17 de mayo de 2024

Recuerdos olvidados 13. La sedición de los bocadillos

 

Yo hice la mili cuando ya había cumplido los 25. Estuve pidiendo prórrogas por estudios durante tres o cuatro años y, cuando me quedaban sólo unas cuantas asignaturas para terminar la carrera, no tuve más remedio que dejar de escaquearme y afrontar la realidad de aquella ineludible obligación. El CIR (Centro de Instrucción de Reclutas) número 2, situado entonces cerca de Alcalá de Henares, fue el campamento en el que pasé los tres primeros meses de los doce que permanecí en filas. Orden cerrado, gimnasia, lecciones teóricas y algunas pequeñas maniobras en los alrededores del acuartelamiento constituían nuestro quehacer diario, actividades que no conseguían quitarme de encima el aburrimiento y las ganas de licenciarme cuanto antes. Aunque, todo hay que decirlo, como la memoria se vuelve muy selectiva, ahora sólo recuerdo los buenos momento que pasé allí, porque a esa edad, aun en las peores condiciones, las anécdotas más insignificantes se convierten en epopeyas.

Todos los días, a media mañana, unos camiones nos traían hasta el campo de instrucción bocadillos y cervezas, que devorábamos y bebíamos con fruición y deleite. Con aquella pequeña interrupción se rompía durante unos minutos la monotonía del día, un descanso que disfrutábamos enfrascados en conversaciones para evadir nuestras mentes por un momento de nuestra rutinaria vida castrense. Recuerdo a uno de mis compañeros que me solía decir con cierta sorna, "¡esto es vida, Luis!

Un día, de repente, cuando a la sombra de un árbol estaba bebiéndome el tercio del día y comiéndome el bocadillo de caballa de rigor, empecé a oír gritos acompasados procedentes de un pequeño grupo de mis compañeros. Agucé el oído y distinguí con nitidez que lo que gritaban aquellas insensatas criaturas, sin saber lo que se nos avecinaba, era, rancho sí, bocadillos no. Pero lo peor fue que, contagiados por la ingenua alegría de los alborotadores, muchos otros se fueron sumando a la algarabía, aporreando las culatas de los mosquetones y organizando sin darse cuenta una auténtica manifestación, nada más y nada menos que en el interior de una instalación militar. Yo les dije a los que me rodeaban, entre ellos mi hermano Manolo, quietos, ni una palabra, que esto no puede acabar bien.

De repente empezaron a sonar los silbatos de los oficiales y de los suboficiales, al mismo tiempo que se oían gritos desaforados de “a formar, a formar, …”. Nuestro capitán, una vez lograda la alineación perfecta de sus soldados, ordenó a seis o siete de nuestra compañía que salieran de la formación y se colocaran frente a nosotros, mirándonos a la cara. A continuación, hizo que se le entregara un bocadillo a cada uno de los elegidos y les obligó a comérselos sin desperdiciar una miga. Después, mientras los obedientes seleccionados iniciaban su patética pantomima, arrancó una arenga amenazadora, en la que la acusación de sedición sonaba amenazadora sobre nuestras cabezas con insistencia. Al rato llegó el comandante del batallón, al que yo no había visto nunca aparecer por allí, y un poco más tarde el teniente coronel jefe de instrucción, un alarde de despliegue de mandos que ponía de manifiesto la importancia que se le estaba dando al incidente.

Lo peor fue que, como estábamos en pleno tardofranquismo y las revueltas estudiantiles se sucedían en las universidades españolas día tras día, el teniente coronel le gritó a nuestro capitán, “Medrano, vigila a los universitarios de tu compañía, porque ninguno es de fiar”. El aludido cruzó sin pestañear una rápida mirada conmigo, mientras yo notaba que se me aceleraba el pulso. Creo que mi hermano y yo éramos los únicos acreedores de esa tremenda acusación.

Las represalias no se hicieron esperar. Durante varios fines de semana estuvimos sin poder salir los fines de semana de permiso y la instrucción se recrudeció hasta límites bastante incómodos. Pero a mí nuestro capitán no me dijo nada, nunca he sabido si porque me consideraba suficientemente cuerdo como para no haberme metido en aquella ingenua y ridícula protesta o porque mi padre era en aquel momento teniente coronel, circunstancia que por supuesto ya me había encargado yo en su momento de que conociera. Vaya usted a saber.

A partir de ese momento no volvieron a oírse gritos de protestas en todo el campamento. No hay nada como zanjar a tiempo los peligrosos intentos de amotinamiento, sobre todo cuando tanto la cervecita como el bocadillo eran un auténtico maná sobrevenido en mitad de la desolación campamental.

13 de mayo de 2024

Causa y efecto. Elecciones catalanas

Como estoy a punto de entrar en un quirófano para que me hagan algún que otro remiendo en la columna vertebral, hoy voy a ser muy breve, ya que no quisiera llegar tarde a la cita. Los médicos son muy suyos y me podría caer una bronca.

De las elecciones catalanas se pueden sacar muchas conclusiones, porque los resultados, en cierto modo esperados, van a obligar a que los políticos hagan encajes de bolillos para formar gobierno. Pero como esta parte, la de las negociaciones entre unos y otros, va a llevar un tiempo largo, ya tendré ocasión de reflexionar aquí sobre lo que vaya ocurriendo. Ahora, en este momento, sólo me interesa resaltar una de las muchas ideas que me han venido a la cabeza después de conocer los resultados, la de que el independentismo ha descendido de manera considerable entre la población, de tal forma que por primera vez desde que recuperamos la democracia los partidos soberanistas suman menos escaños y menos votos que los no soberanistas.

La pregunta que hay que hacerse es qué ha ocurrido. Mi respuesta es clara, la de que a la mayoría de los catalanes le convencen más las políticas conciliadoras propuestas por este PSOE capitaneado por Sánchez, que las represivas e intolerantes propugnadas por los señores Feijóo y Abascal al unísono. Desde mi punto de vista, y a pesar de lo que pronosticaban y siguen pronosticando los agoreros, el ciudadano medio acepta mucho mejor los intentos de diálogo y de acercamiento de posiciones que la intolerancia.

Es verdad, no lo voy a negar, que en octubre del 2018 la situación se había desmadrado, entre otras cosas por unas políticas centralistas que soliviantaron a muchos catalanes. Pero una vez transcurrido el tiempo suficiente, había que cambiar de estilo, con valentía y sin complejos. Era necesario marcar unos límites, que no son otros que el estricto cumplimiento de la legislación vigente, y a partir de ahí intentar llegar a entendimientos. Es un largo recorrido, que de momento no ha hecho más que empezar.

Yo creo que con estos resultados nadie en su sano juicio podrá negar ahora que con diálogos se va a cualquier sitio y con látigos el recorrido es muy corto.

Como no me queda tiempo, de lo demás hablaré otro día.

10 de mayo de 2024

Gritos en el Congreso, tranquilidad en la calle


El otro día estaba yo practicando uno de mis deportes favoritos, tomar el aperitivo en terrazas al aire libre, cuando al contemplar el tranquilo, desenfadado y alegre vagabundeo de la gente a mi alrededor, me dio por pensar en el fuerte contraste que existe entre el ridículo ambiente que se observa entre los políticos y el saludable comportamiento de los ciudadanos de a pie. Parece inconcebible que mientras los próceres parlamentarios se ultrajan en el hemiciclo, se acusan de estar hundiendo al pueblo en la miseria, se inventan bulos e infundios y desinforman en vez de informar, la gente siga viviendo su vida de espaldas al griterío, como si aquello no fuera con ellos.

Sé muy bien que los ciudadanos, al menos muchos de ellos, habrán tomado partido a favor o en contra de las partes que gritan en el parlamento e insultan en los medios de comunicación, y que por consiguiente, en algún momento de su vida, cuando surja una disputa o una simple discusión, manifestarán su descontento o su fervor. Pero ese contagio de la verborrea política se quedará ahí, en unas cuantas diatribas y en quizá unas pocas descalificaciones. Sin embargo, y a pesar del tufo que emana de la clase política, seguirán viviendo sus vidas totalmente ajenos al teatrillo que se interpreta en las instituciones, porque en realidad saben muy bien que no es más que postureo.

Yo siempre he considerado que la inercia social es tan fuerte, que a veces parece que el comportamiento ciudadano nada tenga que ver con lo que se dice y hace en las esferas políticas. Pero como también creo en que esa inercia responde en cada momento a lo que vayan marcando las disposiciones oficiales, es decir las leyes que propone el gobierno y que se se aprueban en el parlamento, me llama la atención  la divergencia entre el insoportable ruido en los estamentos oficiales y la serenidad de la ciudadanía. Supongo que significa que, a pesar del ruido, de los ultrajes y de las mentiras, el ciudadano debe de estar de acuerdo con los resultados de la gobernanza e ignora las patrañas.

Puede ser que lo que suceda es que se haya perdido la confianza en los políticos y el ciudadano piense aquello de tú a lo tuyo, a tus gritos, y yo a lo mío, a seguir viviendo sin tenerte en cuenta. Por eso cada vez se oyen más voces que se quejan de este ambiente, que afean la conducta de nuestros políticos y que piden que cese la traca y la matraca. Pero son peticiones totalmente estériles, porque el problema está en la falta de categoría intelectual de esos líderes que suplen su debilidad dialéctica y discursiva con gritos, con descalificaciones y con infundios. Si el ciudadano oyera debates sobre lo que de verdad le interesa, quizá prestara atención. Pero para oír mediocres sainetes y vulgares vodeviles no tiene tiempo.

Como además no contamos con una clase intelectual a la altura de las circunstancias, sino sólo con falsos pensadores que se han subido al carro de las maledicencias, los vocingleros seguirán gritando, los difamadores mintiendo y los calumniadores inventando historias para no dormir. Con una clase política que se comporta como los gallos en las peleas y una intelectualidad que hace dejación de sus funciones pedagógicas, esto no hay quien lo arregle.

Pero eso sí, los ciudadanos seguiremos viviendo nuestras vidas lo mejor que podamos y los políticos despellejándose entre ellos. Cada uno a lo suyo.

7 de mayo de 2024

Recuerdos olvidados 12. Gritos en la piscina del vecino

 

Durante nuestra primera etapa de casados -desde 1970 a 1976-, alquilábamos durante todo el año un chalé en Galapagar, pequeña localidad de la provincia de Madrid situada a unos cincuenta kilómetros de la capital. Por un precio ligeramente superior al que costaba alquilarlo los tres meses de verano, disponíamos de una segunda vivienda permanente. La casa contaba con una parcela de mil quinientos metros cuadrados, que incluía una pequeña piscina, un buen garaje y una espléndida terraza que se asomaba a la sierra de Guadarrama, con la silueta de los Siete Picos como telón de fondo. Estaba situada en una colonia -Veracruz-, a unos dos kilómetros del pueblo. Era grande, de manera que a nosotros nos sobraba espacio por todas partes. En invierno subíamos a pasar los fines de semana y en verano nos instalábamos allí. Yo, salvo el mes de vacaciones, bajaba todos los días a trabajar a Madrid. 

Como me ha sucedido en alguna otra ocasión en la vida, aquella iniciativa nuestra atrajo la atención de uno de mis hermanos y de varios de nuestros amigos, que poco a poco fueron alquilando otros chalés similares alrededor del nuestro, creando entre todos un ambiente muy agradable. De aquella etapa de nuestras vidas mantengo extraordinarios recuerdos, porque a esa edad de treintañeros todo parece de color de rosa. Mis hijos crecían sanos correteando por la parcela y chapoteando en la piscina, y nosotros no parábamos de organizar fiestas en casa de unos o de otros, hasta el punto de que llegó un momento en el que empezamos a echar de menos un poco de tranquilidad y algo menos de ajetreo. Pero, como he pensado luego muchas veces a lo largo de mi vida, que nos quiten lo "bailao".

Un día estaba jugando al tenis con un amigo -en realidad peloteando- en un trozo de la parcela llano y bien apisonado, aunque pequeño para nuestras pretensiones deportivas. Serían las siete de la tarde y, aunque el sol empezaba a decaer, sudábamos la gota gorda. De repente oímos los dos unos gritos desgarradores de mujer procedentes de un chalé situado a unos trescientos metros del nuestro. Aunque no se entendía lo que decía, parecía evidente que pedía socorro. Soltamos las raquetas y salimos a la carrera hacia el lugar. Cuando llegamos allí, una vez traspasada la puerta del jardín, nos encontramos con una señora de unos treinta y tantos años, guapa y elegante, con una niña en brazos, de aproximadamente dos años de edad, que acababa de sacar de la piscina, ahogada o al menos sin conocimiento.

Como habíamos visto alguna vez hacer en la televisión, sin pensárnoslo dos veces empezamos a hacerle el boca a boca, alternado nuestros esfuerzos y dándole al mismo tiempo masajes en el corazón. Al cabo de unos minutos, que a mí me parecieron toda una eternidad, la niña vomitó aparatosamente, abrió los ojos con un gesto de terror, buscó alrededor con la mirada y empezó a llorar. Nosotros nos miramos con un esbozo de sonrisa en la comisuras de la boca, bajo la impresión de que acabábamos de salvar una vida humana. Todavía recuerdo el sabor a leche agria que dejó la boca de la pequeña en la mía. 

Mientras tanto, alguien había llamado al médico del pueblo, que tardó muy poco en llegar allí. Como era lógico, tomó el control de la situación, nos apartó a los dos y decidió que se avisara a una ambulancia para llevar a la niña al hospital Puerta de Hierro. Mientras tanto ordenó que se le quitara la ropa mojada, algo que a nosotros ni se nos había ocurrido.

Al día siguiente, los padres de la niña vinieron a vernos al chalé con una botella de whisky etiqueta negra en las manos como regalo. Se trataba de un matrimonio chileno exiliado de su país a causa de las medidas nacionalizadoras que se tomaron en aquel país cuando accedió a la presidencia Salvador Allende, sin duda con muy buena posición económica. Todavía recuerdo el Porsche rojo aparcado frente a nuestro jardín y el impresionante Rolex que lucía en la muñeca el padre de la criatura.

Se deshicieron en agradecimientos y nos dijeron que en el hospital les habían pedido que felicitaran a los improvisados socorrista porque no habían encontrado ni una gota de agua en los pulmones de la pequeña. Después nos hicieron una foto, "para que el día de mañana nuestra hija reconozca a sus salvadores". Pero lo que no se me olvidará nunca es que a continuación nos preguntaron sorprendidos cómo habíamos sido capaces de acudir a los gritos de socorro. En Chile, nos explicaron, nadie hubiera movido un dedo por temor a encontrarse con una situación desagradable, quizá con un atracador armado o con un asesino.

Yo no contesté, pero de haberlo hecho le hubiera dicho algo así como que España era un país civilizado, lo que evidentemente hubiera supuesto una impertinencia, un agravio comparativo. A veces es preferible guardar silencio y no dejarse llevar por los sentimientos.

Nunca he vuelto a saber nada de aquella niña, de la que imagino que habrá tenido una vida feliz. Aunque no creo que conserve nuestras fotos. Mejor, porque a mí, si me viera ahora, no me reconocería. Ni yo a ella, claro está, porque andará por los cincuenta y tantos.


3 de mayo de 2024

Recuerdos olvidados 11. Un ligue memorable

Andaría yo entonces por los 17 o quizá los 18 años y acababa de empezar la carrera. Tenía una buena pandilla de amigos y amigas, ellos procedentes de mi etapa escolar y ellas primas, hermanas o vecinas nuestras, jovencitas entre los 15 y los 17 que habíamos ido introduciendo poco a poco en el grupo. Nuestro principal entretenimiento eran aquellos fantásticos guateques de los sesenta, siempre por las tardes, porque eran tiempos de costumbres mojigatas y castidad impuesta, y ellas tenían que estar en casa no más tarde de las diez de la noche. Infringir aquella norma solía ser causa de serias reprimendas.

Uno de mis amigos, antiguo compañero de colegio, con el que luego coincidí en la Escuela de Ingenieros Agrónomos de Madrid y con quien mantengo una buena amistad -Sise, para los amigos-, venía con cierta frecuencia a casa, puede que a revisar juntos apuntes de algún tema que se nos atragantara o quizá a correr por la Casa de Campo por aquello de mens sana y corpore sano. Yo vivía entonces en la calle de Ferraz de Madrid, muy cerca del Paseo de Moret. Enfrente de mi portal había una cafetería que se llamaba Bacuco, entonces muy de moda, frecuentada por estudiantes universitarios residentes en los colegios mayores de alrededor. Allí iban con mucha frecuencia Los Gemelos, aquel conocido dúo que acompañó con sus guitarras a María Dolores Pradera durante sus últimos años. Cuando Sise y yo terminábamos de estudiar o de trotar bajo los pinos cruzábamos a esa cafetería, pedíamos unas cañas y prolongábamos un rato la jornada.

Un buen día, dos chicas, puede ser que tuvieran nuestra misma edad, aunque ya se sabe que ellas a los 18 siempre parecen mucho mayores que ellos, se sentaron a nuestro lado, de manera que no tardamos mucho tiempo en entablar conversación. Residían en un colegio mayor femenino muy cerca de allí, lo que motivó que a partir de ese día volviéramos a vernos de vez en vez en el mismo lugar, siempre a la caída de la tarde, cuando ya habíamos dejado los otros menesteres. Una de ellas, que se llamaba Magdalena y de la que no recuerdo nada más que el nombre, me tenía obnubilado. Un día nos explicaron que iban a pasar un mes en La Granja, para cumplir con aquella obligación de las chicas que se llamaba Servicio Social, y que se alojarían en la residencia de la Sección Femenina.

Sise y yo nos propusimos entonces ir a verlas, Ahorramos algún dinero para pagarnos el autobús y para poder invitarlas a comer, y un domingo nos presentamos en La Granja sin avisar, convencidos de que íbamos a darles una agradable sorpresa y que nos recibirían con los brazos abiertos. Muy mal se nos tenían que dar las cosas para que ese día no triunfáramos. Cuando llegamos al pueblo, observamos desde el primer momento que sus calles estaban inundadas por una marea caqui formada por militares pertenecientes a las llamadas Milicias Universitarias, todos de veintitantos años, con las caras bronceadas como consecuencia de las largas horas de instrucción, luciendo unos elegantes cordones en el pecho, distintivos de sus carreras, lo que nada tenía de particular porque cerca de allí había un campamento dedicado a aquella modalidad del servicio militar.

Cuando llegamos a la puerta de la residencia, preguntamos por ellas. Al cabo de un rato bajaron, con las caras muy serias y casi evitando nuestras miradas, poniendo de manifiesto que nuestra visita las incomodaba. Nos dijeron que deberíamos haberlas avisado, porque habían quedado citadas con unos chicos del campamento y les resultaba imposible salir con nosotros. Nos dieron la mano, salieron de allí, cruzaron la calle, se encontraron con sus flamantes donjuanes y si te he visto no me acuerdo.

Nosotros regresamos a Madrid algo compungidos, aunque a esa edad las contrariedades, incluso las del corazón, se olvidan muy pronto. En cualquier caso, la vida nos había dado a los dos una buena lección, la de que los amores hay que ganárselos con habilidad y nosotros habíamos sido muy torpes, o, dicho de manera algo más vulgar, que en esto de los ligues no se atan los perros con longanizas.

Pero, dicho sea sin presunción, aquel tropiezo no volvió a sucederme nunca más en la vida. O sí, vaya usted a saber.

Aunque de esto quizá hable otro día. O no, porque hay asuntos que por su naturaleza más vale no airear.