Desde que saltó a la opinión pública la poco edificante conversación que la actual ministra de Justicia mantuvo con el impresentable Villarejo, los más preclaros representantes de la nueva derecha española se han desgañitado acusando a Dolores Delgado de haber descendido a las cloacas del Estado. Ahora que se ha sabido que Dolores de Cospedal, la ínclita anterior secretaria general del Partido Popular, mantuvo sospechosos contactos con el excomisario en el despacho de aquella, se me ocurre pensar que en este caso fueron las cloacas las que subieron a la planta noble de la sede de los populares. Y no fue para celebrar con una cena la concesión de una medalla, sino para hurgar en las causas abiertas o por abrir contra los suyos. Por eso, como dice el argumentario del PP, nada tiene que ver un caso con el otro. El primero es de muy mal gusto, el segundo raya en el delito, eso si no traspasa abiertamente la frontera entre la honradez y la delincuencia.
Todavía no conocemos el final de la película y por tanto quizá sea prematuro dedicarle una reflexión a este asunto. Pero como todo lo que huela a corrupción institucionalizada me revuelve el estómago, no puedo evitar dedicarle unas líneas al tema. Dolores de Cospedal no sólo le propuso al entonces todavía comisario en activo que hiciera “algunos trabajos para ellos”, sino que le ofreció a través de su marido el correspondiente pago a costa de las arcas del PP. Por tanto, aquí no sólo hay mal gusto, también posible ilegalidad. El dinero del PP, como el de cualquier otro partido político, no está para pagar espías encubiertos con información privilegiada. No se trata además de un asunto interno, como le he oído decir a algunos por ahí, sino de una presunta conspiración para delinquir perpetrada entre un funcionario del Estado y una líder política de renombre. Quitarle trascendencia a un asunto como éste es, como poco, de una hipocresía inaudita.
El Partido Popular debería quitarse de encima cuanto antes el lastre de la corrupción anterior. No es fácil, ya lo sabemos, porque la mugre a veces se incrusta en la epidermis de tal forma que ni la piedra pómez puede con ella. Por eso, ahora que veo a los nuevos portavoces populares arrastrar los pies ante el nuevo escándalo, me pregunto si la ceguera política volverá a adueñarse de su estrategia. Confío en que no, porque ya son muchas las voces conservadoras que están pidiendo en sus cenáculos que se aparte a Cospedal de todo lo que tenga que ver con el partido. Veremos si mi confianza no se ve defraudada. Los intereses partidistas no sólo ciegan, también en ocasiones obnubilan.
El nivel de corrupción al que hemos llegado es insoportable. Para que un país sea homologable como Estado de derecho no basta con tener instituciones democráticas y una indiscutible separación de poderes. Es preciso también que la clase política combata abiertamente la corrupción. En los últimos años el poder judicial está sacando a relucir casos que hasta hace poco resultaban impensables, de uno y de otro lado del espectro político. Yo me congratulo, porque esa es una condición “sine qua non” para acabar con la lacra de los sinvergüenzas. Pero mientras los partidos políticos no se decidan a expulsar de sus filas a los corruptos, la sospecha sobre ellos quedará latente.
La mujer del Cesar además de ser honesta tiene que parecerlo.
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