No se puede esperar que todo el mundo se comporte con la educación, la cortesía y los modales adecuados a cada momento y circunstancias. A los humanos nos educan personas de origenes sociales y educacionales diversos, de manera diferente y con criterios distintos. Por tanto, exigir uniformidad en el comportamiento de quienes nos rodean es poco menos que pedirle peras al olmo. Además, todo hay que decirlo, no existen modelos de buena conducta homologados por alguna autoridad independiente, patrones que permitieran asegurar que el proceder de aquel se aparta de la norma establecida y el del otro responde a lo que mandan los cánones. No, no es tan fácil.
Pero no hay que ser demasiado perspicaz para distinguir la ordinariez y la vulgaridad cuando se ejercitan como estrategia política. Es asombroso, además de sonrojante, contemplar a veces a nuestros ilustres diputados y senadores en pleno ejercicio de sus honorables funciones. No me refiero a los mítines, porque en ellos la sociedad acepta tácitamente que se abra la veda de la insolencia y la tosquedad, sino a cuando el escenario es alguna de las cámaras de representación. Tampoco aludo sólo a insultos con palabras gruesas o mal sonantes. Estoy simplemente pensando en las ramplonas insinuaciones sobre prácticas políticas fraudulentas y no demostrables, en las toscas acusaciones sobre supuestos motivos que llevan a los líderes a perseverar en el ejercicio de sus funciones o en los calificativos de oportunismo que estos días se repiten con tan machacona insistencia.
Ustedes son unos ocupas. Tienen un pacto secreto con los que quieren romper España. Están siendo cómplices de un golpe de Estado. Se gastan el dinero en putas. Son unas ratas. Nada más y nada menos. Recriminaciones que demuestran que quien las emite no debe de encontrar puntos débiles políticos en el día a día de sus adversarios por donde atacar como oposición. Acusaciones que sólo demuestran rabia y crispación. Desmañadas maniobras que desacreditan al que las utiliza. Palabras sin soporte fehaciente. Bla, bla, bla.
Me decía el otro día un amigo de pensamiento progresista (tengo amigos de todos los colores) que oír esta continua letanía de machacones intentos de desacreditación le reconfortaba, porque era muy improbable que calara en la mente de los ciudadanos. Sólo sus incondicionales –añadía- las recibirán con satisfacción, pero esos ya se sabe de antemano lo que opinan. Sin embargo -continuaba-, la enorme franja de votantes que miran a izquierda y a derecha para decidir qué es lo que más conviene en cada momento, que no son otros que los que al final inclinan la balanza en las elecciones, no pueden entender tanta falta de ideas, tanta trivialidad. Es más, muchos de ellos echarán de menos la sana confrontación de ideas, la imprescindible discusión sobre la idoneidad de las medidas económicas y el necesario contraste entre los modelos políticos propuestos por unos y por otros. En definitiva -concluía su raznamiento-, lamentarán que no se esté haciendo oposición en el exacto sentido de la palabra.
Está claro que algunos intentan fomentar la crispación como estrategia para lograr recuperar el poder a toda prisa. Se les nota tanto que su actitud produce vergüenza ajena. Han abandonado la senda del diálogo político y de la legítima discusión parlamentaria para caer en la torpe descalificación personal. Digo torpe, porque convence a pocos. Ni siquiera, según indican las encuestas, a muchos de sus antiguos votante. Pero lo peor no es eso, lo peor es que el griterío va en aumento día a día, como si una vez iniciado el camino emprendido les faltara cintura política y fueran incapaces de cambiar el rumbo. Ellos sabrán lo que hacen con sus estrategias, pero a mí no me parece que ese sea el camino que más les favorece.
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