9 de febrero de 2024

¡Será cabrón el juez!

 

He tomado el título de este artículo de una de mis viejas anécdotas profesionales, un comentario que se me quedó grabado, quizá por la oportunidad del momento. Sucedió hace muchos años, cuando yo era un joven casi recién incorporado en la empresa, durante una reunión interna de negocios. Uno de mis compañeros nos entretuvo durante más de un cuarto de hora en el relato de un problema que le había surgido al instalar un enorme (en tamaño) equipo informático en un cliente muy importante. Para que entrara en la sala habilitada al efecto había que derribar provisionalmente una pared; alguien de la vecindad se opuso, intervino el juzgado y, al final, su señoría dictaminó que se buscara otra solución, porque aquel tabique era intocable. Quien dirigía la reunión, nuestro director inmediato, después de un alarde de paciencia oyendo las prolijas explicaciones del narrador, intervino muy serio y dijo: ¡será cabrón el juez! Yo, desde entonces, uso este soez exabrupto cuando los excesos de explicaciones no se corresponden con la transcendencia de lo explicado.

Pero en realidad no es de instalaciones de ordenadores de lo que quiero hablar, sino de decisiones judiciales. En los últimos tiempos se está confundiendo el desacato a los autos judiciales con la crítica a los mismas. Acatarlos forma parte del juego democrático de las instituciones, porque si no se acataran el estado de derecho se hundiría. Sin embargo, criticarlos por no estar de acuerdo con los criterios esgrimidos significa libertad de expresión, derecho a discrepar intelectualmente de decisiones que, acatadas por imperativo de la ley, son discutibles.

Creo que como español que ha vivido desde su origen hasta su desaparición el terrorismo de ETA estoy en condiciones de opinar en qué consiste un acto terrorista, el del tiro en la nuca, la bomba lapa bajo el coche o el siniestro secuestro prolongado en zulos. Conozco muy bien el horror que sentíamos los bien nacidos cada vez que se producía alguna de aquellos salvajes atentados, he salido a la calle junto a miles de ciudadanos españoles a gritar basta ya cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco y no me dolían prendas por las sentencias dictadas contra los asesinos.

Sin embargo, cuando la declaración unilateral de independencia y los sucesos del 1 de octubre de 2017, aunque me embargó la indignación por la irracionalidad de la decisión tomada por Puigdemont y por las algarabías callejeras, no sentí terror. Sabía que, aunque la situación era muy grave desde un punto de vista político, la fortaleza de nuestro estado de derecho pondría las cosas en orden, como así sucedió. Incluso los altercados callejeros, que veíamos en televisión con todo lujo de detalles, no consiguieron alterar mi estado de ánimo más allá del enojo, de la rabia y de la calentura. Lo de ETA era una guerra soterrada, había muertos, lesionados y víctimas. Lo del procés fue otra cosa, el resultado de una combinación de factores políticos que habían contribuido a crear un clima de tensión insoportable, pero que el Estado podía controlar, como así fue.

Por eso ahora, cuando oigo que algunos medios y partidos interesados intentan homologar las dos situaciones, me indigno, y no tengo por menos que discrepar de los movimientos judiciales para acabar con el intento, absolutamente democrático, de reconducir aquella amarga situación.

No: acatar no significa estar de acuerdo. Dicho sea con absoluto respeto a la judicatura.

2 comentarios:

  1. Totalmente de acuerdo, y con respeto a la judicatura, por supuesto, no vaya a ser que cometamos desacato.
    Fernando

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    1. Fernando, gracias por tu comentario. Aprovecho para decir que en mi frase "con absoluto respeto a la judicatura" no hay ironía. Siempre he sido respetuoso con las decisiones judiciales, me hayan gustado o no. Lo que sucede es que en un colectivo tan grande y tan heterogéneo como es el que constituyen los jueces, es inevitable que haya garbanzos negros. En éste como en todos.

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