31 de diciembre de 2018

Malditos aeropuertos

En realidad el adejetivo malditos sobra, porque mencionado el sustantivo aeropuerto la maldición se supone como el valor se suponía en la desaparecida mili. Volé por primera vez en mi vida recién nacido, aunque naturalmente de aquel primer vuelo no recuerde nada. Después, primero por circunstancias familiares, más tarde por requerimientos profesionales y en los últimos tiempos por eso que algunos –no sé por qué- llaman placer, no he dejado de hacerlo a lo largo de toda mi vida. Por eso, si tuviera un mínimo de capacidad para la escritura y algo más de voluntad en la sesera, podría escribir una novela, un ensayo y hasta un tratado científico sobre esta resbaladiza materia. Pero como para tan pretenciosa tarea me faltan fuerzas, voy a limitarme a referir algunas impresiones sobre el asunto.

De la misma manera que el ilustre Arias Cañete nos confesaba hace ya algún tiempo que recordaba con nostalgia aquellos camareros uniformados que servían el café con protocolo versallesco, yo echo de menos los viajes de los años cincuenta y sesenta, cuando, y no exagero demasiado, se facturaba nada más llegar, en las salas de espera se podía uno sentar sin menoscabo de su integridad física, la megafonía se oía con claridad, no había pasillos sin final que recorrer, las pocas indicaciones se entendían porque estaban escritas en caracteres latinos y no en jeroglíficos egipcios, y nadie te cacheaba porque el simple hecho de viajar en avión excluía que uno perteneciera al hampa; y luego, ya en el avión, te encontrabas con una amable azafata o con un simpático auxiliar de vuelo para atender a cada siete u ocho pasajeros, no sólo para indicar lo del respaldo vertical, lo del cinturón de seguridad, lo del chaleco salvavidas y lo de las puertas de emergencia. Además, la comida era buena y las maletas no se perdían nunca.

No voy a describir los sinsabores que proporciona viajar ahora en avión, porque cualquiera que lea estas impresiones sabe perfectamente de qué estoy hablando. Me limitaré simplemente a contar alguna reciente experiencia personal. Un viaje de Madrid a Moscú, con escala en París, y regreso desde San Petersburgo, también con la correspondiente parada en la capital francesa. Salida de Barajas a las 11.30 de la mañana y llegada a la capital de Rusia a las 12 de la noche hora local, una menos en España. La vuelta por supuesto por el estilo, porque los vientos de cola al parecer aquel día no servían de nada. Las dos escalas en la ciudad de la luz y del amor dantescas. Corredores interminables, cambio de edificio en autobuses sobrecargados, nadie a quien preguntar, letreros confusos, indicaciones contradictorias y nuevos controles policiales, uno en cada cambio de terminal y otro en cada acceso a la zona de embarque. Cacheos, fuera zapatos y cinturones, y parpadeos y sirenas en los arcos de acceso. El aeropuerto moscovita tan vacío a aquella hora como lo deben de estar las estepas rusas. El de la ciudad de Catalina la Grande tan concurrido que uno se hacía daño en los codos para avanzar.

No, esto no es lo que era y además empeora a pasos agigantados. Por eso, me estoy planteando reducir mi ámbito viajero a un radio que pueda abarcar en coche o si acaso en tren. No aguanto los aeropuertos y no soporto el martirio que supone que las piernas no te quepan entre tu asiento y el de delante. Sufro esperando las maletas. Me estreso cuando me veo en esos fatídicos corredores anteriores al control de pasaportes, más aptos para reses que para seres minimamente humanos. Me salen erupciones en la piel cuando el funcionario de turno me obliga a quitarme los zapatos y el cinturón. Tiemblo cuando paso el arco detector de supuestas ignominias. Reniego cuando no encuentro un lugar donde sentarme en la sala de espera. Se me hace interminable la cola que se forma para entrar en el avión, con la tarjeta de embarque en una mano, el pasaporte en la otra y el equipaje de mano en el suelo empujado a patadas.

Que alguien me diga si merece la pena viajar así. No me valen las opiniones de la gente joven. Trampas no, por favor.

29 de diciembre de 2018

Sin complejos

Creo que fue Aznar quien dijo hace ya bastantes años aquello de que la derecha española debería quitarse los complejos de inferioridad de encima y defender su conservadurismo sin tapujos. Parece que ahora, algún tiempo más tarde, su recomendación ha calado en la mente de muchos españoles, entre otras cosas porque la oferta conservadora desde entonces se ha multiplicado por tres. José Luis Rodríguez Zapatero, con cierta agudeza retórica, denomina al triunvirato que gobernará en Andalucía three party, porque aquello de tripartito está ya demasiado manoseado. La alusión al tea party de la derecha ultraconservadora de los Estados Unidos viene aquí que ni pintada.

No seré yo quien discuta el resultado de unas elecciones democráticas. Pero sí seré quien le saque punta al lápiz para escribir algunas ideas sobre el laboratorio político en que las circunstancias han convertido a la Comunidad Autónoma de Andalucía, porque todo hace pensar que lo que allí está ocurriendo pueda repetirse en otras comunidades, e incluso en las elecciones generales que, tarde o temprano, acabarán llegando.

Pero en realidad, ¿qué está sucediendo? Primero, y quizá lo más importante, que la derecha en su conjunto se ha quitado los complejos de encima. Le ponen apellidos a las distintas tendencias –centro derecha, derecha o extrema derecha- pero en realidad las diferencias son tan pequeñas que ni se notan. La prueba está en que el PP firma acuerdos con Vox ante los focos y sin disimulos e incluso sus líderes explican que en sus respectivos idearios hay muchas coincidencias, aunque no expliciten cuáles, porque a tanto no se atreven.

En segundo lugar, Ciudadanos anda intentando disimular su cambio de chaqueta, aunque se le note todo, como decía Pepe Iglesias, el Zorro, aquel humorista argentino tan popular en la España de los años cincuenta y sesenta. Sus más preclaros portavoces proclaman que su único aliado es el PP, al que hasta hace poco denigraban hasta la afonía, pero hay que ser corto de entendederas, lento de pensamiento, para no ver la realidad de hasta dónde están dispuestos a llegar. Nacieron conservadores, crecieron oportunistas y se mantienen adheridos como lapas a las corrientes triunfadoras. Sólo hay que recordar cómo hasta hace muy poco apoyaban al gobierno de Susana Díaz y cómo ahora la han convertido en su mayor enemigo.

De Vox poco voy a decir, simplemente que los de Santiago Abascal se lo deben de estar pasando teta con tanta publicidad gratuita sobrevenida. Ya disponen de una tribuna y es de esperar que la utilicen con descaro. Del trío ganador son los únicos que nunca han tenido complejos. Son lo que son y los tomas o los dejas.

Volviendo al three party, conviene recordar lo que vino después del tea party: nada más y nada menos que Donald Trump, éste sí que sin complejos. En España, candidatos para emular al actual presidente norteamericano no faltan, Lo que ocurre es que están repartidos en tres formaciones políticas y por tanto es difícil saber de dónde saldrá el ganador.

Una vez eliminados los complejos que estorbaban, todo vale. Y, si no, al tiempo.

26 de diciembre de 2018

Yo soy yo y mis rutinas

No conozco a nadie que no viva inmerso en sus rutinas o, dicho con algo más de elegancia, en sus costumbres. Ni siquiera se libran aquellos que presumen de ser muy distintos del resto de la humanidad, los que alardean de originalidad. Serán todo lo singulares que quieran, pero repiten con tanta frecuencia lo atípico que al final caen en el hábito. Por eso yo ya hace tiempo que, para evitar discusiones estériles, decidí confesar que soy un hombre de vida monótona, rutinaria y repetitiva. Sí: yo soy yo y mis rutinas.

También tuve las circunstancias a las que se refería Ortega y Gasset con su frase memorable. Lo que sucede es que poco a poco se fueron convirtiendo en rutinas. Poco a poco, es verdad, porque al principio cuando uno es joven intenta controlar las que le hayan tocado en suerte en la vida, soslayar las negativas y aprovechar las positivas, porque todos sin distinción hemos venido al mundo con un bagaje circunstancial muy surtido. Sin embargo, al final lo único que logramos es modificar en mayor o menor medida el premio o el castigo recibido en la lotería que supone aparecer en este mundo. Después, una vez modificado el legado, las variantes que resulten son nuestras nuevas circunstancias y éstas se convierten con el tiempo en el caldo de cultivo de nuestras rutinas.

Es cierto que las rutinas pueden ser de naturaleza muy distinta. Pongamos algunos ejemplos, porque ya se sabe que no hay buenas lecciones sin verbigracia. Los magnates del acero, del petróleo o de cualquier otra materia, prima o no prima, hacen casi todos lo mismo y con perseverancia. Cenas en Maxim´s, viajes en jet privado, veraneo en las Bahamas y esquí en Saint Moritz. Cómo no se aburren con tanta repetición. Los deportistas, ya lo decía el inolvidable Tony Leblanc, por la mañana a la Casa de Campo y por la tarde al gimnasio. Que pesadez. Los escritores -supongo- todo el día imaginando argumentos y horas y horas corrigiendo sus escritos. No sé cómo continúan en la brecha. Los jugadores de golf constantemente pendientes de reservar hora en el campo, después golpe tras golpe a la bola y más tarde explicación de sus golpes y jugadas a quien se preste a escucharlos. Y así sucesivamente porque podría seguir poniendo ejemplos.

Eso que llamamos hobbies no es más que la institucionalización de la rutina. Por eso, cuando alguien me pregunta si tengo algún hobby suelo contestar que muchos. No voy a entrar en detalles, porque sería prolijo, pero no hago otra cosa que practicarlos, desde que me levanto y me lavo los dientes con un cepillo verde –no me gustan los de otros colores-, hasta que me acuesto y me llevo un vaso de agua a la mesilla –nunca bebo por la noche pero si no lo tengo a mano me entra sed-. Ya sé que alguno estará pensando que eso no son hobbies, que son manías. Pero, ¿hay alguna diferencia?

Nadie se libra de la rutina, ni los ricos ni los pobres ni los poderosos ni los humildes ni los reyes ni los plebeyos. Nadie. Todos somos nosotros y nuestras rutinas. ¿O no?

23 de diciembre de 2018

La Nochebuena se viene, la Nochebuena se va


Una vez más estamos en Navidad, unas fiestas que, con independencia de su origen y trasfondo religioso, se han convertido en un periodo de alegría y buenos deseos para los cristianos de todas las tendencias y modalidades, para los agnósticos dubitativos y hasta para los ateos convencidos. Forman parte de una tradición milenaria, y nadie serio, a estas alturas del siglo XXI, cuestiona su celebración como días especialmente señalados en el calendario. Al menos en el mundo occidental, porque fuera de sus fronteras culturales los fundamentalismos siguen berreando. Los ataques a los mercados navideños europeos son un signo dramático de esa barbarie e intolerancia. Son otras tradiciones –que no otras religiones- atacando a la de origen cristiano. De aquellas luchas religiosa estas intolerancias. De aquellos polvos medievales estos lodos posmodernos.

Pero como estamos en Navidad, no es momento para continuar por ahí. Hoy no quiero hablar de intransigencias ni de dogmatismos ni mucho menos de fanatismos. Hoy quiero hablar de concordia o, como se dice ahora, de buen rollo. Quiero abstraerme de la realidad que me circunda  -al menos durante el rato que dedico a la escritura de este artículo- y convencerme de que vivo en un mundo perfecto. Es difícil, ya lo sé, porque la realidad es aplastante y no da tregua. Pero, ¿por qué no imaginarme que la sociedad combate la violencia machista con medidas preventivas en vez de utilizar los crímenes con fines partidistas? O, ¿por qué no creerme que los inmigrantes llegan a Europa sin jugarse la vida y sin pasar penurias, y que son acogidos como se acoge a los seres humanos sea cual sea su condición? O, ¿por qué no pensar que en las cumbres internacionales sobre el cambio climático los representantes de las naciones poderosas llegan a acuerdos eficaces y no simplemente a vestir la mona de seda? O, ¿por qué no soñar que a los ciudadanos lo que verdaderamente les preocupa es la reinserción social de los encarcelados en vez de moverse por móviles vengativos?

Será sólo un rato, no demasiado largo, porque tengo el sueño ligero y enseguida me despierto. Pero por poco que dure la ingenua ensoñación quiero disfrutarla. Lo que sucede es que las pesadillas interceden y no me dejan vivir el momento como desearía. La realidad es tan distinta de lo que imagino, que hasta soñando reconozco que ese mundo de fantasías es falso. Pero aun así prefiero seguir dormido porque algo de sosiego le llega a mi espíritu, por efímera que sea la alucinación. Incluso no ignorando que tan sólo se trata de delirios pasajeros, son unos instantes que me proporcionan paz, aunque sospeche que al despertar me llevaré un disgusto.

Las Navidades son un poco así, una breve interrupción en el ejercicio de la intolerancia, una tregua concedida por los intransigentes, un ligero aletargamiento del odio. Pero tan breve como un sueño. De hecho nadie abandona las trincheras, de manera que algún disparo furtivo suena de vez en vez. Da la sensación de que se trate de una situación forzada. Es cierto que durante esos días la gente sonríe más, desea lo mejor a todos sin excepción, demuestra una empatía arrolladora. Es la cara positiva. La negativa es la brevedad.

En cualquier caso, me alegro de que estemos en Navidad. Por eso, y aprovechando la ocasión, desde aquí quiero desearles a todos los que lean estas líneas muchas felicidades y el mejor año nuevo posible.

18 de diciembre de 2018

Amistades peligrosas

No es la primera vez que me propongo hablar aquí de la amistad. En otras ocasiones me he referido a casos concretos, como cuando escribí sobre  las virtudes de una persona que había convertido el fomento de las relaciones con los demás en casi una religión personal. Hoy, sin embargo, voy a ser mucho más impreciso, porque lo que pretendo es reflexionar sobre el concepto y no sobre la utilidad de tener amigos. Un pretensión para la que quizá me falten conocimientos teóricos, pero no prácticos. Veamos.

Dicen algunos que la amistad se basa en la afinidad de caracteres, pero yo no estoy de acuerdo. Según una aseveración tan categórica, dos personas con diferentes puntos de vista sobre el mundo y sus ciscurstancias nunca se llevarían bien. Sin embargo, la experiencia me dicta que se puede tener amigos con opiniones muy distintas de las tuyas. Incluso la diferencia de criterio en aquellos temas que consideramos más polémicos, como  los religiosos o los políticos, nunca han sido en mi opinión obstáculos insalvables para mantener una buena amistad. Una cosa son las discusiones circunstanciales en tiempo y lugar entre amigos y otra muy distinta que éstas logren deshacer las buenas amistades.

Es cierto que a veces se da lo que algunos llaman incompatibilidad de caracteres, una expresión que a pesar de su ambigüedad define perfectamente un conjunto de discrepancias tan profundo que pudiera llegar a obstaculizar la amistad entre dos personas. No obstante, ni siquiera ese estado de contraposición extendida consigue necesariamente romper las relaciones entre amigos. La frase coloquial “son cosas suyas, ya sabemos cómo es” suele resolver las dificultades. Incluso a veces se hace de la necesidad virtud y las discrepancias terminan convirtiéndose en caldo de cultivo de las relaciones entre amigos. Se dice aquello de “es muy rarito, pero es mi amigo", y adelante con las rarezas. O se le tilda de peculiar, y a otra cosa mariposa.

Pero hay veces en las que, en vez de discrepancias circunstanciales y de incompatibilidad de caracteres, se da el fenómeno de la dejadez o desidia en el mantenimiento de la amistad por alguna de las partes. Cuando esto sucede, los lazos acaban desatándose. El caldo de cultivo al que antes me refería se transforma en un jugo agrio de aspecto desagradable, de manera que en vez de cultivar las relaciones de amistad las esterilizan. En esas condiciones, por mucho que se intente mantener los vínculos, estos desaparecen poco a poco. La distancia es el olvido -dice el bolero-, pero no hace falta que ésta sea material. Puede ser tan intangible como lo es el abandono del compromiso. Porque la amistad, no nos quepa la menor duda, significa compromiso.

Conclusión: no es difícil mantener las buenas amistades, porque resisten  las tensiones, las discrepancias y las diferencias ideológicas. Lo que no soportan es el abandono, la pereza o la falta de cuidado. Con estos último ingredientes, pasivos por naturaleza, la ruptura está servida.

15 de diciembre de 2018

Y colorín colorado...

La expresión no es mía. La utilizó el otro día Iñaki Gabilondo en una de sus locuciones periódica en la SER, refiriéndose al calentamiento del conflicto catalán. Llegados a este punto –venía a decir-, si el señor Torra se empeña en romper la baraja, rómpase. Una cosa son las provocaciones bravuconas y otra elevar el tono de las amenazas y anunciar que si para lograr la independencia hay que llegar al enfrentamiento civil se llegará.

Es cierto que las escaladas verbales tienen límites, pero estos son muy difíciles de precisar cuando se intenta llegar a acuerdos firmes y duraderos. Lo que hay en juego -nada más y nada menos que la unidad de España y la concordia entre los españoles-, bien merece no dar pasos en falso, no dejarse llevar por impulsos viscerales. El gobierno de Pedro Sánchez, cuyo proposito de resolver el conflicto mediante pactos que no vulneren la legalidad siempre he visto con buenos ojos, se encuentra en una difícil situación, en la del jugador de las siete y media, un juego en el que ya sabemos que o te pasas o no llegas. Y como le decía don Mendo a Magdalena: “…el no llegar da dolor, pues indica que mal tasas y eres del otro deudor. Más ¡ay de ti si te pasas! ¡Si te pasas es peor!”. Una ocurrente definición de la conveniencia de medir con acierto el momento en el que se deben tomar las decisiones, que a mi juicio queda aquí que ni pintada. No hay que precipitarse, pero ojo con no actuar a tiempo.

Lo fácil es pedir que el cielo descargue rayos y centellas sobre los líderes separatistas, como solicitan al unísono las tres derechas en liza y también ciertas izquierdas. No les importa que la contundencia de las medidas abra todavía más las brechas separatistas y que, como consecuencia, cada vez se haga más difícil llegar a una solución que cierre definitivamente el conflicto. De hecho ni siquiera reconocen el alcance social del problema. Para ellos se trata de la manipulación de la opinión pública por parte de unos pocos, de manera que muerto el perro se acabó la rabia. Pero, desgraciadamente, siendo lo anterior verdad, es bastante más complejo que todo eso.

Estoy completamente convencido de que si se vulnera la legalidad el gobierno actuará con firmeza. En su momento, los que ahora gobiernan apoyaron la aplicación del 155 sin condiciones. De manera que todo hace pensar que si volvieran a producirse hechos como los que dieron lugar a aquellas medidas de excepción, no dudarían en activarlas de nuevo. Lo que sucede es que, salvo fanfarronadas, exabruptos y salidas de tono de muy mal gusto, los separatistas están teniendo sumo cuidado en que no se produzcan situaciones de verdadera ilegalidad. Proponer la independencia, aunque no nos guste, no es ilegal. Por eso, supongo, el gobierno de momento mantiene el pulso, aunque ya haya advertido en sede parlamentaria de hasta dónde está dispuesto a llegar.

El bloque independentista se está desestructurando. Su estrategia se basa en el enfrentamiento directo, en la provocación. La negociación no les favorece, pero no pueden negarse a ella. De ahí que cada día que pasa se observen mayores divergencias entre las distintas tendencias que defienden la independencia. Intentan mantener la unidad de criterio, pero las diferencias se perciben con nitidez. Ante esa situación de desintegración lenta pero evidente, el gobierno debe mantener la cabeza fría y no precipitarse.

Desgraciadamente éste no es el pensamiento que hoy impera. Pero yo no diría lo que pienso si dijera lo contrario de lo que acabo de decir. Y en este blog me puedo equivocar, pero nunca mentir.

11 de diciembre de 2018

Elogio a mi ciudad

Como me había prometido a mí mismo, hace unos días fui a darme un garbeo por el intricado centro de Madrid, con la intención de comprobar si las medidas que restringen el tráfico rodado habían servido para algo. El paseo fue largo, desde Neptuno a la Gran Vía, pasando por Cibeles, desde Callao a la plaza Mayor, atravesando Sol, y desde allí al museo del Prado, bajando por la carera de San Jerónimo. Era un día festivo de diciembre y por tanto fechas prenavideñas. Además, nos encontrábamos en mitad de un largo puente y disfrutábamos de una tregua en la sucesión de borrascas otoñales que han estado aguándonos la fiesta en los últimos tiempos. Y la capital de España, no lo olvidemos, continuaba siendo una ciudad de cuatro millones de habitantes.

Lo primero que observé fue que el tráfico había disminuido hasta límites insospechados. Algunos taxis, pocos coches -que o gozaban de bula municipal o circulaban despistados- y los autobuses de siempre avanzando con soltura y sin atascos. No es que se tratara de una visión idílica -tampoco hay que exagerar-, pero reconfortaba el ánimo comprobar que al menos se había dado un buen paso en el camino que conduce a la mejora del bienestar ciudadano.

Pero con independencia de esta grata impresión, me llamó la atención comprobar la ingente cantidad de transeúntes que llenaba las aceras del centro de Madrid, auténtica marea humana desbordada por las calles peatonales, hasta el extremo de que en algunos tramos resultara defícil dar un paso. Nunca me he sentido a gusto en mitad de las aglomeraciones, pero aquella multitud me hizo reflexionar sobre el poder de atracción de una ciudad como Madrid, que hasta hace muy poco daba la impresión de que estuviera excluida o casi excluida de los circuitos turísticos interiores y exteriores.

La experiencia de cruzarme con tanta gente que en apariencia vagaba sin destino concreto, contemplando a su alrededor lo que veía y descubriendo aspectos urbanos desconocidos u olvidados, me hizo pensar en que algo estaba cambiando en la capital de España. Quizá –pensé- la Villa y Corte estuviera pasando de ser una ciudad gestionada con criterios muy cerrados y bastante catetos, a ser una urbe con pretensiones cosmopolitas. Reconozco que, a pesar de mi fobia a las multitudes, aquel descubrimiento me llenó de satisfacción y, permítaseme la vanagloria, de cierto orgullo.

Es cierto que las circunstancias ayudaban ese día. Pero no lo es menos que ciertas políticas de apertura al paseante y de inteligente venta de imagen favorecen el fenómeno. Si se le devuelve el protagonismo a los peatones, si se limita el tráfico rodado a lo imprescindible, si se amplían las aceras y se reduce el número de carriles hábiles para los vehículos, al ciudadano de a pie le apetece mucho más salir a la calle y disfrutar de la ciudad; y a los forasteros, españoles o extranjeros, conocer una ciudad que antes asustaba por su vorágine y ahora invita al paseo. Disponen de algo que habían perdido, de un espacio utilizable que hasta hace poco les estaba vedado.

Como ya sé que habrá muchos escépticos que duden de que mi entusiasmo esté justificado, les invito a que hagan lo que yo he hecho, a que se acerquen al centro de Madrid –sin coche por supuesto-, que se den una buena caminata por donde la aguja de marear los lleve y que observen a su alrededor cuanto acontece. Estoy seguro de que llegarán a la conclusión de que me he quedado muy corto en este breve elogio a la ciudad en la que vivo.

7 de diciembre de 2018

Susanita tiene un... marrón

Si no fuera porque estoy vacunado contra la decepción aguda, la noche de las pasadas elecciones autonómicas andaluzas me hubiera dado un soponcio. No sólo el PSOE de mis amores y desamores se pegaba un sonado batacazo, sino que además, para mayor inri, la ultraderecha se colaba de rondón en las instituciones democráticas españolas. Pero como a estas alturas de mi vida pocas situaciones pueden alterarme el ritmo cardiaco, ese día a pesar de los pesares me fui a la cama y dormí como un bendito, como decía mi tía abuela Esperanza.

El electorado andaluz ha dicho lo que quería decir. Lo que toca ahora es interpretar el mensaje correctamente, en vez de liarse mantas a la cabeza y buscar culpables para descargar las iras sobre sus cabezas, o proclamarse campeón, cuando el árbitro ha contado hasta diez y uno no ha sido capaz de ponerse en pie porque le temblaba hasta el alma, por sublime que ésta sea. Ya sé que para los implicados directamente es difícil aceptar la derrota y actuar con coherencia, pero yo no soy uno de ellos. Simplemente me tengo por un progresista que prefiere que gobierne la socialdemocracia moderada a que lo hagan los conservadores con ayuda de la ultradereha. Por eso voy a dar ciertas opiniones sobre algunas de las causas de la derrota. Lo siento, pero es que no lo puedo remediar.

La primera, que la permanencia en el poder corroe. Negarlo sería negar la naturaleza humana. Por muy eficientes que sean los gobernantes, el tiempo termina sacando a relucir debilidades e incapacidades; y por muy decentes que se propongan serlo, la hiedra de la corrupción acaba por hincar raíces en sus voluntades. El PSOE andaluz no se ha librado de esta amenaza y al electorado de izquierdas no le vale aquello de corruptos hay en todas partes.

La segunda, que en estos tiempos de globalidad las políticas autonómicas no caminan solas sino de la mano de las de ámbito estatal. El electorado español -y el andaluz no iba a ser una excepción-, es muy conservador a la hora de juzgar los asuntos que conciernen a la unidad de España. El tratamiento que el gobierno socialista está dando al problema del independentismo catalán no está siendo entendido por un gran sector de la opinión pública, en parte porque no lo están explicando bien quienes tenían que hacerlo, pero además porque la oposición conservadora utiliza un asunto de Estado tan delicado como arma arrojadiza electoral. Además, los independentistas con sus bravatas y cerrazón ayudan poco.

La tercera, y no menos importante, que el panorama de las posibles alianzas poselectorales –el PSOE de Susana Díez y la izquierda radical de Teresa Rodríguez- le inquieta a muchos. La mayoría de los votantes del partido socialista no es radical. Sin embargo el anticapitalismo del Podemos andaluz sí lo es. Casan mal a simple vista. Su amalgama produce preocupación, si no temor.

Dicen los politólogos que en las elecciones andaluzas los votantes del PSOE se han quedado en casa. No han ido a votar a partidos de derechas, simplemente han dicho que así no. Siguen estando ahí, pero su izquierdismo moderado no ha encontrado en esta ocasión encaje, porque no están dispuestos a tragar ruedas de molino. Por eso el PSOE andaluz, en vez de lanzar las campanas al vuelo de la algarabía callejera o de maquinar componendas parlamentarias contra natura, debería volver a los cuarteles de invierno, analizar con sosiego la situación, modificar lo modificable y cambiar a los cambiables. Sin prisas pero sin pausas. No todo ni mucho menos está perdido, por muchos nubarrones que ahora se vean en el horizonte.

Ahora bien, como decía un amigo mío muy castizo él y bastante gráfico en las descripciones, si el partido socialista se anda con el bolo colgando se lo comerán las hormigas; y lo que en esta ocasión no ha logrado alterar mi ánimo, quizá en las generales llegue a producirme urticaria. Es cierto que guardo una buena pomada en casa, pero no quisiera tener que usarla no vaya a ser que haya caducado.

3 de diciembre de 2018

Paseos, cervezas y boquerones en vinagre


Ya he contado en alguna ocasión en las deslavazadas páginas de este blog que me encanta pasear por el centro de Madrid, callejear por sus barrios más antiguos, andar sin rumbo fijo. También he confesado que, aunque mi médico de cabecera insista con terquedad y no poca machaconería en que andar es muy bueno para la salud, no lo hago para hacer ejercicio sino como medio de entretenimiento. Por eso confío en que a nadie le sorprenda que las medidas puestas en marcha por el ayuntamiento de la capital de España para restringir el  tráfico rodado por la “almendra” me hayan parecido dabuten. Si además de deambular por esas tiendas de decoración que me gustan porque venden cosas que sirven para muy poco -si es que sirven para algo- y de saborear alguna caña -doble si es posible- en las viejas tabernas de mostrador de zinc, mesas de mármol y fachada de mosaico alicatado voy a respirar más sano, ¿qué otra cosa mejor le puedo pedir a la vida?

Como nadie nunca está del todo satisfecho con las medidas de buen gobierno, son bastantes los detractores de la nueva ordenanza municipal, aunque algunos de ellos sólo pisen el centro de la ciudad ad calendas graecas, y ya se sabe que los griegos no usaban calendario. Menuda incomodidad, dirán. Pero como la medida procede de un consistorio teñido de un color que no es el suyo, ponen en práctica aquello de que al adversario hay que negarle el pan y la sal de la hospitalidad de los clásicos. Sin embargo, también son muchos los que no sólo la aceptan de buen grado sino que además la aplauden. Yo, ya lo he dicho, estoy entre estos últimos. Menos coches, menos humos, menos ruidos, menos contaminación.  Más ciudad que contemplar y más comodidad al pasear.

Hace ya muchos años que no cometo la locura de desplazarme en coche a esa zona. Para qué, si luego tienes que aparcar donde el viento da la vuelta. O metro o autobús o, si se apodera de mí la pertinaz molicie, taxi. Por eso, cuando ahora oigo como argumento en contra de la medida que el gremio de comerciantes cree que saldrá perjudicado no lo entiendo. Es una queja que no se basa en mi experiencia como comprador. Supongo que cuando la nuevas ordenanzas estén algo más rodadas, no solamente se desdirán de sus reclamaciones sino que además agradecerán la medida. Un barrio en el que se pueda pasear con tranquilidad y sosiego es más atractivo para ir de compras que la vorágine de unas calles inundadas por docenas de coches atascados.

Madrid no ha sido ni mucho menos la primera ciudad europea que adopta estas medidas. Son muchas las que hace años decidieron restringir el tráfico en sus barrios centrales, es decir en sus respectivas “almendras”. Ni será la última. Yo, gracias a mi edad, o mejor dicho como consecuencia de los años que pesan sobre mis espaldas, he sido testigo de una evolución del tráfico en la capìtal que parece no tener fin. Recuerdo que cuando era joven acudía en ocasiones a los cines de la Gran Vía en coche y podía aparcar delante del elegido sin demasiados problemas. Algunos pensarán que aquello era muy cómodo, y tendrán razón porque lo era. Pero esa comodidad pertenece a otra época, a otras circunstancias. Las de ahora, nos guste o no, no permiten que los coches sigan apoderándose del centro de la ciudad. La realidad se impone y el ayuntamiento por fin así lo ha entendido.

Ahora mismo me voy a vagar un rato  por el centro de Madrid, a ver si noto la nueva realidad. Y de paso, por qué no, me tomaré una cañita de cerveza. O acaso un doble.

29 de noviembre de 2018

Comida de antiguos compañeros de trabajo

Después de medio siglo de haberlos conocido –empiezo ya a contar mi vida en fracciones de siglo- me reuní el otro día con un grupo de antiguos compañeros de la empresa en la que trabajé durante treinta años. Una veintena de setentones en plena decadencia de su ya larga existencia, una amplia colección de experiencias vitales, heterogénea mezcla de éxitos y de fracasos, pero en cualquier caso un encuentro entrañable.

Cuando iba hacia el restaurante de nuestra cita, una mezcla de sensaciones encontradas ocupaba mi mente. Quería ver a todas aquellas personas de las que poco había sabido durante los veinte últimos años, pero al mismo tiempo temía el encuentro. La decepción, ese fantasma que a veces aparece al levantar el velo de misericordia que cubre las expectativas, está presente en cualquier aspecto de la vida y en aquella ocasión había muchas posibilidades de tropezar con ella.

Cuando llegué al lugar de la cita, mis dudas se disiparon. Qué bien te encuentro, por ti no pasan los años, y muchas otras caritativas lindezas bilaterales que me hicieron olvidar los temores anteriores, que me devolvieron la ilusionada alegría de tantos años atrás, aunque la realidad del deterioro físico se impusiera y los años sí hubieran pasado inexorablemente por todos nosotros. Pero allí aquello no importaba, era una realidad que queríamos rehuir, siquiera por un par de horas. Y al menos yo lo conseguí.

Después de la melé inicial vino el cuerpo a cuerpo individual o al menos restringido. Durante una comida multitudinaria se puede hablar sólo con los más próximos a ti, con aquellos a los que el azar haya sentado a tu lado. Y en ese momento se entra en otra dimensión, en el de las realidades individuales desprovistas de halagos cariñosos, en el de la cruda veracidad de las cosas, en el de las confesiones de lo que han supuesto los últimos veinte años para cada uno de nosotros. Alegrías y tristezas, éxitos y fracasos personales, hijos y nietos, divorcios y viudedades. La vida como es, sin sorpresas, porque a nuestra edad uno está vacunado contra todo lo malo y también lo bueno.

Y el recuerdo de los ausentes. ¿Te han dicho que fulano se separó? ¡Qué triste el final de Mengano! ¿Sabes algo de Zutano? Sí, el pobre tiene alzheimer en grado muy avanzado. Cotilleos intrascendentes que buscan más recuperar recuerdos que indagar en intimidades, chismes bienintencionados que te llevan en ocasiones a lugares no previstos.

Al acabar, las fotos de rigor. Más tarde los abrazos, los golpes en la espalda, los recuerdos a tanta gente que no había estado pero pudiera haberlo hecho. Pero sobre todo el firme propósito de volver a vernos como muy tarde dentro de un año.

Y vuelta a la realidad de mi tranquila existencia.

26 de noviembre de 2018

Insultos en el Congreso

Estaba yo el otro día viendo en directo la sesión de control al gobierno, cuando el diputado Rufián se enzarzó con el ministro Borrell. Como estoy acostumbrado a los exabruptos del primero, comprendí que se trataba de una más de las provocaciones parlamentarias a las que nos tiene acostumbrados el representante de ERC, y supuse que, como consecuencia, el destinatario de los insultos se quitaría de en medio a su agresor verbal mediante alguna sutil finta dialéctica que lo dejara descolocado. Al señor Borrell lo considero un hombre con capacidad dialéctica sobrada para frenar en seco a cualquier desaforado lenguaraz. Pero no fue así, sino que para mi sorpresa el “canciller” español entró al trapo de los vulgares insultos del otro.

Por si fuera poco, cuando el grupo parlamentario de ERC abandonaba el hemiciclo tras la expulsión de Rufián por desacato a la presidencia, el ministro empezó a gritarle a uno de los diputados que pasaban por delante de su escaño “eh, eh, eh, …”, como si protestara por algo que éste le hubiera hecho o dicho. Después supimos que las exclamaciones venían como conseuencia de un supuesto escupitajo, que nadie más que Borrell había visto. Lo que las cámaras mostraban era un gesto despectivo, algo así como cuando uno dice “puuuf”. Una falta de educación evidente, un gesto impropio de un parlamentario, una auténtica grosería, pero algo que en aquel ambiente de crispación a nadie debería sorprenderle, mucho menos a un veterano político como es el ministro de Exteriores.

Suele decirse que los políticos desayunan sapos, para que así después, a lo largo del día, cualquier cosa que suceda les sepa a gloria. Pues bien, quizá Borrell ese día había desayunado chocolate con churros. Le faltó cintura dialéctica ante los insultos y perdió los nervios en el momento del lamentable paseíllo. No digo que no le faltaran razones para acusar a Rufián de esparcir mezclas de serrín y estiércol, sino que en mi opinión debería haber contestado con contundencia pero sin rebajar el lenguaje al nivel del de su adversario. Ni tampoco defiendo que sea admisible hacer gestos malcarados en el Congreso. Lo que trato de explicar es que un ministro está obligado a moderar el tono de la réplica. A mí los insultos y los gestos de los de Esquerra me entraron por un oído y me salieron por el otro, tal es el hartazgo que me producen las intervenciones de alguno de ellos. Pero la actitud de Borrell, precisamente por lo alto que valoro su talla política, no  me dejó satisfecho.

El gobierno actual está sufriendo ataques soeces desde muchos frentes, desde la derecha que se ha visto de repente desprovista del poder y desde un separatismo que no acaba de entender que nadie le va a conceder la independencia a Cataluña vulnerando las leyes. Pero ya se sabía que eso iba a ser así, de manera que no creo que uno pueda rasgarse las vestiduras por lo que está sucediendo. Los ministros no deberían entrar nunca al trapo de las provocaciones. Mejor dicho, están obligados a contestar a los insultos, pero sin caer en la misma bajeza de quienes los insultan. De lo contrario, llegará un momento que el electorado dirá aquello tan manido de todos son iguales, lo que en mi opinión no es verdad.

¡Hay que ver cómo está el patio de la vulgaridad política!

21 de noviembre de 2018

Defensas y acusaciones. El derecho de gracia

Oí el otro día en la radio a un grupo de jueces debatir sobre los procesos abiertos contra los líderes separatistas catalanes. Entre otras consideraciones, a cuál más interesante, coincidían en que los abogados defensores de los acusados no están haciendo bien su trabajo desde un punto de vista estrictamente técnico. Se referían a que el empecinamiento en manifestar que la judicatura española está al servicio de un Estado “totalitario y fascista” los ha llevado a abandonar una línea de defensa conveniente para los intereses de sus clientes, a renunciar a presentar los hechos como ellos creen que fueron y no como el ministerio fiscal sostiene. Según estos jueces, al irse por las ramas del tremendismo han abandonado el tronco de las argumentaciones jurídicas que puedan contribuir a dar luz a los hechos. Un error de bulto, pero sobre todo una defensa poco menos que inútil.

Me pregunto si no será que han decidido romper la baraja en vez de seguir jugando. Quizá en su análisis de los hechos hayan llegado a la conclusión de que, de acuerdo con la legislación española, podrían conseguir que se rebajara la pena aplicable a sus defendidos, pero sin demostrar su total inocencia y por tanto sin conseguir la plena absolución. De manera que de perdidos al río. Se habrían puesto así a las órdenes de una causa política en vez de al servicio de los intereses jurídicos de sus clientes. Si así fuera, estarían contribuyendo a alimentar la llama de la hoguera política, en la confianza de que cuanto mayor sea el fuego más grande será la confusión de los bomberos.

También hablaron estos jueces de la tan cacareado indulto, siempre desde un punto de vista exclusivamente jurídico. Expusieron una serie de consideraciones. La primera es que no se puede hablar de ejercer el derecho constitucional de gracia antes de que haya condena en firme. No se puede indultar a quien no está condenado. La segunda, que indultar no significa eliminar la culpa, sino ejercer un derecho de gracia respecto a la condena previsto en nuestro ordenamiento jurídico.

Son muchos los que consideran que el indulto sería una buena jugada política. Algo así como decir: miren ustedes, pueden irse a casa, pero no se olviden de que los tribunales de justicia los han condenado por esto y por aquello, y que el gobierno en un gesto de generosidad lo ha indultado. A ver qué hacen a partir de ahora, a ver qué hacen los que estaban pensando en seguir sus pasos y a ver qué hacen los de Bruselas con su exilio voluntario. Porque, en principio, podrían volver a España.

Sacar a relucir esa posibilidad antes de tiempo significa utilizar como arma de confrontación una posible estrategia de Estado. La posibilidad existe, por supuesto. Que se indulte o no en su momento supongo que dependerá de las circunstancias políticas. Lo que sucede es que ya se sabe que algunos líderes de la derecha han decidido inexplicablemente echarse al monte de la deslealtad. No distinguen, o no quieren distinguir, entre legítimas discrepancias y asuntos de Estado. Su estrategia cuando gobernaban ellos fue la del 155, mano dura y tente tieso, y no resolvió el problema. La del gobierno actual es distinta, es la de cuézanse ustedes poco a poco en la salsa de sus propias incoherencias. Y nadie puede ni mucho menos debe asegurar que se trate de una maniobra anticonstitucional.

El tiempo dirá si esta manera de tratar el problema es efectiva o tan inútil como la anterior.

18 de noviembre de 2018

Cocochas no hay

Se oye decir con frecuencia que el sentido del humor es propio de personas inteligentes. Aunque mantengo algunas reservas con respecto a generalizar la afirmación, voy a aceptarla en principio, aunque añada a continuación alguno de mis puntos de vista sobre el asunto. Es que si no lo hago así me quedo sin tema, porque hoy no estoy demasiado inspirado. Una performance de Dolors Monserrat, cogida al vuelo  de un zapping precipitado y poco cuidadoso por mi parte, me ha dejado algo tocado. Por cierto, la flamante portavoz del PP es de San Sadurní de Noya, que no puede traducirse, como sostiene algún “castellanizante”, por San Saturnino de la Niña. Démosle a San Sadurní lo que es de San Sadurní y al río Noya lo que le pertenece.

A mediados de los 50, cuando yo era apenas un adolescente, se emitía un programa radiofónico cuyo protagonista exclusivo era Gila. Debía de empezar a una hora en la que se suponía que los escolares teníamos que estar en la cama, de manera que mis padres me despertaban para que durante aquel rato disfrutara con las ocurrencias del genial humorista. Creo que el surrealismo de Gila ha sido el culpable de que mi sentido del humor no se conmueva ante las payasadas travestidas de Los Morancos, los chistes baturros de alpargata y cachirulo de Marianico el Corto o las tópicas andaluzadas de Paz Padilla. Los respeto como profesionales, pero no consiguen con sus actuaciones arrancarme más allá de una desdibujada sonrisa. No, el suyo no es mi estilo favorito.

Sin embargo me he reído y mucho con Tip, otro surrealista difícil de imitar. Coll le complementaba con excepcional inteligencia, lo que hizo que aquel dúo de humoristas alcanzara la popularidad que alcanzó y que mantuvo durante tantos años. Todavía hoy cuando veo repetido alguno de sus sketches televisivos me carcajeo hasta la lágrima incontenible. Conozco casi letra por letra lo que van a decir a continuación, pero la seriedad de sus caras, el falso hieratismo de su compostura y la entonación de sus voces me devuelven a la memoria los grandes ratos que me hicieron pasar en su día.

En otro orden de cosas, Jerry Lewis me gustaba. Era un payaso desmadrado, pero con una intención tan satírica y transgresora que me hacía pasar buenos ratos. Hubo una época que formó pareja cinematográfica con Dean Martin. Constituían un binomio de guapo y feo que recorría el mundo, uno enamorando a las mujeres y el otro entrometiéndose en todo con sus desordenadas pamplinas. Dos estereotipos muy bien contrastados. Después, cuando se deshizo el dúo, Jerry continuó en solitario, acrecentó la faceta bufona y mi aceptación de su humor bajó bastante.

Me gustaba Ángel Garó –hace tiempo que no lo veo- con aquel deje de amaneramiento, entre la ingenuidad y el disparate; no me hace demasiada gracia Moto, un buen imitador, pero muy poco original en su comicidad; y pasé muy buenos ratos con Martes y Trece, imitadores también, pero con un sentido del humor muy ingenioso y ocurrente. Otro ejemplo de que a veces se necesita la réplica para completar el espectáculo burlón. Cuando se separaron, perdieron por completo la gracia que les dio fama.

Por cierto, hablando de sentido del humor, acabo de oír a un granadino explicar por radio qué significa la expresión tan oída de tener mala follá. Como la definición debía de ser para él algo compleja, ha optado por poner un ejemplo. Mala follá es colocar una advertencia en el escaparate de una librería que rece: ni hago fotocopias ni sé dónde se hacen. Lo que me ha recordado a lo que le oí decir un día a mi admirado humorista donostiarra Chumy Chumez: cuando entro en un restaurante en San Sebastián sé que estoy en mi tierra porque lo primero que le oigo decir al camarero en tono abrupto es cocochas no hay.

No sé otros, pero yo con estas muestras de ingenio me desternillo.

12 de noviembre de 2018

¿Qué está pasando con los modales?

No se puede esperar que todo el mundo se comporte con la educación, la cortesía y los modales adecuados a cada momento y circunstancias. A los humanos nos educan personas de origenes sociales y educacionales diversos, de manera diferente y con criterios distintos. Por tanto, exigir uniformidad en el comportamiento de quienes nos rodean es poco menos que pedirle peras al olmo. Además, todo hay que decirlo, no existen modelos de buena conducta homologados por alguna autoridad independiente, patrones que permitieran asegurar que el proceder de aquel se aparta de la norma establecida y el del otro responde a lo que mandan los cánones. No, no es tan fácil.

Pero no hay que ser demasiado perspicaz para distinguir la ordinariez y la vulgaridad cuando se ejercitan como estrategia política. Es asombroso, además de sonrojante, contemplar a veces a nuestros ilustres diputados y senadores en pleno ejercicio de sus honorables funciones. No me refiero a los mítines, porque en ellos la sociedad acepta tácitamente que se abra la veda de la insolencia y la tosquedad, sino a cuando el escenario es alguna de las cámaras de representación. Tampoco aludo sólo a insultos con palabras gruesas o mal sonantes. Estoy simplemente pensando en las ramplonas insinuaciones sobre prácticas políticas fraudulentas y no demostrables, en las toscas acusaciones sobre supuestos motivos que llevan a los líderes a perseverar en el ejercicio de sus funciones o en los calificativos de oportunismo que estos días se repiten con tan  machacona insistencia.

Ustedes son unos ocupas. Tienen un pacto secreto con los que quieren romper España. Están siendo cómplices de un golpe de Estado. Se gastan el dinero en putas. Son unas ratas. Nada más y nada menos. Recriminaciones que demuestran que quien las emite no debe de encontrar puntos débiles políticos en el día a día de sus adversarios por donde atacar como oposición. Acusaciones que sólo demuestran rabia y crispación. Desmañadas maniobras que desacreditan al que las utiliza. Palabras sin soporte fehaciente. Bla, bla, bla.

Me decía el otro día un amigo de pensamiento progresista (tengo amigos de todos los colores) que oír esta continua letanía de machacones intentos de desacreditación le reconfortaba, porque era muy improbable que calara en la mente de los ciudadanos. Sólo sus incondicionales –añadía- las recibirán con satisfacción, pero esos ya se sabe de antemano lo que opinan. Sin embargo -continuaba-, la enorme franja de votantes que miran a izquierda y a derecha para decidir qué es lo que más conviene en cada momento, que no son otros que los que al final inclinan la balanza en las elecciones, no pueden entender tanta falta de ideas, tanta trivialidad. Es más, muchos de ellos echarán de menos la sana confrontación de ideas, la imprescindible discusión sobre la idoneidad de las medidas económicas y el necesario contraste entre los modelos políticos propuestos por unos y por otros. En definitiva -concluía su raznamiento-, lamentarán que no se esté haciendo oposición en el exacto sentido de la palabra.

Está claro que algunos intentan fomentar la crispación como estrategia para lograr recuperar el poder a toda prisa. Se les nota tanto que su actitud produce vergüenza ajena. Han abandonado la senda del diálogo político y de la legítima discusión parlamentaria para caer en la torpe descalificación personal. Digo torpe, porque convence a pocos. Ni siquiera, según indican las encuestas, a muchos de sus antiguos votante. Pero lo peor no es eso, lo peor es que el griterío va en aumento día a día, como si una vez iniciado el camino emprendido les faltara cintura política y fueran incapaces de cambiar el rumbo. Ellos sabrán lo que hacen con sus estrategias, pero a mí no me parece que ese sea el camino que más les favorece.

8 de noviembre de 2018

Check and balance

En inglés se utiliza la frase que hoy he elegido como título para referirse al sistema político que en su entramado prevé un juego de equilibrios entre las distintas instituciones del Estado, de tal forma que se garantice el correcto funcionamiento del conjunto. Lo he dejado en el idioma original, porque la traducción literal –comprueba y equilibra- no me parece que responda al concepto que pretende enunciar la expresión anglosajona. En cualquier caso, intentaré explicarme.

El Tribunal Supremo, al que como a toda institución del Estado le otorgo un valor imprescindible en un sistema democrático, nos ha sometido a los ciudadanos en las últimas semanas a unos vaivenes de criterio de muy difícil comprensión para el común de los mortales. En un tema tan sensible a la opinión pública como es el de las hipotecas, acaba de decir digo donde dijo Diego. Nadie, salvo los representantes del sector financiero, ha entendido que, después de haber sentenciado hace unos días que son los bancos los que deben pagar los impuestos inherentes a la formalización de un préstamo hipotecario, rectifique ahora para cargar la obligación a los prestatarios. Un giro aparentemente tan incomprensible que hasta los más reaccionarios del país han puesto el grito en el cielo.

No pretendo entrar hoy y aquí en la discusión de si los argumentos a favor o en contra de la controvertida decisión se ajustan o no a derecho, entre otras cosas porque no tengo conocimiento suficiente sobre un tema tan complejo. Me limitaré a señalar que desde que conocí la decisión me puse a pensar si el check and balance de los angloparlantes funcionaría o no en este caso. Tratándose de una decisión procedente de tan alta magistratura –pensé-, hay que respetar su decisión y poco sentido tienen las caceroladas, los gritos y los aspavientos, al fin y al cabo derecho al pataleo y poco más. Son los anticuerpos del sistema político los que tienen que enmendar la plana al TS, porque para eso están. Es el sistema de equilibrios del Estado el que debe resolver el entuerto, si es que se ha producido.

Ayer oí la reacción del gobierno. Sin perder un minuto, Pedro Sánchez anunció un cambio inmediato en las leyes fiscales. A partir de ahora serán los bancos y no los usuarios quienes deberán pagar el impuesto que grava estos actos jurídicos documentados. Muerto el perro se acabó la rabia. Una institución -el poder ejecutivo- ha intervenido para, de acuerdo con sus competencias y dentro del estricto cumplimiento de las leyes, atender un clamor popular. A partir de ahora, el poder judicial no podrá argumentar, como lo ha hecho su presidente, que el problema radica en la dificultad de interpretar la ley vigente.

Ese es el sistema check and balance, ese es el equilibrio de poderes que permite que una sociedad compleja, en la que en ocasiones colisionan los intereses de las partes, funcione correctamente. Las cacerolas guardémoslas en la cocina, que es donde deben estar.

3 de noviembre de 2018

Subir las cloacas al despacho

Desde que saltó a la opinión pública la poco edificante conversación que la actual ministra de Justicia mantuvo con el impresentable Villarejo, los más preclaros representantes de la nueva derecha española se han desgañitado acusando a Dolores Delgado de haber descendido a las cloacas del Estado. Ahora que se ha sabido que Dolores de Cospedal, la ínclita anterior secretaria general del Partido Popular, mantuvo sospechosos contactos con el excomisario en el despacho de aquella, se me ocurre pensar que en este caso fueron las cloacas las que subieron a la planta noble de la sede de los populares. Y no fue para celebrar con una cena la concesión de una medalla, sino para hurgar en las causas abiertas o por abrir contra los suyos. Por eso, como dice el argumentario del PP, nada tiene que ver un caso con el otro. El primero es de muy mal gusto, el segundo raya en el delito, eso si no traspasa abiertamente la frontera entre la honradez y la delincuencia.

Todavía no conocemos el final de la película y por tanto quizá sea prematuro dedicarle una reflexión a este asunto. Pero como todo lo que huela a corrupción institucionalizada me revuelve el estómago, no puedo evitar dedicarle unas líneas al tema. Dolores de Cospedal no sólo le propuso al entonces todavía comisario en activo que hiciera “algunos trabajos para ellos”, sino que le ofreció a través de su marido el correspondiente pago a costa de las arcas del PP. Por tanto, aquí no sólo hay mal gusto, también posible ilegalidad. El dinero del PP, como el de cualquier otro partido político, no está para pagar espías encubiertos con información privilegiada. No se trata además de un asunto interno, como le he oído decir a algunos por ahí, sino de una presunta conspiración para delinquir perpetrada entre un funcionario del Estado y una líder política de renombre. Quitarle trascendencia a un asunto como éste es, como poco, de una hipocresía inaudita.

El Partido Popular debería quitarse de encima cuanto antes el lastre de la corrupción anterior. No es fácil, ya lo sabemos, porque la mugre a veces se incrusta en la epidermis de tal forma que ni la piedra pómez puede con ella. Por eso, ahora que veo a los nuevos portavoces populares arrastrar los pies ante el nuevo escándalo, me pregunto si la ceguera política volverá a adueñarse de su estrategia. Confío en que no, porque ya son muchas las voces conservadoras que están pidiendo en sus cenáculos que se aparte a Cospedal de todo lo que tenga que ver con el partido. Veremos si mi confianza no se ve defraudada. Los intereses partidistas no sólo ciegan, también en ocasiones obnubilan.

El nivel de corrupción al que hemos llegado es insoportable. Para que un país sea homologable como Estado de derecho no basta con tener instituciones democráticas y una indiscutible separación de poderes. Es preciso también que la clase política combata abiertamente la corrupción. En los últimos años el poder judicial está sacando a relucir casos que hasta hace poco resultaban impensables, de uno y de otro lado del espectro político. Yo me congratulo, porque esa es una condición “sine qua non” para acabar con la lacra de los sinvergüenzas. Pero mientras los partidos políticos no se decidan a expulsar de sus filas a los corruptos, la sospecha sobre ellos quedará latente.

La mujer del Cesar además de ser honesta tiene que parecerlo.

27 de octubre de 2018

El cine y la literatura

Me gusta el cine, lo confieso, aunque haga años que no entre en una sala cinematográfica. Me limito a sentarme en mi butaca frente al televisor, seleccionar una película entre las tantas que ofrecen los canales especializados y que he grabado con anterioridad, y zambullirme durante hora y media o dos horas en las imágenes y en los diálogos del guion que haya elegido. No soy demasiado exigente con los argumentos. Me basta con que cuenten una historia que no conozca, porque tengo la suerte de ser capaz de encontrar alicientes en los más mínimos detalles, en las imágenes, en los diálogos, en la música, en las interpretaciones, en el vestuario, en las ambientaciones, en todo.

Y me gusta leer novelas o ensayos por igual. En cuanto me sumerjo en los argumentos o en las argumentaciones de las primeras páginas de un libro, ya no soy capaz de abandonar su lectura hasta el final. También es cierto que aquí soy algo más selectivo que con el cine, porque mientras que con éste me basta con echar un vistazo a la oferta disponible para seleccionar la película que me interese en un momento determinado, la elección de un libro me lleva bastante tiempo de brujuleo entre las estanterías de las librerías que frecuento. Me sucede algo así como si con el cine no me importara demasiado equivocarme en la elección, mientras que con la lectura tuviera temor a perder el tiempo entre las páginas de un argumento o de una tesis que careciera de interés para mí. Por eso atiendo poco las recomendaciones cinematográficas que se me hagan y mucho los consejos de los lectores.

Lo que no llevo bien es la mezcla de estos dos medios. Quiero decir, para que nos entendamos, que no suelen gustarme las adaptaciones cinematográficas de las novelas. Supongo que se debe a que mientras que con la lectura es mi mente la que pone cara a los protagonistas, construye los escenarios y compone la sintonía general, el cine me lo da todo hecho y sólo tengo que prestar atención a lo que veo y a lo que oigo. En la lectura soy colaborador necesario del escritor y en la contemplación de una película mero receptor de la creación de otros.

Por eso, me resulta bastante incómodo ver una adaptación cinematográfica después de haber leído el libro sobre cuyo argumento esté basada. Suelen quedarse cortas o desdecir las ideas que yo había formado en mi mente con la lectura del libro. Por el contrario, son muchas las películas que me han llevado a buscar el libro adaptado, para así encontrar el desarrollo completo de las ideas del autor, aunque me encuentre lamentablemente condicionado por la previa visualización de la película. Creo que se trata de dos géneros tan distintos, de dos entretenimientos tan dispares, que difícilmente soportan la simbiosis.

Lo que me pregunto muchas veces es dónde encontraran distracción aquellos a los que no les gusta ni la literatura ni el cine. Aunque ya sé que siempre hay un roto para un descosido.

22 de octubre de 2018

Predecir el futuro

Con este título alguien podría pensar que hoy me he propuesto escribir sobre pitonisas o sobre adivinadores de lo que está por venir. Nada más lejos de mi intención. Lo que en realidad pretendo es reflexionar sobre ese tópico tan extendido que proclama que el conocimiento de la Historia ayuda a predecir el futuro. Lo he oído tan a menudo, que incluso llegué a creérmelo en algún momento. Pero, como estoy a tiempo de rectifica mis erroresr, voy a hacerlo. Y no sólo eso, también a justificar por qué me desdigo de lo que en algún momento defendí como una verdad incuestionable.

El desarrollo de la humanidad a lo largo del tiempo, que es en realidad la materia que estudia la Historia, obedece al efecto mariposa, ese según el cual el aleteo de uno de estos insectos en algún lugar del planeta puede ocasionar huracanes en las antípodas. De igual forma, la evolución del comportamiento social a lo largo de los siglos se debe en gran medida a efectos aleatorios, es consecuencia de la suma de infinidad de razones impredecibles y no de causas recurrentes a lo largo del tiempo, como el tópico da a entender.

¿Alguien hubiera podido suponer antes de que surgieran las sufragistas a principios del siglo XX que el feminismo iba a estar con el tiempo en la cresta de la ola como está en estos momentos? ¿Podría alguien haber imaginado en el Toledo medieval de las tres culturas que el yihadismo causaría en el siglo XXI el terror que está causando? ¿Hubieran podido pensar los padres de la constitución americana en el siglo XVIII que con el tiempo tendrían un presidente como Trump? ¿A los combatientes en Verdún se les podría haber pasado por la cabeza que los descendientes de los que en ese momento les disparaban desde las trincheras de enfrente serían algún día ciudadanos de la misma Unión Europea a la que pertenecerían los suyos? Mi respuesta a las preguntas anteriores es que ni por asomo.

Este tópico tiene además varios inconvenientes o, mejor dicho, trae aparejados mensajes negativos o pretextos sectarios. El primero es el fatalismo: si las cosas fueron mal en algún momento, seguirán yendo mal y nada ni nadie podrá evitarlo. El segundo, ahora muy en boga con tanto nacionalismo de todo tipo, la manipulación de la Historia con fines sectarios: debemos ir por este sendero, porque ya lo hicieron nuestros antepasados.

El futuro no existe, se hace día a día. Nada hace pensar que las cosas deban suceder como evolución lógica de cualquier pasado. Cada mañana aparecen nuevos factores, nuevas causas, nuevos gérmenes para el desarrollo futuro de la humanidad, que arrasan los anteriores, les quitan vigencia y les hacen perder validez. En definitiva, los anulan como elementos sobre los que basar nuevas predicciones. Las acciones individuales de millones y millones de personas en cualquier rincón del mundo forjan día a día, sin que ellos lo sepan, el futuro de la humanidad. Y como la resultante del conjunto de esas manipulaciones es impredecible, también lo es el devenir de la Historia. No tenemos ni la menor idea de adónde vamos a corto plazo, ni mucho menos a largo. Cualquier especulación no será más que eso, un puro invento.

De las tres supuestas consecuencias que acarrea el estudio minucioso de la Historia -conocer el pasado, entender el presente y anticipar el futuro-, me quedo con las dos primeras. La tercera no es más que un tópico sin fundamento alguno.

18 de octubre de 2018

Usos, modas y costumbres

Hace unos días me referí en este mismo blog a un par de bodas a las que había tenido ocasión de asistir en el corto plazo de dos semanas. Como en algunos aspectos fueron muy distintas, no he podido librarme de caer en la tentación de comparar algún capítulo de las mismas. Aunque las dos respondían a entornos sociales muy parecidos -si no iguales-, la primera fue civil y la segunda religiosa.

Las dos gozaron de sus correspondientes ceremonias y también las dos de los consabidos banquetes y de la desbordante generosidad que conlleva una boda. Y las dos se celebraron, a mi juicio, con la solemnidad que suele rodear estos actos. En la primera, fue un concejal del ayuntamiento de una pequeña capital de provincia castellana  el encargado de sellar el compromiso. En la segunda, un sacerdote, amigo de los contrayentes, ofició el enlace. El marco de la civil fue el soleado patio de un interesante edificio herreriano y el de la religiosa una iglesia del siglo XVII, en el centro de cierta ciudad andaluza. Como no podía ser de otra manera, hubo sus correspondientes pláticas. Y a ellas y a sus contenidos me voy a referir ahora.

El concejal oficiante de la primera centró su mensaje a los contrayentes en “vivid en armonía, pero que ninguno de los dos absorba la personalidad del otro”. En realidad fueron otras palabras, pero la tesis era esa: “ayudaos, protegeos y vivid el proyecto de convivencia con felicidad, pero no olvidéis nunca vuestra individualidad como seres humanos”. O dicho de otro modo: “habéis adquirido un compromiso de lealtad mutua, que en ningún caso significa sumisión del uno con respecto al otro”

El sacerdote de la segunda habló también en su homilía de respeto y felicidad, por supuesto bajo el manto de la Iglesia. “Lo que ha unido Dios que no lo separe el hombre”. O dicho de otra manera: “Juntos hasta la muerte, suceda lo que suceda”. Citas de alguna epístola que venía al caso y recuerdo de la obligación de los padres a educar a los hijos en la fe. Pocas referencias a los aspectos humanos, si es que hubo alguna.

En la primera, varios invitados -amigos y familiares de los contrayentes- tomaron la palabra tras el concejal para, en un ambiente distendido, cálido y amigable, lanzar algunos mensajes alegres y entusiastas a los novios. En la segunda, también por parte de algunos íntimos, encorsetadas y circunspectas lecturas de algunos pasajes del Nuevo Testamento, pero ninguna mención personalizada. Una estandarización de mensajes muy al uso en las ceremonias religiosas. Poca novedad, la verdad.

Ya he dicho antes que no hubiera entrado nunca en esta comparación si no fuera porque la cercanía de los dos actos, similares en la forma y distintos en los discursos, me hubiera provocado una reflexión sobre ciertas diferencias.  Boato, solemnidad y alegría distendida en las dos, pero dos mensajes distintos. En una, sed consecuentes con la decisión que hoy tomáis, pero si la realidad no responde a las expectativas no dudéis en recobrar vuestras vidas anteriores. En la segunda, avisos a los novios de que iniciaban  un camino de no retorno suceda lo que suceda, porque así está escrito en sagrado.

Ningún comentario por mi parte. Que cada cual saque sus conclusiones.

13 de octubre de 2018

Hoy las costumbres adelantan que es una barbaridad

Conozco a pocos que no consideren que en esto de los modales o de las costumbres sociales cualquier tiempo pasado fue mejor. Oigo tanto decir que el trato entre las personas está perdiendo calidad, que me he preguntado muchas veces si no se tratará de un tópico más, sin fundamento alguno que lo respalde. Como soy un escéptico impenitente, llevo un tiempo tratando de observar a mi alrededor lo que en realidad sucede y estoy llegando a la conclusión de que al emitir juicios sobre este asunto se utilizan patrones inadecuados. Dicho de otro modo, creo que se juzgan las conductas sin tener en cuenta la evolución de las costumbres.

Cuando yo andaba por los treinta, en el ambiente que por entonces frecuentaba se tenía por costumbre besar la mano a las señoras casadas cuando te las presentaban por primera vez, una leve inclinación del cuerpo, tan sólo un amago de lo que en otros tiempos quizá fuera una completa genuflexión versallesca. Ahora no se me ocurriría semejante ceremonia, no porque me haya vuelto un maleducado, sino porque las costumbres sociales han cambiado.

En las últimas semanas he tenido ocasión de asistir a dos bodas muy diferentes entre sí, pero las dos paradigmáticas de sus respectivos entornos familiares, que por cierto, aunque de mentalidades muy distintas, respondían a categorías sociales muy parecidas, a esa que algunos llaman de clase media acomodada. En las invitaciones de las dos figuraba una tarjeta con el número de cuenta corriente de los novios, para que de ese modo los invitados tuviéramos claro qué tipo de regalo se esperaba.

Cuando yo me casé, recuerdo que remitir a una lista de bodas resultaba cuanto menos chocante, por no decir de mal gusto. Más tarde se generalizaron, hasta el extremo de convertirse en depósitos bancarios disimulados, porque los titulares podían cambiar cada regalo por el que a ellos más les interesara. Y ahora un paso más, dinero contante y sonante y dejémonos de hipocresías. No me extrañaría que dentro de unos años el regalo nupcial se convierta en una tarifa a cobrar en ventanilla cuando se acceda al banquete. Más democrático e igualitario imposible.

Otro ejemplo. Yo me eduqué en el convencimiento de que había que limitar el uso del tuteo a los entornos más íntimos. En el colegio y en la universidad los profesores se dirigían a nosotros de usted. Respecto a las personas mayores, a nadie se le ocurría bajo ningún pretexto utilizar la segunda persona antes de recibir la correspondiente venia, salvo que hubiera suficiente confianza o proximidad familiar acreditada. Ahora el tuteo gana cada día gana más terreno. Confieso que a mí me está costando mucho acostumbrarme a esta nueva forma de relación personal. A veces, llevado por la terquedad, contesto de usted para defender “mi costumbre”, aunque reconozco que cada vez me voy rindiendo con más facilidad, entre otras cosas para no encontrarme con la ridícula situación de continuar hablándole de usted a una dependienta de 20 años, mientras ella, inamovible en sus convicciones,  continúa con el tuteo.

¿Son éstos síntomas de deterioro de la educación? Yo creo que no. Me parece que lo que sucede es que las costumbres sociales cambian constantemente hacia posiciones cada vez más prácticas y transparentes. Y es conveniente adaptarse a ellas si uno no quiere quedarse fuera de juego.

9 de octubre de 2018

Comportamiento ciudadano

Le decía el otro día a un buen amigo, que yo siempre intento -aunque no siempre lo consiga- cumplir las normativas vigentes, me gusten o no me gusten, las considere razonables o fuera de lugar, útiles o inútiles. Por supuesto que no me refería a las leyes que figuran en los códigos civil y penal –porque esas por descontado-, sino a las normativas municipales o aquellas otras de menor entidad que regulan el comportamiento ciudadano del día a día.

En esto de las ordenanzas somos muy dados a considerarlas atropellos a las libertades individuales. No sólo eso, también a dar por hecho que se dictan para otros, no para nuestro caso particular.  ¿Por qué no sobrepasar los 120 kilómetros por hora en una autopista, a plena luz del día, sin apenas circulación? –he oído decir en  alguna ocasión. Esa limitación –argumentan- está puesta para otros, para los malos conductores, pero no para ellos. ¿Por qué no aparcar en un hueco donde no molestas a nadie? ¿Por qué no cruzar un paso de peatones con el semáforo en rojo, cuando hay visibilidad suficiente como para tener garantía de que no te van a atropellar? Y así hasta no acabar.

Yo sólo tengo una contestación: porque está prohibido y punto. No entro en mayores consideraciones. No me pongo a analizar la bondad de la norma ni la utilidad de la prohibición ni la conveniencia de la regulación. Doy por hecho que la ordenanza persigue lo más conveniente para todos, acepto que es imposible legislar a la medida de cada uno y asumo que vivir en sociedad implica someterse a unas normas que no siempre son cómodas. Creo que el “contrato social” del que hablaba Rousseau, la necesidad de aceptar unas reglas de juego que obliguen a todos por igual, es aplicable también a las normativas más cercanas al individuo.

La segunda derivada de esta reflexión es por qué tanta denuncia, tanta sanción, tanta medida punitiva. Para recaudar, dicen algunos. Pero yo no estoy de acuerdo. Aunque parezca mentira, los países que han llegado a altas cotas de civismo y de cumplimiento de las normativas lo han logrado a base de vigilancia exhaustiva y de aplicación de castigos, y no porque llevaran el civismo en los genes. En Finlandia –sólo es un ejemplo entre muchos otros- a nadie se le ocurre aparcar en doble fila. Si lo hace, si cae en la debilidad de “si sólo es un momento”, sabe que le puede caer una multa que lo deje baldado durante un tiempo. En Alemania, en cuyas autopistas, si no se indica lo contrario, se puede conducir a la velocidad que le venga a uno en gana, se te cae el pelo si te sorprenden sobrepasando la limitación señalada en los numerosos tramos donde lo está. Que a nadie se le ocurra tirar un papel en una calle de Estocolmo, porque corre el riesgo de que alguno de sus vecinos lo denuncie.

La educación ciudadana, el civismo, consiste en eso, en cumplir a rajatabla las normativas vigentes en cada momento. En una sociedad democrática, son las autoridades elegidas por el pueblo quienes las dictan. No cabe por tanto achacarles características dictatoriales ni tacharlas de abuso de autoridad. Si no te gusta alguna, vota a los que estén en contra para que las derogue. Pero mientras tanto, mientras rijan, acátalas como acatas las leyes de mayor enjundia.

No cuesta tanto.

6 de octubre de 2018

La hora estelar de los radicales

Diríase que se ha abierto la veda del radicalismo. Derecho a la autodeterminación o nada que rascar, proponen los unos; leña al mono hasta que reviente, contestan los otros. Las dos partes con caras de pocos amigos. Sólo les falta bailar la danza maorí, esa estrafalaria costumbre que usan los jugadores de rugby neozelandeses antes de iniciar un partido. Aspavientos, amenazas y banderas al viento de las cuatro iras. Ganas de joder la marrana, que no se me ocurre otra expresión más adecuada para describir el triste esperpento con el que nos desayunamos todos los días. Vehementes ultimátum o amenazas con ilegalizar partidos o con aplicar el 155. De todo hay como en botica. De todo menos sentido de la responsabilidad y cintura política.

Y en mitad de la contienda, procurando no entrar en las provocaciones que le vienen de los dos flancos, el intento por parte del gobierno de poner en marcha un diálogo político de nueva factura, a la vista de que las estrategias empleadas con anterioridad han resultado un auténtico fracaso. Sí, porque nadie en su sano juicio puede negar que las soluciones autoritarias, los oídos sordos o el “laissez faire” sólo han conducido a ensanchar las brechas, a agravar las diferencias, pero no a salir de una crisis en la que llevamos inmersos demasiados años y que amenaza con convertirse en crónica, socavar los cimientos del Estado y poner en riesgo la convivencia pacífica entre los españoles..

Tal es la similitud del nivel de sus intransigencias, que a veces pienso que los mismos que alimentan el fanatismo independentista de Puigdemont y de Torra lo hacen con la irresponsabilidad de unos líderes de derechas que han convertido un asunto de Estado en batalla a favor de sus intereses partidista. Ya sé que se trata de una paranoia que debo corregirme, pero, como decía un amigo mío cuando algo le sorprendía más allá de lo normal, da que pensar.

No hay otra manera de salir de esta situación que dialogar y llegar a acuerdos. No se trata de vulnerar las leyes ni de hacer concesiones anticonstitucionales, no. Se trata de poner las cartas boca arriba, las de la legalidad constitucional por un lado y las de las reivindicaciones identitarias por el otro. Y a partir de ahí analizar hasta dónde se puede llegar. Seguramente –por qué no- existirá un punto de encuentro en el que quepamos todos.

Si algo están dejando claro los acontecimientos de los últimos días, es que en el campo independentista se empieza a oír con atención las propuestas de diálogo que les lanza el gobierno, hasta el punto de que se observen cada vez mayores diferencias de criterio entre sus líderes. Desde mi punto de vista, se trataría de un punto de inflexión que debería tenerse muy en cuenta y que confirmaría que la sensatez todavía puede abrirse paso entre tanto dislate y que la estrategia del gobierno no se basa en ingenuas quimeras.

Otra cosa será que, a pesar de todo, la irracionalidad siga campando por sus respetos, porque, no lo olvidemos, parece que ha llegado la hora estelar de los radicales de uno y de otro lado.

1 de octubre de 2018

El franquismo sociológico

España está llena de neofranquistas, de ciudadanos que añoran la época de la dictadura. No echan de menos la presencia del dictador, porque con el tiempo han asumido que murió y que su figura es políticamente irrepetible, pero sí los usos y costumbres dictatoriales de aquella larga etapa de la historia de España. Son personas que recuerdan con cierta satisfacción los años que vivieron bajo la autoridad de Franco o que han oído hablar tan bien de aquel régimen que confunden el relato de los otros con sus propios recuerdos.

Pero lo curioso es que casi ningún neofranquista reconoce serlo.  No lo manifiestan abiertamente, pero se les nota. Es más, suelen entrar al trapo en cualquier controversia que pueda empañar la figura del dictador. Expresiones como “barbaridades se cometieron en los dos bandos” o “qué sentido tiene remover la Historia” demuestran que reconocen las barbaridades, pero las reparten por igual, o que se sienten incómodos cuando se cuestiona el comportamiento de los que consumaron el golpe de estado del 36. Dejad que los muertos descansen en paz, sentencian.

Lo de la exhumación de los restos de Franco lo llevan muy mal. No lo dicen abiertamente, porque a tanto quizá no se atrevan. Los partidos que cosechan su voto ni siquiera apoyaron la iniciativa en el Congreso. Se limitaron a abstenerse, que compromete menos, y a justificar su actitud con aquello de “no tendrán otra cosa mejor que hacer” o con lo de “cortina de humo para ocultar su falta de ideas”. Todo menos defender abiertamente que Franco siga enterrado en el mausoleo que el mismo diseño para perpetuar su recuerdo. No, a eso, ya lo he dicho, no se atreven.

Algunos, cuando lean estas reflexiones pensaran que me acabo de caer del guindo, que era bien sabido que el neofranquismo existía. Sí, es cierto, yo también lo sabía. Pero, llevado por la ingenuidad, no creía que su sombra estuviera tan extendida. Y ahora, a la vejez viruela, descubro que lo está, quizá porque la llegada al gobierno de la izquierda reivindicativa de ciertos valores éticos haya espoloneado las adormecidas conciencias del franquismo sociológico y los nostálgicos se estén haciendo más visibles.

Sin embargo, no estoy seguro de que el neofranquismo represente una réplica hispana de la ultraderecha europea, ahora tan en auge. No digo que en sus filas no haya ultraderechistas, porque los hay y muchos, sino que muchos de ellos no reconocen serlo. Son conservadores –hasta ahí podíamos llegar-, pero su añoranza de aquella etapa está más basada en la nostalgia, en el recuerdo, que en la ideología. Sus mentes han evolucionado hacia formas políticas algo más abiertas, pero parte de sus neuronas siguen ancladas en aquel pasado, continuan presas en las redes de un régimen que seguramente a ellos no los trató tan mal.

Son muchos y están por todas partes. Yo cada día descubro a más y en los sitios más insospechados.