
EliminarChascarrillo por chascarrillo.
Un abrazo
Tema interesante éste de los pecados capitales desde que iniciamos su estudio en la asignatura de religión, en nuestra más temprana infancia. Creo que esta lista de siete pecados es una buena guía espiritual para el pecador que quiera redimirse. Hora es de repasarlos, a ellos y sus contrarios: "contra la "X" la "Y"...
ResponderEliminarAnalizamos esos pecados en el mismo orden que lo has hecho tú:
Creo que la pereza se convierte en pecado cuando afecta a tus relaciones con los demás: no te levantas de la cama para ir al trabajo, no te arreglas para salir cuando tienes una cita para el ḿedico o con un amigo...
Contra la pereza diligencia.
Creo que el pecado de avaricia se comete cuando tu ambición afecta a tu vecino: imagina que hay dos territorios: uno tuyo y el otro del vecino. La avaricia empieza cuando te vas apoderando poco a poco, de modo inmisericorde, de los territorios del vecino, dejándole sin agua con que dar de beber a su ganado. Esto se ve y se ha visto mucho a lo largo de la historia de las naciones.
El hecho de que yo quiera ganar un poco más para llegar cómodamente a final de mes o para poder permitirme cualquier tipo de placer extra, creo que son minucias sin importancia.
Contra la avaricia generosidad.
El tema de la ira es muy complejo: se trata de saber canalizar tus emociones ante lo que consideras un agravio de tu prójimo: ¿hasta cuándo es bueno soltarle un grito o quedarte callado y tragarte toda la bilis? En el primer caso puedes pasar por un tipo violento o maleducado; en el segundo la ira puede volverse contra ti y causarte mucho malestar.
A veces, reconozco, que no es fácil dar una respuesta canalizada racionalmente a las provocaciones.
Contra la ira paciencia.
En cuando a la gula, creo que es bueno comer siempre que no te haga daño.
Contra la gula templanza.
Creo que eso que llamamos envidia sana es un sinónimo de sentir admiración. La envidia envidia es cuando tratas de restarle importancia a los méritos del prójimo: "bah, todo lo que tiene es porque lo ha heredado, o porque ha tenido suerte", sin pararte a valorar el esfuerzo de esa persona por haber llegado adonde ha llegado.
Contra la envidia caridad.
En cuanto a la soberbia, creo que una cosa es el orgullo personal, por haber realizado una buena acción, y otra el orgullo desmedido o soberbia, cuando te consideras superior en todos los campos a tu prójimo y te permites insultarle y humillarle con cualquier medio a tu alcance. Una vez más tu orgullo acaba o debe acabar donde empieza el orgullo de los demás.
Contra la soberbia humildad
En cuanto a la lujuria, vuelve a ser un apetito desmedido y desordenado, que se vuelve pecado cuando afecta al bienestar de los demás. Creo que pecar en solitario no es lujuria, mientras ésta no se convierte en una obsesión y te haga olvidar otras obligaciones.
Contra la lujuria castidad
Yo me declaro que estoy en el camino de la salvación.
Y perdona, Luis, por la extensión de este comentario, que, en este caso, considero justificado, porque siete son muchos pecados capitales para comentar en un solo artículo.
Amén
Fernando, queda claro que yo no fui un buen catecúmeno. Pero, una vez leído con atención tu documentado comentario, sigo declarándome inocente.
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