Hace muchos años asistí a un curso de mercadotecnia (marketing, para que nos entendamos), dentro del programa de cualificación que impartía la empresa en la que acababa de entrar a trabajar. Los alumnos éramos todos universitarios, con las carreras recién terminadas, economistas, licenciados en alguna rama de Ciencias o ingenieros. Habíamos entrado con las neuronas muy engrasadas, de tal forma que ninguno de nosotros encontraba grandes dificultades para seguir las lecciones que se impartían. Hasta que llegaron los ejercicios prácticos de presentaciones en público, algo para lo que ninguno de los que nos encontrabamos allí estaba preparado. Ni durante la enseñanza media ni en la universidad nos habían enseñado a hablar ante una audiencia. Era una asignatura nueva para todos nosotros.
Durante aquellas prácticas pude comprobar que la dificultad para hablar en público era una característica muy generalizada, porque incluso aquellos que habían demostrado gran desparpajo, osadía y desenvoltura en clase durante las semanas precedentes, es decir, los dicharacheros, los parlanchines y los desinhibidos, cuando se colocaban detrás del atril, frente a sus veintitantos compañeros de curso y la docena de profesores que impartían las distintas materias del programa, se ponían nerviosos. En todos aparecía el miedo escénico y, como consecuencia, los tartamudeos, las voces forzadas y las caras pálidas, más en unos que en otros, pero del mal trago no se libraba nadie.
Cuento esto ahora, porque después de bastantes presentaciones en público a lo largo de mi vida, unas de carácter profesional y otras como consecuencia de mis aventuras literarias, me acuerdo muy bien de las dificultades que tenía al principio, que yo achacaba a la timidez o a la falta de seguridad en mí mismo -lo que viene a ser lo mismo-, pero que al final concluí que en realidad era consecuencia de no haber recibido la enseñanza correspondiente en el momento oportuno. Aquel curso palió en cierto modo mis carencias, pero tuvieron que ser los años y los malos ratos en los estrados los que terminaran curtiéndome en esta materia.
Hablar en público es tan importante en tantas profesiones que debería ser una asignatura que se impartiera desde los primeros cursos infantiles. Es un arte que tiene sus técnicas, sus procedimientos y sus protocolos. No basta con conocer bien el tema que se trate, sino que requiere una rigurosa estructuración del discurso, de tal forma que el auditorio se sienta, no sólo cómodo, también interesado en lo que se cuenta. Ver caras aburridas, gestos de cansancio o actitudes desinteresadas en los oyentes desanima al orador y contribuye a incrementar la falta de calidad.
Hay quienes han nacido auténticos piquitos de oro, pero incluso éstos deben someterse a las normativas de la oratoria para que sus gracejo y simpatía no se convierta en un sainete. Porque, si bien es recomendable provocar la sonrisa de vez en vez, si se habla de física cuántica o de la dualidad antropológica o de bases de datos o de la metamorfosis de los anfibios y el público rompe en carcajadas, algo no está funcionando bien. Éste es uno, como tantos otros aspectos del discurso, que hay que controlar con rigurosidad absoluta.
Estamos en mi opinión ante una más de las carencias de nuestro sistema educativo, manejado siempre por enciclopedistas en vez de por pedagogos. Porque hay quienes opinan que si sabes de qué hablar, no necesitas lecciones para contarlo. Y no es así.
De la oratoria de los políticos hablaré otro día. Hoy no toca.
Cierto que desde pequeños deberían entrenarnos más a menudo para hablar en público. Cuando veo películas extranjeras, sobre todo del ámbito angloparlante, siempre me admira la capacidad y desparpajo con que los asistentes a una reunión de cualquier tipo, especialmente conmemoraciones, hablan en público con absoluto desparpajo, por ejemplo en bodas, cosa que no se da en España, donde todos tendemos a ser más tímidos y hablar en pequeños grupos.
ResponderEliminarPara hablar bien en público no se precisa, es cierto, sólo con llevar la lección bien aprendida, sino aprender ciertas técnicas para resultar ameno y que el discurso enganche a la mayoría. Conozco algunos interesantes libros que abordan el tema.
Fernando, absolutamente de acuerdo. Los países anglosajones nos llevan ventaja en esto. No solamente vemos en el cine escenas de discursos en bodas y funerales, también otras en los que los profesores obligan a los alumnos a expresar sus opiniones ante los demás. No sólo a recitar la lección, también a improvisar reflexiones. Ojalá aquí fuera igual.
ResponderEliminarOjalá, porque hablar en público para algunos siempre se nos hizo muy cuesta arriba
EliminarHace muchos años me di cuenta de que era incapaz de hablar en público y me apunté a un curso de Dale Carnagie y funcionó. No es que después del curso fuese un brillante orador, pero perdí el miedo.
ResponderEliminarHiciste muy bien, porque, como digo en el artículo, hablar en público es una asignatura pendiente en muchos de nosotros.
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