29 de noviembre de 2016

El culo y las témporas

Según el diccionario de la Academia, se entiende por tic el movimiento convulsivo, que se repite con frecuencia, producido por la contracción involuntaria de uno o varios músculos. De ahí que, en sentido figurado, a veces nos refiramos con esta palabra a ciertos comportamientos. Cuando algo se repite con frecuencia, y aparentemente fuera del control consciente de quien ejercita la acción, podemos hablar de tic. Pues bien: para mí, la ausencia deliberada de los diputados de Podemos del hemiciclo del congreso, cuando iba a guardarse un minuto de silencio en recuerdo de la recién fallecida Rita Barberá, responde a un tic de sus dirigentes, que parecen incapaces de reprimir determinadas convulsiones. Pero allá ellos con sus actitudes, que por cierto  no creo que apruebe la mayoría de los españoles. Muchos de éstos se hubieran quedado de pie en su sitio y se hubiera mantenido en respetuoso silencio, porque  puede compatibilizarse perfectamente el respeto a los demás con la defensa de las ideas propias.

Por otro lado, hace unos días pudimos ver a la senadora –en esos momentos del grupo mixto- en el patio del congreso, a la salida de la apertura de la legislatura recién inaugurada, llamar a gritos al ex ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel García-Margallo: “Margui, Margui…no me has saludado” . No sé a los demás, pero a mí la escena me sorprendió y sobre todo me dejó un regusto de tristeza; y no por el ridículo apelativo cariñoso –que también-, sino por la soledad que desprendía la escena. Rita Barberá estaba completamente sola, en medio de sus antiguos compañeros de partido, y ninguno se dignaba acercarse a ella. Era como si hacerlo les fuera a contagiar.

El Partido Popular no tiene ahora la conciencia tranquila por el trato que dispensó a Rita Barberá en los últimos meses. No hay más que oír las declaraciones de sus líderes para comprender que lo que acabo de decir es cierto. Pero si alguien tiene dudas, que revise las hemerotecas, que compare lo que muchos de sus dirigentes decían cuando les ayudaba a ganar elecciones y lo que empezaron a decir de ella cuando primero saltó el escándalo y después el juez la imputó. Tenían que separarse de su persona, porque volvían a estar en periodo electoral y no querían que la situación de su antigua compañera los manchase. Cosas veredes que farán hablar las piedras.

Lo que ha representado Rita Barberá en este país durante los últimos años ahí está, tan documentado que abundar sobre hechos y comportamientos pudiera resultar reiterativo. No son los mil euros de su generosa donación a las arcas del partido (no voy a entrar en si los recuperó o no) lo que la puso en evidencia ética y política, sino el fango maloliente que desde hace un tiempo se percibe en las filas del que fuera su partido, en la Comunidad Valenciana. Lo primero puede resultar una anécdota intrascendente por la cantidad (aunque no por la naturaleza de la misma), pero lo segundo demuestra un estado de cosas de las que la ex alcaldesa era responsable. Ella fue “la jefa” política de los populares en esta región durante un cuarto de siglo, de manera que por sus manos pasaron decisiones, controversias y conflictos, que resolvió como su mejor saber y entender le dictaba. Alguna responsabilidad tendría, digo yo.

Dejemos descansar en paz a Rita Barberá, pero extraigamos conclusiones de los comportamientos, a mi juicio inaceptables, que se produjeron a raíz de su muerte. Tanto los líderes de Podemos como los del PP deberían revisar sus escalas de valores, para no confundir como en esta ocasión el culo con las témporas.

22 de noviembre de 2016

Les está saliendo el tiro por la culata

La expresión derecha alternativa -tan de moda ahora en Estados Unidos- hay que traducirla lisa y llanamente por ultraderecha o extrema derecha. Ya sé que dicho así suena peor, pero en política cuantos menos eufemismos se utilicen mejor se entienden las cosas. La tendencia que parece que a partir de ahora va a dirigir los destinos del coloso americano -y en cierta medida los del mundo entero-, es la derecha de siempre llevada al extremo de la intolerancia y la sinrazón. Otra cosa será lo que los del tea party y sus amigos del Ku Klux Klan sean capaces de hacer, porque, ya lo he dicho en alguna ocasión en este blog, el rumbo de la nave americana es difícil de alterar, quizá porque sus fundadores previeran desde el principio que alguien intentaría algún día modificarlo y ante tal contingencia tomaran las precauciones pertinentes.

En Europa no nos libramos de esta amenaza. Estemos muy atentos, porque la ultraderecha avanza sin que parezca que las fuerzas moderadas sean capaces de detener su progreso. El caso de Francia, con el Frente Nacional de Marine Le Pen, lo tenemos tan cerca que asusta pensar en lo que pudiera suceder en España si allí venciera la xenofobia y el racismo, porque el rechazo de lo distinto es más contagioso que la peor de las enfermedades infecciosas. Menos mal que la ley electoral de nuestros vecinos prevé una segunda vuelta, sistema que permite corregir los entuertos que se produzcan en la primera, gracias a la posibilidad de que se unan fuerzas antagónicas para derrotar a un adversario común.

Lo que habría que preguntarse es por qué está sucediendo este fenómeno, cuáles son las causas de que la extrema derecha avance a pasos agigantados en la Europa occidental. Desde mi punto de vista, la radicalización de cierta izquierda es una de ellas. Al electorado no le gusta ni la inestabilidad ni las aventuras de resultados inciertos, porque en definitiva estamos hablando de sociedades acomodadas que temen que la radicalidad acaben con su estatus ventajoso. Si las fuerzas moderadas desaparecen, acusadas de inoperancia, los electores se refugiarán en el lado opuesto al que temen, sin percibir que  están saliendo de Málaga para meterse en Malagón.

En España no existe en realidad una extrema derecha organizada con representación en las Cortes, porque los votantes de esta tendencia han encontrado hasta ahora acomodo en el Partido Popular. No digo que el PP sea de ultraderecha, porque muchos de sus partidarios son simplemente conservadores, que creen de buena fe que las doctrinas neoliberales defienden mejor que las progresistas la mejora económica y social. Lo que digo es que los radicales de derechas están ahí, porque aunque les gustaría que se le diera más caña al mono, de momento se sienten satisfechos con la oferta política que les presentan los populares.

El problema en nuestro país está en que si el radicalismo de izquierdas sigue avanzando, cada vez serán más los que se refugien en la derecha y, por consiguiente, cada vez mayor la tendencia de los dirigentes de ésta a defender postulados ultraconservadores. El equilibrio que representaban los partidos moderados se ha roto o corre riesgo de romperse, como en los últimos meses se ha podido comprobar en urnas y en encuestas; y esa ruptura propicia el avance decidido de la extrema derecha en España.

A los de la izquierda radical, a esos que venían a redimir a los más necesitados, les está saliendo el tiro por la culata.

17 de noviembre de 2016

Sabia pedagogía de Confucio

El otro día, paseando por Madrid, leí no sé dónde, quizá en el escaparate de alguna librería -porque las tiendas de libros me hipnotizan como la miel a las moscas-, una reflexión de Confucio, o al menos al conocido pensador chino se le atribuía la autoría. Decía algo así como “Lo que oigo lo olvido / lo que leo lo entiendo / lo que hago lo aprendo”. Dado que me pareció todo un compendio de sabia pedagogía, lo apunté en mi cuaderno de notas urgentes y hoy lo traigo a colación.

En cualquier proceso que implique asimilar algún conocimiento se suelen dar estas tres etapas, a no ser, claro está, que se decida estancarse en una de ellas y no pasar a las siguientes. Oímos muchos conceptos, que almacenamos en la memoria de forma transitoria y que olvidamos antes o después si no hacemos nada por retenerlos. Pero si sentimos interés por ellos y queremos asimilar la sabiduría que incluyen, es decir, si pretendemos entenderlos, será preciso buscar documentación y leer con detenimiento lo que esté a nuestro alcance y trate sobre el asunto. Si además una vez entendidas las ideas las ponemos en práctica, las ejercitamos o las utilizamos, es muy posible que nuestra mente las retenga, o sea, las aprenda. De otra forma, haberlo oído y leído no habrá servido para nada en absoluto.

Esta recomendación, que a mí me parece indiscutible, debería enseñarse en las escuelas desde parvulitos. Oíd, niños, con atención lo que se os explica en clase; leed luego lo que figura en vuestros libros, y practicad a continuación las enseñanzas recibidas hasta que dominéis el tema. Si de matemáticas se trata, escuchad las explicaciones, poneos a descifrar el texto y haced cuantos problemas o ejercicios podáis. Si de lengua, no os limitéis a distinguir la diferencia que hay entre un complemento directo y un indirecto, entre la voz activa y la pasiva, oíd las explicaciones, estudiadlas para entenderlas e incorporadlas a vuestro lenguaje cotidiano para aprenderlas. Si de arte, poned empeño en diferenciar el románico del gótico, pero luego visitad cuantos monumentos estén a vuestro alcance. Sólo así podréis llegar a dominar las materias que estudiáis.

Mucho se está hablando estos días sobre una nueva reforma educativa y sobre la necesidad de un pacto de estado para llevarla a cabo. No sé si se trata una vez más de escaramuzas políticas que luego se queden en nada, pero si de verdad se pretende sacar al alumnado de la mediocridad que los expertos apuntan, sería preciso tener en cuenta estos principios tan básicos. Nuestra educación adolece de excesiva teoría frente a escasa práctica. Mientras los alumnos teoricen y no practiquen, de nada servirán las leyes educativas de turno, porque lo oído y leído no se retendrá si no se ejercita a continuación. Aunque se haya entendido el concepto, pronto desaparecerá de la mente del estudiante.

Pero mucho me temo que la discusión vaya a centrarse una vez más entre religión sí o religión no (la Iglesia siempre presente en el epicentro de los debates), entre una reválida más o una reválida menos, y se olvide lo fundamental, el camino que se debe transitar para conseguir que nuestros alumnos mejoren de manera significativa su nivel de conocimientos y estén preparados para contribuir con lo aprendido a su desarrollo personal y al de la sociedad a la que pertenecen.

13 de noviembre de 2016

Populismos hasta en la sopa

Que alguien como yo –a quien le gusta escribir sobre la actualidad política- tenga que dedicar unas palabras a la victoria de Donald Trump, parece tan evidente que ayer un buen amigo me lanzó algunas recomendaciones anticipadas sobre este asunto, sintácticas y ortográficas por lo demás, no fuera yo a meter la pata lingüística al referirme al personaje. Excuso decir que se lo agradecí, porque no soy persona a quien le guste quedar en evidencia por culpa de la escritura, aunque estoy seguro de que más de una vez me habrá sucedido.

Del recién elegido presidente de los Estados Unidos de América ya escribí aquí, en este blog, en una ocasión, y creo que quedó clara mi profunda repulsa a sus mensajes y mi absoluto desacuerdo con lo que este personaje significa. Por ello, y para no reincidir machaconamente en lo mismo, hoy voy a intentar ver el fenómeno trumpista desde una perspectiva diferente. El personaje cuenta con tantos y tan cualificados detractores, que en estos momentos parece innecesario sumarse al coro de los críticos.

En mi opinión se ha creado una alarma injustificada. Lo digo por dos razones que intentaré explicar en pocas palabras. La primera, porque es bien conocido que lo que se hace una vez alcanzado el poder no suele coincidir con lo que se vocifera durante las campañas electorales. Esto que acabo de decir es tan sabido, que ni hace falta recurrir a ejemplos para justificar el aserto ni se precisan grandes explicaciones para justificarlo. Bastaría con mirar alrededor con un poco de atención. Una cosa es ganarse el apoyo de determinados sectores para que le aúpen a uno en volandas y otra muy distinta cumplir con lo prometido, simplemente porque por lo general se trata de promesas incumplibles. A esto de las falsos compromisos electorales algunos lo llaman populismo, que por cierto no entiende ni de derechas ni de izquierdas, pero sí mucho de oportunismo.

La segunda razón también tiene algo que ver con la imposibilidad de cumplir lo imposible. Las sociedades disponen de una dinámica propia, de una inercia imparable. Pensar que el imperio americano, el país que controla los derroteros por los que camina el mundo va a cambiar sus ritmos de la noche a la mañana por mor de la ideología de su presidente es, cuando menos, una ingenuidad. La globalidad, de la que Estados Unidos posee el copyright, está tan imbricada en la economía del mundo, en las finanzas internacionales, que pensar que un autócrata recién llegado a la Casa Blanca la va a derribar es una auténtica estulticia. No digo que no vaya a notarse la mano del nuevo presidente en determinados y muy concretos asuntos que afecten a ciertos sectores industriales; pero en líneas generales todo va a seguir siendo como era hasta ahora o al menos así lo vamos a percibir los ciudadanos de a pie.

De sus otras bondades, de la xenofobia, de la homofobia, de la falta de respeto a las mujeres, de los muros fronterizos con Méjico, del racismo y de esa larga sucesión de ideas trasnochadas con las que dice que quiere cambiar el mundo, yo no creo que merezca la pena preocuparse demasiado, más allá de la repugnancia que su actitud provoca en las mentes abiertas y tolerantes. O, mejor dicho, no me parece que el  bravucón de Donald Trump sea muy distinto a tantos y tantos otros líderes que se mueven a nuestro alrededor.

De la misma manera que Obama fue recibido casi como si se tratara del salvador del universo -y el mundo apenas ha cambiado durante sus mandatos-; el Papa Francisco parecía que fuera a renovar de arriba abajo los usos y costumbres de la Iglesia Católica  a lo largo de su pontificado -y la jerarquía y el clero siguen igual-, Donald Trump llevará el timón de una nación que casi desde su fundación navega con el piloto automático activado, y no hay capitán, por intrépido que sea, que pueda modificar su rumbo.

En cualquier caso, el tiempo lo dirá.

8 de noviembre de 2016

La balanza electoral se desequilibra

Las amplias clases medias de nuestro país han ido, desde la transición, inclinado la balanza electoral hacia la derecha o hacia la izquierda, otorgándole alternativamente el poder al PP o al PSOE, a los que, en una simplificación ideológica, identificaban respectivamente como el centro derecha y el centro izquierda del panorama político español. Desde la recuperación de la democracia, los votos se han ido deslizando en cada elección hacia una u otra alternativa, pero nunca hacia los extremos.

La última encuesta del CIS demuestra, una vez más, que ésta tendencia hacia las opciones que se perciben como moderadas continúa. La intención de voto al PSOE ha descendido, pero a favor del PP (y de la abstención), no de Podemos y de sus adláteres.  El “sorpasso”, de acuerdo con los resultados del sondeo, se debería más al movimiento del voto progresista moderado hacia la derecha, que al hecho de que algunos votantes socialistas estuvieran decididos a dar su apoyo a la “otra” izquierda, a la que muchos de ellos consideran radical, utópica y populista.

De este análisis se podrían sacar varias conclusiones. La primera sería que si hubiera habido que ir a unas terceras elecciones, como muchos pedían a gritos, es muy posible que el PP, con la ayuda de Ciudadanos, hubiera alcanzado la mayoría absoluta, es decir, volviera a estar en condiciones de manejar la tijera de los recortes a su antojo. Los de Podemos se relamerían de gusto por haberse convertido en la segunda fuerza del parlamento, pero los ciudadanos se encontrarían una vez más bajo el rodillo implacable de una derecha ultraconservadora y antisocial, con muy pocas trabas en el parlamento.

La segunda, y no menos importante, es que da la sensación de que el equilibrio de fuerzas se haya roto o, al menos, corriera el riesgo de romperse a favor del voto conservador. Al principio de los ochenta, el PSOE tuvo que moderar su discurso, abandonar el marxismo y adaptar su programa al perfil social de las clases medias, mayoritarias en el país. Si no lo hubiera hecho así, nunca habría sido una opción de gobierno, porque gran parte de sus votantes son progresistas, pero poco amigos de la inestabilidad social y de aventuras de incierto porvenir. En estos momentos, con un partido socialista que no acaba de encontrar el rumbo y una izquierda radical, anticapitalista y comunista intentando sustituirlo, el contrapunto de la izquierda moderada ha perdido peso, lo que, si se examina con objetividad, no es una buena noticia para los progresistas y sí magnífica para los conservadores.

Las declaraciones de Pedro Sánchez en el programa de Jordi Évole hace unos días no ayudan en absoluto a que el partido socialista recupere el pulso. Por el contrario, pareciera como si de repente al ex secretario general se le hubiera encendido la luz de la inspiración política y descubriera en Podemos todo lo contrario de lo que a lo largo de los meses ha estado sosteniendo. Se equivoca con ese extraño movimiento de aproximación a la formación de Pablo Iglesias, porque en su ingenuidad política no se da cuenta de que corre el riesgo de que lo fagoticen, como ya han hecho con otras formaciones de la izquierda. Por eso, creo que tienen razón los que desde el PSOE defienden que antes de resolver el asunto de los cargos hay que redefinir el partido, es necesario clarificar lo que se pretende alcanzar, se precisa marcar con nitidez las diferencias con otras opciones. Si no lo hacen así, si continúan con esa lucha intestina que los ha llevado a la peor situación desde que existen, acabarán entre todos con un partido que ya está moribundo.

Si esto sucede, millones de progresistas españoles se encontrarán huérfanos de opción política. Aunque siempre, triste consuelo, quedaría el voto en blanco.