28 de noviembre de 2021

Nadar contracorriente

Tendemos a pensar que los males que afligen a nuestra sociedad son exclusivos del tiempo que nos ha tocado vivir. Las crisis económicas, las tensiones migratorias, la escasez de suministros, el terrorismo, las epidemias, los nacionalismos trasnochados, el populismo y tantas otros amenazas que nos acechan en la actualidad han existido siempre, desde principios de la humanidad, suponiendo que se pudiera precisar este origen. Lo que sucede es que el egocentrismo nos lleva a considerar que todo es nuevo sobre la faz de la tierra, como si el mundo anterior a nosotros no hubiera existido. Una clara equivocación, porque todo esta ya inventado y todo ha sucedido antes, en alguna o en muchas otras ocasiones. “¡Hasta dónde vamos a llegar!” es una exclamación derrotista que no tiene absolutamente ningún sentido, porque no hay ni meta ni final del desarrollo de la mente humana.

Si algo me gusta del estudio de la Historia es la constatación de lo que acabo de referir. Es cierto que todos sabemos que las lacras sociales siempre han existido, de manera que, cuando te remontas a las antiguas civilizaciones y las observas con cierto detenimiento, acabas reconociendo en sus comportamientos sociales las mismas amenazas que ahora nos rodean, tan iguales a las nuestras que no se necesita hacer un gran esfuerzo de imaginación para trasladarnos a tiempos pasados o, dicho de otro modo, para vernos reflejados en ellas.

Una de estas desgracias, que se ha repetido a lo largo del transcurso de las sucesivas civilizaciones desde tiempo inmemorial, es tener que soportar a los que nadan contracorriente. No quiero utilizar la palabra reaccionarios, porque este vocablo está tan ligado a la política que su uso hoy aquí  pudiera dar lugar a equívocos, aunque no voy a negar que los reaccionarios están incluidos entre los que nadan contracorriente. Me refiero en general a los que sistemáticamente se opone a la evolución de las costumbres, simplemente porque la rapidez con la que el mundo avanza los saca de sus cómodas y confortables casillas.

El ejemplo más sencillo sería el de los inadaptados a las nuevas tecnologías, nadadores contracorriente fáciles de localizar porque se prodigan con generosidad. Pero esta muestra no me serviría para expresar todo lo que encierra la expresión nadar contracorriente, porque va mucho más allá. Nadan contracorriente los que no aceptan al diferente, los que se oponen al aborto, los que no admiten la eutanasia, los que niegan la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, los que no quieren vacunarse, los homófobos, los xenófobos, los racistas, los que se niegan a utilizar la mascarilla, los que no admiten que exista violencia machista, los que se rasgan las vestiduras cada vez que alguien innova cualquier usanza, por inocua que ésta sea.

Afortunadamente, los que nadan contracorriente no pueden detener la constante evolución del pensamiento humano, porque la sociedad dispone de su propia dinámica, la suma de muchas voluntades que buscan constantemente superar los condicionantes que han impuesto los viejas costumbres, sobre todo aquellas que suponen algún recorte a las libertades del individuo. Porque si algo hay en el hombre que lo distingue de cualquier ser irracional es su capacidad de analizar las imposiciones que los nadadores contracorriente intentan mantener a toda costa, y modificarlas si no le gustan.

Porque, por mucho que les duela a algunos, a la evolución del pensamiento humano no hay quien le ponga freno.

24 de noviembre de 2021

La pandemia que no cesa

Supongo que no soy el único que siente en estos momentos una enorme frustración ante la lenta pero constante subida de la incidencia acumulada de la Covid en España. Frustración y miedo, no tanto porque tema contagiarme, sino sobre todo por las repercusiones de todo tipo que la maldita pandemia está teniendo en nuestras vidas. Cuando nos las prometíamos felices, porque parecía que recobrábamos nuestro ritmo habitual, los contagios vuelven a ser alarmantes y los hospitales a llenarse. Ni siquiera las diferencias que se observan entre nuestras cifras y las de otros países europeos consuelan, porque la experiencia enseña que una vez iniciado el proceso ya no hay quien lo pare. Mejor dicho, hay quien lo pare, pero a través de grandes limitaciones en nuestra manera de vivir.

Todo depende, además, de la edad que uno tenga. A la mía, cuando ya va quedando menos tiempo, volver a los confinamientos tiene muy poca gracia. A mí personalmente me importan poco los toques de queda, las prohibiciones de entrar en lugares cerrados y concurridos o la obligación de usar la mascarilla; pero verme encerrado dentro de un área geográfica determinada -en mi caso Madrid- o encontrarme con que otras regiones están cerradas a los visitantes me produce sarpullidos, porque me impide viajar, precisamente una de las pocas expansiones del espíritu que todavía puedo permitirme.

En cualquier caso, creo que tenemos lo que nos merecemos. No conozco a nadie que no haya bajado la guardia durante el verano pasado o a lo largo del otoño que llevamos recorrido. He llegado a tener la sensación de que nos comportábamos como los animales domésticos, obligados a permanecer encerrados en los domicilios de sus dueños, cuando éstos los sacan a la calle. Van desaforados, con sus precarias mentes puestas sólo en la idea del esparcimiento inmediato, sin oír ni las llamadas ni las órdenes de quienes los liberan durante un rato. Porque, salvando las distancias, a pesar de que se nos advertía constantemente de que el coronavirus estaba todavía ahí acechante, las ansias de libertad eran tales que no atendíamos a razones, abandonando medidas de precaución y comportándonos como si aquí no pasara nada.

Si a eso, al comportamiento de las personas normales, le añadimos el de los antisociales que se niegan a utilizar la mascarilla o a vacunarse, nada tiene de particular que volvamos a las andadas, con los consiguientes perjuicios colectivos, entre los que no podemos olvidar el frenazo de la recuperación económica. Cuando parecía que asomábamos la nariz después de haber estado sumergidos en la paralización de una gran parte de nuestra economía, el fantasma de la crisis económica reaparece.

Lo peor de todo es que después de tantas olas uno ya empieza a sospechar que esto no tenga remedio y que quizá la humanidad se vaya a ver obligada a partir de ahora a vivir bajo la tiranía del virus, al que parece que su corona lo haya dotado de poderes extraordinarios. No es mi estilo la lamentación, porque siempre he considerado que las visiones negativas  no conducen a buen puerto, si acaso a la depresión. Pero cuando veo esas manifestaciones violentas en Europa contra las medidas que de manera urgente las autoridades se han visto obligadas a tomar, se me revuelve el espíritu y desespero del comportamiento humano. Me resulta muy difícil admitir tanta estulticia y majadería.

En cualquier caso, es lo que nos está tocando vivir, nos guste o no. Pero no es lo mismo que esto suceda cuando uno es joven y tiene toda la vida por delante, que cuando peina canas -como diría un poeta cursi- o cuando ya te queda poco tiempo de vida útil -como dicen los que pisan el suelo de la realidad de la vida-.

20 de noviembre de 2021

No sabemos lo que tenemos

Circulaba en televisión un anuncio publicitario con un eslogan que me llamaba la atención cada vez que lo oía: somos el país de no sabemos lo que tenemos. Supongo que la autocrítica despectiva no es una señal de identidad exclusiva de España, pero sí es cierto que en nuestro entorno se prodiga con exageración masoquista. A veces parece como si nos reconfortaran las deficiencias que observamos en nuestro país y disfrutáramos sacándolas a relucir, algo que sería menos censurable si al mismo tiempo reconociéramos las cosas buenas que nos rodean. No se trata de patriotismo, sino de objetividad.

Digo esto, porque cada vez que recorro las carreteras españolas me quedo sorprendido positivamente al observar el cambio tan radical que ha sufrido nuestra red viaria en los últimos años, no sólo las autopistas, sino todas en general. En las comarcas más intrincadas se encuentra uno con secundarias y terciarias -las que antes denominábamos comarcales y locales- de muy alta calidad. No pretendo generalizar, porque no ignoro que aún queda mucho por hacer. Ejemplos de carreteras en mal estado y con el mismo trazado que tenían hace un siglo persisten todavía, pero desde mi punto de vista son las excepciones que confirman la regla. Como también es cierto que hay zonas en nuestro país que están esperando autovías planificadas desde hace tiempo, pero que no acaban de llegar por razones presupuestarias. Sin embargo, el balance general es muy satisfactorio.

España es un país con una orografía muy abrupta, circunstancia topográfica que dificulta tremendamente las comunicaciones, razón por la que las carreteras son imprescindible, no sólo para el tráfico de personas, sino sobre todo para el de mercancías. Otros países, formados por enormes llanuras atravesadas por grandes ríos navegables, las necesitan menos que nosotros. Disponer de una extensa red viaria significa, no sólo comodidad, también y sobre todo progreso económico.

Quien ha vivido ya muchos años recuerda perfectamente aquellos trazados de los años 80, cuando se iniciaron los planes de modernización de la red con el desdoblamiento de algunas de las carreteras nacionales. Fueron unos comienzos lentos de un proyecto a largo plazo, que poco a poco fue cobrando brío. Después vinieron frenazos como consecuencia de las distintas crisis que hemos ido atravesando, pero a lo largo del tiempo el avance ha sido tan espectacular que lo traigo hoy aquí para que sirva como ejemplo del fenómeno no sabemos lo que tenemos. Nos hemos educado en la crítica de lo español, bajo el curioso complejo de que admitir lo bueno que hay entre nosotros resulta una falta de personalidad. En vez de fijarnos en lo positivo y en lo excelente, tendemos a magnificar lo negativo y deficiente.

Quizá las carreteras españolas actuales no llamen la atención a los que no han conocido tiempos peores. Pero los que iniciamos nuestros primeros viajes al extranjero por carretera en los años sesenta del siglo pasado recordamos con cierto sonrojo el contraste que se producía al cruzar los Pirineos. Mientras que en España denominábamos pomposamente autopista de Barajas a los primeros kilómetros en las cercanías de Madrid de la que luego se convertiría en autovía del noreste (no había otra), Italia gozaba de una extensa red de autoestradas que provocaba la envidia de los turistas españoles. Y también la confusión, porque, como no estábamos acostumbrados a los peajes, dudábamos a la hora de entrar en ellos.

Nunca me ha parecido mal la autocrítica, pero sí el empeño en denigrar lo nuestro. Por eso digo que hemos avanzado mucho en el desarrollo de nuestra red de carreteras en los últimos años, tanto en calidad como en cantidad, algo que me parece justo reconocer, entre otras cosas porque somos el país de no sabemos lo que tenemos.