29 de febrero de 2024

Recuerdos olvidados 6. El caso de la pluma estilográfica

 

Tenía yo entonces diez años y vivía en Gerona. Estudiaba el curso que en el plan de entonces se denominaba primero de Bachillerato, en un colegio seglar y mixto de la ciudad del Ter y del Oñar, algo muy poco frecuente en aquella época. No debíamos de ser más de quince alumnos por clase, entre chicos y chicas. Todavía, a pesar de los años transcurridos –más de setenta- y a que sólo estudié allí un año, recuerdo los nombres de algunos de mis compañeros y profesores, aunque sus fisonomías hayan desaparecido por completo de mi memoria.

Un día, por no sé qué razones, a la hora de salir me quedé rezagado en el aula. Sobre el tablero de la mesa corrida y alargada que constituía mi pupitre compartido, vi una estilográfica abandonada por alguno de mis compañeros, que con las prisas de última hora debía de haberse olvidado de guardar.

La cogí y  la metí en un bolsillo, o quizá en la cartera junto a mis libros, con la intención de localizar al día siguiente a su propietario y devolvérsela. Pero cuando llegó el momento se me olvidó. Al cabo de un par de días, al sacar mis cosas cuando empezaba la primera clase, la vi y la coloqué sobre el pupitre. 

Una voz  aguda y amenazadora, la de uno de mis compañeros de clase, que se llamaba Requena, sonó de repente detrás de mí: "esa pluma es mía, me la has robado, devuélvemela inmediatamente". La acusación me sonó tan dura, tan alejada de la realidad de mis intenciones, que mi sistema defensivo reaccionó improvisando un embuste: "no es cierto, me la encontré el otro día en la calle, tirada en el suelo, al salir del colegio". No sé por qué lo hice, ignoro qué resortes de mi mente infantil me llevaron a construir aquel relato falso. Pero una vez dicho lo que dije, me propuse defender mi versión contra viento y marea.

La reacción no se hizo esperar por parte del profesor de turno –el señor Sánchez- que nos ordenó a los dos que, cuando acabara la clase, nos quedáramos con él un momento para aclarar lo sucedido.

Cuando ya estábamos solos nos sometió a un auténtico interrogatorio, como lo haría cualquiera de los detectives que yo veía en las películas de Humphry Bogart. Preguntó primero a mi compañero cuándo había echado de menos su estilográfica, y después a mí cuándo y dónde me la había encontrado. Requena dijo que hacía un par de días, y yo que en la misma fecha, al salir del colegio. El señor Sánchez, a pesar de sus dudas, me dijo que la situación debía ponerse en conocimiento del director del colegio. 

-Esté aquí mañana un cuarto de hora antes de empezar las clases -me dijo con autoridad-. El señor Cocuard lo estará esperando en su despacho. 

Esa noche transcurrió entre insomnios y pesadillas, en los que no faltaron ni cárceles ni correccionales ni trabajos forzosos ni salas de interrogatorios con luces de flexos dirigidas a los ojos. Hasta que al día  siguiente el director del colegio me recibió en su despacho con cara de circunstancias. 

-Siéntese y cuénteme. Si hacía un par de días que la encontró, ¿por qué no se la había entregado a su dueño?

-Porque se me olvidó que la tenía en la cartera –contesté sin la menor vacilación-. De repente la vi, la saqué y la puse sobre la mesa. Entonces Requena me acusó de habérsela robado. 

-¿Les ha contado usted algo a sus padres sobre este asunto? 

-No. Para qué iba a hacerlo. ¿Para preocuparles? Tenía que hablar primero con usted.

El señor Cocuard suavizó el semblante, esbozó una sonrisa y me dio la mano.

-Vuelva a clase. Si de verdad hubiera usted querido quedarse con esa pluma, no la habría sacado delante de su propietario. Creo en su versión. Aquí no ha pasado nada. Y sea cuidadoso con estas cosas. A veces los olvidos se vuelven contra nosotros. Espero, porque todo ayuda a aprender en la vida, que no se olvide nunca de esta experiencia.

Entré en clase justo un minuto antes de que la señorita Adell empezara la primera clase del día. Me miró con expresión neutra y me señaló mi silla para que tomara asiento. Desde su mesa, Requena escrutaba mi rostro, quizá tratando de encontrar en mí las consecuencias de una bronca. Yo le devolví la mirada con seriedad, abrí el libro, saqué mi estilográfica –una Parker azul marino con el capuchón plateado que me habían regalado mis padres cuando aprobé el curso anterior- y me puse a atender las explicaciones.

Ni el señor Sánchez ni Requena volvieron a mencionarme nunca aquel extraño y desagradable incidente. Incluso recuerdo que éste y yo llegamos a ser buenos amigos, porque a veces la amistad se abre camino a través de extrañas circunstancias. Pero no me acuerdo ni de su cara ni de su aspecto, sólo de un llamativo jersey de lana con dibujos de rombos que vestía con bastante frecuencia.

Desde entonces me he mantenido muy alerta en mis contactos con las propiedades ajenas para evitar equívocos, porque no creo que pudiera volver a soportar una afrenta tan injusta como la que recibí aquel día de hace setenta años. Las cosas no siempre son lo que parecen. Por eso dice el proverbio que la esposa del césar no sólo debe ser honesta, sino que además tiene que parecerlo.

25 de febrero de 2024

... pon tus barbas a remojar

 

Hay que ver la cantidad de interpretaciones distintas que se pueden dar después de conocerse el resultado de unas elecciones. Supongo que todas están más o menos preparadas de antemano y que basta con una pequeña adaptación a la realidad de lo que las urnas hayan dicho para ponerse delante del atril y empezar a largar lindezas. Por eso, debido a que todo el mundo opina sin recato y en ocasiones con descaro sobre el resultado de los comicios gallegos, yo también voy a expresar mi propia opinión. ¿Por qué no?

Aunque el PP haya revalidado la mayoría absoluta que ya tenía y el PSOE se haya pegado un batacazo, ni voy a alabar a los primeros ni a denigrar a los segundos, porque ninguna de las dos cosas me ha sorprendido. Voy a decir simplemente lo que ya dije hace años, que la aparición de las izquierdas a la izquierda del partido socialista ha sido el peor acontecimiento que le haya podido suceder, no sólo al PSOE, sino a los progresistas de este país en general. Entonces lo expresaba como una opinión y ahora lamentablemente constato un hecho.

Los herederos del 15 M le han hecho un flaco favor a la izquierda. Nacieron para asaltar los cielos, combatieron contra la izquierda moderada acusándola de estar vendida a la derecha, se pelearon entre sus distintas familias como los escolares en los patios de un colegio, presumieron de haber crecido como la espuma, alardearon de ser el soporte necesario para que el PSOE pudiera gobernar, se estancaron, se dividieron, decrecieron y, como consecuencia, debilitaron la posición del partido socialista, el único en la izquierda con capacidad de ser alternativa a las derechas de este país, como se ha demostrado desde que volvió a España la democracia. Cuatro legislaturas con Felipe González, dos con Zapatero y una y pico con Sánchez; frente a dos con Aznar y dos con Rajoy. Si se me permite la expresión coloquial, goleada.

Que el PSOE haya perdido tantos votos en Galicia, que Sumar no haya conseguido ni un solo escaño y que Podemos ni esté ni se le espere es un evidente ejemplo de a lo que está llegando la izquierda con implantación en todos los territorios. Como consecuencia, y como votos progresistas sigue y seguirá habiendo, muchos votantes decepcionados se refugian en las izquierdas nacionalistas, aumentando con ello la división en el ala progresista.

Se le pueden dar más vueltas, tantas como se quiera. Pero lo cierto es que la izquierda está tocada, no digo de muerte, pero sí de gravedad. Es cierto que estas divisiones son históricas, no acaban de nacer; pero no lo es menos que los asamblearios de Pablo Iglesias -¿dónde está?- han hecho mucho daño, han torpedeado con sus utopías, con sus pretensiones desmedidas a la única izquierda que es posible en la Europa actual, la de los pies en la tierra, no la del asalto a los cielos.

La buena noticia es que se estaría a tiempo de rectificar. Pero para ello los dirigentes socialistas deberían armarse de realismo y dejarse de justificaciones. Porque aunque sea cierto que la estructura del PSOE sigue siendo sólida, con implantación en todas las comunidades, y que el modelo de Galicia no es extrapolable ni a otras comunidades ni mucho menos a unas elecciones generales, hay ocasiones en las que conviene poner las barbas a remojar.

 

20 de febrero de 2024

Recuerdos olvidados 5. Papá quiere hablar contigo

Era octubre de 1952. Yo estaba en mi habitación de nuestra casa en Gerona, sentado en el borde de la cama, taciturno, sin darme del todo por vencido. Creo que la terquedad, que yo prefiero llamar tesón, ha formado siempre parte de mi manera de ser. Ya por aquel entonces, con diez años recién cumplidos, cuando se me metía una idea en la cabeza la defendía con insistencia, de tal forma que a los que me rodeaban les costaba un gran esfuerzo convencerme de lo contrario. Mucho me temo que siga pasándome ahora lo mismo, con la diferencia de que con el tiempo creo haber aprendido a controlar mis impulsos y a no enrocarme con facilidad. Pero aquel otoño de hace tantos años, a pesar de las dificultades me mantenía en mis trece.

Debían de ser las diez de la mañana y estaba previsto que esa misma tarde un taxi, ya encargado de antemano, nos trasladara a mi hermano Manolo y a mí, acompañados por mis padres, al internado en el que habíamos estudiado el año anterior, Santa María del Collell, un lugar aislado, en mitad de la comarca de la Garrocha gerundense, del que ya he hablado en alguna otra ocasión. Yo había estado insistiendo a lo largo de todo el verano en que no quería repetir la experiencia, porque no veía ninguna ventaja, solo inconvenientes. Supongo -de esto no me acuerdo bien- que mi batalla iría creciendo en intensidad a medida que transcurrían las vacaciones de verano y que sería en los últimos días cuando intensifiqué el esfuerzo. Pero lo cierto es que estaba ya “en capilla” y mucho me temía que aquello no tuviera  solución.

De repente oí que alguien abría la puerta de mi habitación y entraba en ella. Era mi madre, con la expresión muy seria y un rictus de preocupación en el rostro. 

-Papá quiere hablar contigo. Te espera abajo en su despacho. Date prisa.

Vivíamos en el segundo piso de una casa militar. En el primero estaban las oficinas y el despacho profesional de mi padre. Yo pocas veces entraba allí, porque me parecía un terreno absolutamente vedado para un niño. Cuando avanzaba por el pasillo, rodeado por el teclear de las máquinas de escribir,  suponía cuál sería la razón de aquella llamada urgente e imperativa. Temía que se avecinara una bronca por mi actitud de rebeldía.

-Siéntate -dijo mi padre, cuando entré en su despacho, quizá con el mismo tono que utilizaba con sus subordinados-. Cuéntame las razones de tu insistencia en no volver al Collell, porque no acabo de entender que te hayas obcecado de esa manera. Tenía la sensación de que no te importaba repetir la experiencia, pero veo que no es así. Explícate.

Como luego, a lo largo de mi vida, mis padres me contaron muchas veces como transcurrió aquella conversación, creo que estoy en condiciones de repetirla. Parece ser que me armé de valor y contesté que no veía ninguna ventaja en aquel internado, perdido en mitad de la nada, que no tuviera cualquier otro colegio de la ciudad de Gerona. Que, todo lo contrario, una vida tan enclaustrada no ayudaba en nada a nuestra formación y que, por consiguiente, prefería vivir en casa con la familia. Supongo que mi padre discutiría un poco conmigo mis argumentos, por aquello de que tampoco era cosa de perder la autoridad tan fácilmente; pero enseguida ablandó el gesto y me dijo que de acuerdo, que anularía la reserva.

Quizá fuera aquel mi primer acto de rebeldía, de defensa de mis "principios". Aunque también supongo que si mi padre se dio por vencido con tanta facilidad, debió de ser porque tampoco él se sintiera muy seguro de que aquel internado fuera la mejor de las soluciones posibles.

Nuevo colegio, nuevos profesores y nuevos compañeros. Pero ahora dormiría en casa con mis padres y con mis hermanos y saldría los fines de semana a dar una vuelta con mis amigos, como debe ser o, al menos, como yo creía que debía ser.


15 de febrero de 2024

La entrega de los Goya y el sectarismo político

Es verdad que en la retórica política se oyen y se leen por uno y por otro lado muchas bajezas, expresiones inapropiadas, insultos barriobajeros, acusaciones falsas, mentiras descaradas, tergiversaciones de la verdad y toda clase de improperios para intentar hacer daño al adversario. Esta manera de hacer política está tan extendida que, lamentablemente, ya no duele en los oídos de la ciudadanía, porque son muchos los que la asumen como el estilo normal en las confrontaciones entre partidos. Pero hay veces que la falta de rigor intelectual llega a los límites de la ignominia e incluso los traspasa.

El otro día le oí decir a Núñez Feijóo que mientras Barbate se vestía de luto por la muerte de dos guardias civiles a manos de los narcotraficantes, el presidente del gobierno asistía a un festival de cine. Así, sin más, sin precisiones. Lanzó la acusación al aire, miró para otro lado y a otra cosa mariposa, como si no hubiera dicho nada. Cayó en una falta de rigor intelectual tan innoble que, como digo arriba, sobrepasa con creces los límites de la decencia política.

El festival al que se refería el presidente de los conservadores españoles era la entrega en Valladolid de los premios Goya, un certamen anual que la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas celebra, desde hace treinta y ocho años, para entregar los premios otorgados a los profesionales del cine en sus distintas especialidades. Una ceremonia que yo suelo ver en televisión, no porque me parezca un espectáculo demasiado entretenido, pero sí interesante ya que ayuda a pulsar el estado de salud de este importante sector de nuestra economía. De nuestra economía y de nuestra cultura.

El presidente del gobierno estaba allí por un sentido de responsabilidad institucional, como estaban también otras autoridades estatales y autonómicas, entre estas últimas Alfonso Fernández Mañueco, presidente de la Junta de Castilla y León, uno de los actuales barones del PP. A Pedro Sánchez lo enfocaron las cámaras en muy pocas ocasiones, sólo cuando alguno de los intervinientes aludió a él. Hizo lo que a mi juicio tenía que hacer, asistir para apoyar con su presencia al sector y permanecer al margen del guion, porque no era el día de los políticos sino el de los cineastas.

También acudió, por cierto, Juan García Gallardo, el inefable vicepresidente de la comunidad castellano-leonesa, que unos días antes había soltado una de sus lindezas, en la que acusaba a nuestros cineastas de señoritos que sólo saben pedir dinero, para luego hacer malas películas. Pedro Almodóvar, en su intervención, le afeó el gesto, y el flamante dirigente de Vox se ganó el abucheo de la concurrencia.

Pero volvamos al tema que nos ocupa. A este festival, a la entrega de unos premios a los cineastas españoles por sus propios compañeros, es a lo que Feijóo se refería cuando soltó la estulticia de acusarlo, sin decirlo, de asistir a espectáculos frívolos cuando en Barbate estaban de luto. Una actitud impropia de un político que ahora ostenta el título de jefe de la oposición.

Lo reconozco: hay veces en las que me quedo corto al elegir los adjetivos calificativos.

11 de febrero de 2024

Las bambalinas del blog

 

Como cualquier escenario o tribuna expuesta al público que se precie de tal, este blog tiene sus propias bambalinas. Quiero decir que, además de los comentarios que figuran al pie de cada artículo y que cualquier lector puede leer, recibo algunos otros por WhatsApp, por e-mail, por teléfono o personalmente, procedentes de lectores que prefieren guardar el anonimato. Les basta con que yo conozca su opinión y no quieren compartirla con nadie más. A esa trastienda, a esa parte desconocida por los lectores habituales de estos artículos es a lo que voy a referirme hoy, sin mencionar nombres ni dar pistas, no porque la ley de protección de datos me obligue, sino por un arraigado respeto a la intimidad de las personas.

Por supuesto que en estos comentarios de back stage hay de todo, pitos y palmas. De los que aplauden no voy a hablar hoy, sólo agradecerlas una vez más que lean mis artículos y me den sus opiniones. Las críticas, por otro lado, suelen ser por lo general sobre aspectos concretos de mis escritos, debates interesantes que suelo contestar, o aceptando el error de mi enfoque o confirmándome en mis ideas o matizándolas. Ahora bien, cuando las censuras recaen sobre la totalidad de mis reflexiones, es decir, sobre mis enfoques ideológicos, no suelo entrar en debate, sobre todo si se parte de la acusación de que yo estoy completamente equivocado y quien se dirige a mí en posesión de la verdad. Con tales premisas, ¿de qué se puede debatir? 

La verdad es que éstos comentarios extremos son escasos, pero los hay. Quienes los protagonizan suelen ser personas con posiciones ideológicas muy alejadas de las mías, muy convencidos de los errores de la progresía, es decir espíritus conservadores. Lo cual nunca me echaría para atrás, porque tan respetables son sus ideas como las mías. Ahora bien, cuando te anatemizan y encima presentan sus ideas como dogmas, no tiene ningún sentido discutir. Porque hay algunos que se manifiestan desde el principio de sus comentarios en posesión de la verdad y, como consecuencia, me acusan de estar totalmente equivocado, de arriba a abajo. Me están diciendo desde el primer momento que no cabe debate, porque estoy tan alejado de la realidad que para qué debatir. 

Siempre he dicho que cuando aquí escribo no lo hago para convencer a nadie, que no me guía ningún afán de proselitismo. No abrí este blog para llevar a nadie "por el buen camino", sino para explicar a quien quiera oírlo "el mío", que, como librepensador que me considero, es flexible, tiene muchas bifurcaciones y admite tantos cambios como los tiene la realidad que nos rodea.  Si hay algo que detesto es el dogmatismo, venga de quien venga.

Todo esto sucede entre bambalinas y a todos estos comentarios contesto, aunque sepa muy bien que la discusión no vaya a tener demasiado recorrido. Procuro no herir sentimientos personales, aunque sé muy bien que cuando a alguien se le dice que no se sienta tan seguro al defender “su verdad” se le está en cierto modo incomodando. Yo lo siento, pero de la misma manera que respeto cualquier opinión, aunque me parezca disparatada, no puedo dejar de criticar la vanidad que implica considerarse a sí mismo en lo cierto y al otro en el error.

Afortunadamente no siempre recibo entre bambalinas enmiendas a la totalidad, porque la mayoría de las veces, aunque haya discrepancia, queda hueco para la discusión. Por eso animo a mis comentaristas “off the record” a que me sigan dando sus puntos de vista, porque los comentarios, dentro o fuera del blog, son para mí algo así como el eco de mis propias reflexiones.

9 de febrero de 2024

¡Será cabrón el juez!

 

He tomado el título de este artículo de una de mis viejas anécdotas profesionales, un comentario que se me quedó grabado, quizá por la oportunidad del momento. Sucedió hace muchos años, cuando yo era un joven casi recién incorporado en la empresa, durante una reunión interna de negocios. Uno de mis compañeros nos entretuvo durante más de un cuarto de hora en el relato de un problema que le había surgido al instalar un enorme (en tamaño) equipo informático en un cliente muy importante. Para que entrara en la sala habilitada al efecto había que derribar provisionalmente una pared; alguien de la vecindad se opuso, intervino el juzgado y, al final, su señoría dictaminó que se buscara otra solución, porque aquel tabique era intocable. Quien dirigía la reunión, nuestro director inmediato, después de un alarde de paciencia oyendo las prolijas explicaciones del narrador, intervino muy serio y dijo: ¡será cabrón el juez! Yo, desde entonces, uso este soez exabrupto cuando los excesos de explicaciones no se corresponden con la transcendencia de lo explicado.

Pero en realidad no es de instalaciones de ordenadores de lo que quiero hablar, sino de decisiones judiciales. En los últimos tiempos se está confundiendo el desacato a los autos judiciales con la crítica a los mismas. Acatarlos forma parte del juego democrático de las instituciones, porque si no se acataran el estado de derecho se hundiría. Sin embargo, criticarlos por no estar de acuerdo con los criterios esgrimidos significa libertad de expresión, derecho a discrepar intelectualmente de decisiones que, acatadas por imperativo de la ley, son discutibles.

Creo que como español que ha vivido desde su origen hasta su desaparición el terrorismo de ETA estoy en condiciones de opinar en qué consiste un acto terrorista, el del tiro en la nuca, la bomba lapa bajo el coche o el siniestro secuestro prolongado en zulos. Conozco muy bien el horror que sentíamos los bien nacidos cada vez que se producía alguna de aquellos salvajes atentados, he salido a la calle junto a miles de ciudadanos españoles a gritar basta ya cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco y no me dolían prendas por las sentencias dictadas contra los asesinos.

Sin embargo, cuando la declaración unilateral de independencia y los sucesos del 1 de octubre de 2017, aunque me embargó la indignación por la irracionalidad de la decisión tomada por Puigdemont y por las algarabías callejeras, no sentí terror. Sabía que, aunque la situación era muy grave desde un punto de vista político, la fortaleza de nuestro estado de derecho pondría las cosas en orden, como así sucedió. Incluso los altercados callejeros, que veíamos en televisión con todo lujo de detalles, no consiguieron alterar mi estado de ánimo más allá del enojo, de la rabia y de la calentura. Lo de ETA era una guerra soterrada, había muertos, lesionados y víctimas. Lo del procés fue otra cosa, el resultado de una combinación de factores políticos que habían contribuido a crear un clima de tensión insoportable, pero que el Estado podía controlar, como así fue.

Por eso ahora, cuando oigo que algunos medios y partidos interesados intentan homologar las dos situaciones, me indigno, y no tengo por menos que discrepar de los movimientos judiciales para acabar con el intento, absolutamente democrático, de reconducir aquella amarga situación.

No: acatar no significa estar de acuerdo. Dicho sea con absoluto respeto a la judicatura.

5 de febrero de 2024

Salvar al soldado Puigdemont

 

Siempre he considerado que las políticas de apaciguamiento del volcán catalán, las que desde hace unos años ha puesto en marcha el gobierno socialista, son necesarias y convenientes para que no dejemos a las generaciones siguientes la herida abierta del separatismo. No se trata de convencer a los soberanistas del error de su actitud, sino de crear un clima de confianza que revierta la opinión general de los catalanes, muchos de los cuales, aunque no sean separatistas, miran con desconfianza las políticas de signo represivo. Ahora, aunque sigo creyendo que la estrategia utilizada por Sánchez para disipar tensiones y abrir cauces de dialogo es la adecuada, la actitud de Puigdemont me hace dudar de que, si persiste, se pueda continuar por ese camino. Quizá se trate de tácticas de distracción del expresident para llamar la atención sobre sus pretensiones, y que todo se quede al final en papel mojado o en agua de borrajas; pero lo cierto es que el voto de los diputados de Junts contra la ley de amnistía suena a canallada o, si se prefiere, a ridículo esperpento.

Pretender que el gobierno de España presente una propuesta de ley que no cumpla con la legalidad vigente es demencial, por no decir que se trata de una boutade, es decir, de una salida extravagante. Se puede, y así se ha hecho, afinar al máximo, pero sin vulnerar el mandato constitucional. Lo contrario, además de constituir un delito, no conduciría a ninguna parte, porque los filtros institucionales de nuestro estado de derecho lo frenarían. Por tanto, no acabo de entender la insistencia de la derecha nacionalista catalana en modificar la redacción de la ley de amnistía, salvo que sus dirigentes no tengan la conciencia tranquila.

Para el gobierno de Pedro Sánchez la pérdida del apoyo de Junts significaría entrar en un carril de vía muerta, porque, aunque pudiera gobernar prorrogando los presupuestos, estaría condenado a medio plazo a convocar elecciones. Pero lo curioso es que a Puigdemont y a sus fieles los llevaría al descarrilamiento total, porque, si la derecha, junto a la ultraderecha, accediera al gobierno central y aplicara las políticas que propone, estarían abocados, tarde o temprano, a desaparecer del mapa político como partido y su líder no podría regresar a España sin riesgo de ser detenido.

Si a lo anterior le unimos la imagen que en Cataluña dejaría el hecho de que, por intentar salvar al soldado Puigdemont, continuaran procesados varios centenares de ciudadanos que, en mayor o menor medida, intervinieron en la declaración unilateral de independencia y en las elecciones ilegales, es difícil entender la cerrazón de Junts. Salvo que haya gato encerrado, quiero decir, salvo que no se trate más que de mezquinas maniobras de política menuda.

Son muchos los analistas de la cosa pública que parecen confiados en que al final la ley de amnistía se apruebe, basando su punto de vista en la pura lógica que encierran las consideraciones anteriores. Yo prefiero pensar exactamente lo mismo, porque no me entra en la cabeza tamaño disparate. No puedo entender que, cuando se ha estado pregonando a gritos que se trata de un conflicto político, cuando se ha invocado el diálogo hasta la saciedad en contraposición con el empleo de la mano dura, se rompa la única posibilidad que existe de llegar a acuerdos razonables. Porque no hay otra, ni la pretensión soberanista de unos ni la radicalidad centralista de los otros.

Es verdad que la política tiene sus tiempos y a veces no leemos la letra chica. Pero en este caso, cuando se les han ofrecido la mano y la quieren morder, es difícil entender qué hay detrás. La política -¡cuántas veces lo diré!- es el arte de lo posible, cuyo primer principio reza: no me pidas lo imposible.

1 de febrero de 2024

La elegancia, esa cosa tan rara

 

Siempre me ha gustado analizar a partir de las palabras la realidad que encierran. El otro día pensaba yo en el manido concepto de la elegancia, no referido a cosas materiales, sino a comportamientos humanos. No todo el mundo entiende la elegancia del mismo modo, porque se trata de una idea subjetiva y por tanto capaz de admitir múltiples interpretaciones. Yo, por supuesto, voy a hablar hoy, aquí, de mis ideas al respeto.

Quienes me educaron en el ámbito familiar, mis padres, insistían mucho en la elegancia del comportamiento. Por supuesto que les preocupaba lo mundano, que el nudo de la corbata estuviera bien hecho, los zapatos limpios, las uñas cortadas y los cubiertos bien asidos. Pero en lo que de verdad insistían era en que los ademanes fueran los adecuados y en que las palabras se atuvieran a los cánones de la tolerancia y la consideración por los demás. No voy hoy a entrar en si fui buen o mal alumno, en si aprendí o no las lecciones que me dieron, porque dijera lo que dijera se volvería en mi contra. 

Pero sí me atrevo a confesar que el poso que dejó en mí la insistencia de mis progenitores se convirtió, dependiendo de los casos, en interés o en simple curiosidad por la elegancia de las personas que he ido conociendo a lo largo de mi vida. En los que tengo capacidad de influencia, el interés se traduce en recomendaciones o consejos; en los que no, la curiosidad se convierte simplemente en valoraciones internas, nunca en manifestaciones de mi opinión. Los que en mi subjetiva escala de valores tienen alta la calificación de la elegancia, salen de mis juicios personales mucho mejor valorados que los que no.

Ya lo he dicho y voy a insistir en ello. Estoy hablando de comportamientos, no de complementos o aditamentos. La elegancia, siempre desde mi punto de vista, nada tiene que ver con las modas, con los usos o con las costumbres. Se puede ir vestido a “la última” y carecer de elegancia, o, por el contrario, de manera informal y resultar elegante. Se pueden utilizar expresiones coloquiales sin menoscabo de la elegancia del lenguaje, o apoyarse en frases cultas, eruditas y altisonantes y resultar vulgar y redicho. Incluso, por qué no, adornar los mensajes con algún taco sin perder la elegancia, o intentar ser gracioso con expresiones malsonantes y poner de manifiesto que se carece de elegancia.

A la elegancia quizá le suceda lo que al juego de las siete y media. Don Mendo explicaba:

-Que o te pasas o no llegas

-y el no llegar da dolor

-pues indicas que mal tasas

-y eres del otro deudor.

-Más ¡Ay de ti si te pasas!

¡Si te pasas es peor!

No, supongo que no es fácil ser elegante. Al fin y al cabo se trata de una cualidad adquirida por medio de la educación básica y ya sabemos que en esto de la pedagogía familiar hay muchas escuelas, quizá tantas como familias, algunas, por cierto, muy despreocupadas por esa cosa tan rara que llamamos elegancia. 

Lo dejo aquí, porque tengo la sensación de que la insistencia nunca resulta elegante.