31 de octubre de 2015

La derecha avanza, la izquierda se duerme


Decía el otro día que aún es pronto para hacer conjeturas con respecto a la composición del Congreso que resulte tras las próximas elecciones generales. Sin embargo, las piezas sobre el tablero han empezado a moverse muy deprisa, hasta el punto de que quizá pudiera atreverme a aventurar alguna hipótesis, aunque no sea más que para hacer un ejercicio de profecía.

Mariano Rajoy, que se ha pasado la legislatura ensimismado e inmerso en esa actitud displicente que le caracteriza, como un don Tancredo en mitad del ruedo que ignorara los pitones del morlaco, parece como si de repente hubiera salido de su aletargamiento y quisiera recuperar el tiempo perdido. Desde hace unos días se le puede ver a todas horas en los medios de comunicación, algunos afines a sus pretensiones electorales, como TVE, y otros no tanto, como el programa matutino de la SER que dirige la veterana periodista Pepa Bueno, intervención que tuve ocasión de oír hace unos días en directo. Además, un cierre de legislatura en el Congreso de los Diputados, convertido en mitin electoral por su partido, y una declaración institucional para salir al paso del galopante desafío independentista catalán, bajo el eslogan “mientras yo esté aquí” Cataluña no se separará de España. Todo un alarde de comunicación, auténtico “sprint final” de un corredor de fondo convertido en velocista por arte de birlibirloque.

Quizá en otra ocasión me decida a valorar estas actuaciones, a comentar la desfachatez con la que el gobierno está utilizando los medios de comunicación públicos y a examinar la falta de sentido de Estado que implica arrogarse la defensa de la unidad de España en primera persona. ¡Nada más y nada menos! Pero hoy sólo pretendo centrarme en los hechos y en sus posibles consecuencias electorales, porque me gusten o no sus métodos, el Presidente del Gobierno se ha decidido a dar la batalla mediática, utilizando todas las bazas que le ofrece la coyuntura, sin tapujos ni disimulos. Y eso es algo que a estas alturas de la contienda electoral puede producirle buenos réditos electorales.

Mientras tanto Ciudadanos se afianza como una segunda fuerza conservadora en España, a la que el PP critican sin levantar demasiado la voz, además de enviarle descarados guiños con pretensiones poselectorales. Para los populares está claro que si Albert Rivera quita votos a su partido, al fin y al cabo todo se queda en casa.  Pero si además se los quita al PSOE, miel sobre hojuelas.

El partido socialista, que encarna en España la izquierda moderada de corte socialdemócrata, se encuentra incrustrado entre una posible alianza conservadora, por un lado, y una izquierda desordenada, inexperta y utópica, por el otro. Los socialistas, con este panorama, son conscientes de que para gobernar necesitarían una mayoría abultada, un número de escaños que les diera fuerza para liderar una oferta alternativa al PP. Podemos, a medida que pasa el tiempo, pierde fuelle, entre otras cosa porque no acaba de encontrar un discurso constructivo. En política, como en otros aspectos de la vida, es fácil criticar lo existente, pero no tanto plantear alternativas. Cuesta poco erigirse como el único partido capaz de acabar con los problemas estructurales del país, pero ese es un mensaje que cada vez convencerá a menos, si no va acompañado de propuestas viables y realistas.

Como consecuencia de todo lo anterior, la derecha, aunque con un ligero deslizamiento en su conjunto hacia el centro, continúa manteniendo posiciones suficientes para seguir gobernando. Mientras que el partido socialista, el único capaz de constituir una alternativa de gobierno, aunque también mantiene posiciones relativas, no va a encontrar apoyos suficientes a su izquierda. Pero esto es algo bien sabido en nuestro país, muchos de cuyos votantes progresistas olvidan con frecuencia quién es el verdadero rival a batir en las urnas y se dedican a fomentar divisiones, muchas veces esperpénticas. Ignoran por completo eso que se ha dado en llamar el voto útil.

Pero queda mucho tiempo todavía  hasta las próximas elecciones, de manera que mis impresiones de hoy quizá puedan variar mañana.

26 de octubre de 2015

¿Qué va a pasar en las próximas eleciones? ¿Gobernará el partido más votado?

Dentro de muy poco, menos de dos meses, tendremos unas nuevas elecciones generales en España. La batalla ha empezado ya hace tiempo, pero pudiera considerarse que tras la última Sesión de Control del Gobierno, convertida por la bancada conservadora en un auténtico mitin electoral, se ha levantado definitivamente el banderín de salida. Los electores meditamos nuestras preferencias y los políticos se afanan en pregonar las cualidades que los envuelven y en echar por tierra las que adornan a sus rivales. En definitiva, nada que no hayamos visto antes tantas veces desde que la democracia existe.

Sin embargo, sí hay cosas diferentes, novedades dignas de tener en cuenta a las que me gustaría dedicar en estas páginas un poco de atención. Es posible que se trate sólo de ligeros matices –al fin y al cabo en el acontecer político poca variedad cabe-, pero al menos a mí me merece la pena fijarme en ellos.

La principal diferencia con respecto a comicios anteriores es la irrupción en escena de dos nuevos partidos, Ciudadanos y Podemos, que vienen a quebrar en cierto modo la tranquilidad y el sosiego en el que hasta ahora estaban instalados los dos partidos de la alternancia tradicional, el PP y el PSOE. Aunque las nuevas formaciones ya no resulten una novedad para los votantes españoles, porque han estado presentes en varias elecciones de carácter europeo, autonómico y local, esta vez debutarán a nivel nacional: los dos presentan sus respectivos candidatos a presidir el gobierno de la nación.

La presencia de estos partidos, a los que, superado un cierto desconcierto inicial como consecuencia de su rápido ascenso en las encuestas primero y en los resultados electorales después, los españoles ya conocemos mejor, introduce un importante grado de incertidumbre en la previsión que se haga con respeto a los próximos resultados. Simplificando mucho, podría decirse que uno de ellos, Podemos, ha dividido aún más a la izquierda, y que el otro, Ciudadanos, supone una escisión de la hasta ahora monolítica derecha.

He dicho simplificando, porque en realidad las cosas son bastante más complejas que suponer a estos partidos simples cuñas incrustadas en el espectro político. Podemos aglutina la rebeldía de ciertos sectores del electorado de izquierdas contra la que consideran inoperancia de los partidos progresistas existentes hasta ahora, hasta el punto de que puede acabar con la presencia de Izquierda Unida en el Parlamento, además de captar votos del PSOE. Mientras que Ciudadanos es un partido de corte conservador, que utiliza en sus mensajes un estilo moderado y tranquilizador, muy alejado del triunfalismo del PP y por tanto atractivo para un gran sector de la derecha de nuestro país y quizá para una parte del electorado de la izquierda moderada.

Con este panorama, parece claro que después de las próximas elecciones no van a repetirse mayorías absolutas. La lucha ahora está en conseguir el máximo número de escaños en el Congreso, para que después la aritmética parlamentaria decida quien ha de ser el próximo presidente del gobierno. Porque, no lo olvidemos, nuestro sistema es parlamentario, lo que significa que son los diputados que nosotros elijamos los que  después investirán  al que haya de presidir el consejo de ministros. Recuerdo esto, porque con el sistema actual no funciona eso de que debe gobernar la lista más votada, que algunos intentan defender como si se tratara de un axioma incuestionable.

Es cierto que hasta ahora en España, a lo largo de esta etapa democrática, siempre ha gobernado el partido más votado, o porque había conseguido mayoría absoluta o porque contaba con suficientes apoyos para gobernar. Pero esto es precisamente algo que puede cambiar tras las próximas elecciones. Las opciones que se abren son varias. El PP, que según algunas encuestas –no todas- pudiera resultar la lista más votada, sólo podría gobernar si lo apoyara Ciudadanos, la única de las alianzas a las que desde mi punto de vista puede aspirar. Al PSOE sin embargo, dada su posición centrada, le cabrían dos opciones, gobernar con el apoyo de Ciudadanos o con el de Podemos, algo parecido a lo que sucede con Ciudadanos, que podría acceder al poder de la mano del PSOE o de la del PP. Por último, Podemos sólo podría gobernar si lo apoyara el PSOE. En todo caso, cualquiera de las opciones necesitaría que la suma de diputados superara la mitad más uno de los escaños del congreso.

A partir de aquí se pueden hacer las conjeturas que se quiera. Todo va a depender del apoyo de los ciudadanos que reciba cada partido, con independencia de la posición  relativa que obtenga en la llegada a meta. El primero, el más votado, no podrá cantar victoria si no consigue las alianzas necesarias, porque el segundo, con el respaldo del tercero o del cuarto, le puede arrebatar el triunfo. De ahí que cada uno de ellos sólo quiera hablar de victoria relativa –la absoluta parece imposible- y no conteste a las preguntas sobre posibles acuerdos poselectorales.

Aunque hasta el rabo todo es toro, a medida que avance la campaña quizá podamos ir deshojando la margarita, haciéndonos una idea de qué pude pasar después de las elecciones. De momento una cosa parece clara, que tanto el PSOE como el PP cuentan con el apoyo de sus incondicionales, los primeros con los votos del electorado de la izquierda moderada, a la que no le gustan las aventuras inciertas, y los segundos con los de la derecha de toda la vida, que no confía en políticas moderadas.

Pero, ¿serán esas bases de incondicionales suficientes para mantenerlos en las dos primeras posiciones? A estas alturas es muy difícil asegurarlo.

22 de octubre de 2015

Madrid escenario del mundo. Ensayo de María Guijarro

Hoy voy a escribir sobre un asunto de carácter algo personal, aun a riesgo de que pueda interesar a pocos. O mejor dicho, voy a referirme a un tema muy concreto, para intentar sacar alguna conclusión de carácter más general. Otra cosa será que lo consiga.

Acabo de leer por tercera vez en mi vida un libro escrito por una tía mía (en realidad tía abuela), María Guijarro (1900-1970), un relato que guardo desde hace años en mi librería como oro en paño. Se trata de un ensayo de carácter autobiográfico, escrito durante la Guerra Civil y publicado en 1940, nada más terminar la contienda, bajo el título de “Madrid escenario del mundo” y el subtítulo de “Impresiones de una sitiada”. La autora tenía entonces  36 años de edad, permanecía soltera y vivía en una céntrica calle del barrio de Salamanca de Madrid con un hermano suyo, médico oftalmólogo, y una doméstica. De posición acomodada, en aquella época no trabajaba, si exceptuamos su labor de escritora. Años más tarde, cuando ya había sobrepasado los 50 años, llegó a estrenar en el Maravillas algunas obras de teatro infantil, yo diría que con un éxito más que regular.

A pesar de que llegué a conocerla muy bien y a tratarla con bastante asiduidad (cuando murió yo ya había cumplido los 28 años), no es de su persona de lo que quiero hoy hablar, sino de las impresiones que transmite en su libro. Educada entre algodones, de una gran cultura y no menos sensibilidad humana, la guerra la sorprendió en Madrid, en  zona republicana (la autora se refiere a ella como “zona roja”).  Aunque la palabra burgués esté en desuso, a María Guijarro le hubiera encajado perfectamente este adjetivo. Se trataba de una mujer perteneciente a eso que llamamos clase media alta, atrapada en una ciudad turbulenta, caótica en los primeros momentos de la guerra, cuando las masas incontroladas se lanzaron a la calle en busca de “facciosos”, como sucedía en la otra zona, la “nacional”, con dirigentes sindicales, líderes de partidos de izquierdas o intelectuales de tendencia liberal.

Vivir como vivió ella, inmersa en un ambiente social tan hostil, en el que se mezclaban legítimas reivindicaciones de carácter social con ansias personales de revancha, no debía de ser nada agradable. Cuenta, con cierto gracejo, que tenía que aceptar con la sonrisa en la boca el tuteo y el tratamiento de “compañera” si quería que en las tiendas la atendieran. Explica que el uso de corbatas, de sombreros  o de cualquier manifestación en la vestimenta que reflejara una procedencia, no ya aristocrática, sino simplemente de clase media, era un peligro, por lo que igual que una gran parte de la población se vio obligada a “disfrazarse” de lo que nunca había sido, es decir, a vestir con cierto desaliño para pasar inadvertida por las calles de la ciudad, sin que la detuvieran en alguno de los numerosos controles que se establecían aleatoriamente.

En sus memorias explica cómo algunas personas se vieron obligadas a alojarse en domicilios de amigos o familiares, porque los proyectiles lanzados por los obuses del otro lado no diferenciaban a los amigos de los enemigos. Fue el caso de mi abuelo, uno de sus hermanos, al que más tarde detuvieron y encarcelaron hasta que acabó la guerra, sólo porque era un hombre de ideas conservadoras, que no debía de ocultar. Y cuenta con detalle las carreras precipitadas, escaleras abajo, de todos los vecinos de la casa, cuando a altas horas de la madrugada sonaban las sirenas anunciando la llegada de aviones de los sublevados, para buscar refugio en los sótanos del edificio y permanecer allí, hacinados y muertos de miedo, hasta que desaparecía la alarma.

Según cuenta, pasear por la ciudad era imposible. Los barrios del centro, aledaños a la Gran Vía, se convirtieron en intransitables, porque la metralla de los proyectiles que se lanzaban desde la Casa de Campo lo impedía. Cruzar La Castellana, ese amplio espacio abierto que divide la ciudad en dos, era un peligro, que muchos tenían que soportar a diario, porque pasar de un lado a otro era una necesidad ineludible para ellos. El metro, que durante una gran parte de la guerra sirvió como improvisado refugio antiaéreo, voló un día por los aires, al parecer como consecuencia de un sabotaje de la llamada “quinta columna”.

Y al final de la guerra, la lucha callejera entre los milicianos del Partido Comunista, que querían continuar la contienda hasta el agotamiento, y la recién constituida Junta de Defensa, presidida por Casado, que pretendía alcanzar un acuerdo con los sublevados para acabar con aquella barbaridad de la mejor forma posible, refriega que convirtió a la ciudad de Madrid en un auténtico campo de batalla, con tiroteos de portal a portal e incluso dentro de los edificios.

Es verdad que todo esto lo hemos leído muchas veces en tantos y tantos relatos. Pero puesto en boca de una persona de tu familia, que además de haberlo sufrido fue capaz de escribirlo, aporta un valor añadido, que a mí al menos me ha hecho meditar, con mayor profundidad que en ocasiones anteriores, sobre las consecuencias de vivir en la retaguardia una guerra en general o una guerra civil en particular. Su testimonio tiene para mí la fuerza que otorga haber conocido a la protagonista, saber que en su relato no hay exageraciones, tan sólo el intento de documentar una dolorosa experiencia recién vivida.

Sirvan estas líneas como un pequeño homenaje a mi tía María, escritora de vivencias bélicas, entre otras muchas cosas.

16 de octubre de 2015

Los símbolos nacionales


Las comunidades humanas se han dotado desde tiempos inmemorables de determinados signos externos de identidad colectiva, a los que suele darse el nombre de símbolos nacionales. Entre ellos se encuentran la Bandera, el Escudo, el Himno y la Fiesta Nacional, escritos así, con mayúsculas, para que nos entendamos todos. Se trata por tanto de instrumentos artificiales de carácter simbólico, que nada significarían si no fuera por el valor representativo que se les atribuye. Desprovistos de su alegoría, sólo son una tela multicolor, un símbolo heráldico, una melodía o una festividad de carácter oficial, respectivamente.

La pregunta que uno se hace es por qué han existido a lo largo de la Historia y se mantienen en la actualidad. La respuesta se contesta, creo yo, con facilidad: porque las colectividades humanas han querido dotarse a lo largo de los tiempos de signos identificativos de sus particularidades, mediante instrumentos materiales de referencia que ayudaran a mantener la cohesión social y, también, a diferenciarse de las demás agrupaciones humanas.

Es cierto que hoy en día, en este mundo de globalidad creciente, estos signos ya no serían tan necesarios. Pero por una parte la tradición y por otra la necesidad de mantener una cierta identificación colectiva, mantienen su uso, lo que para muchos no sólo no significa un obstáculo, sino al contrario un conjunto de referencias arraigadas en el subconsciente, que tantas veces despiertan las emociones.

El problema empieza cuando no todos los componentes de una colectividad aceptan los mismos signos de identidad. Algunos, por ejemplo, recuerdan que la bandera bicolor española representa a la monarquía borbónica y prefieren la tricolor republicana. Otros no olvidan que el Himno Nacional fue al fin y al cabo la Marcha Real y preferirían oír otros sones. En cuanto a la fecha elegida para conmemorar la Fiesta Nacional, ahora el 12 de octubre, a determinadas personas no les gusta por muy distintas razones, algunas porque consideran que proceden de regiones que poco tuvieron que ver con el descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo y otras porque valoran aquella etapa de nuestra Historia como un atropello a los derechos humanos de los indígenas.

Por otro lado, también están los que se envuelven en las banderas con evidentes intenciones partidistas, se apropian de ellas y terminan expulsando a los demás del afecto a los símbolos que son de todos. Con su afán monopolista consiguen el efecto contrario al que dicen perseguir, la indiferencia de muchos ante los simbolos que los representan, porque su actitud los empuja a identificarlos con opciones de partido que no comparten y como consecuencia a dejar de ver en ellos la representación del país al que pertenecen.

¿Tienen estas controversias solución? Mucho me temo que no. ¿Por qué soy tan tajante en la respuesta? Porque creo que las discrepancias derivan del olvido del auténtico sentido de los símbolos, simples instrumentos, convenciones adoptadas por la sociedad tan sólo con la idea de representar al colectivo en el que están inmersos. Otorgarles un contenido que incite el odio o la división es un error.

He llegado hasta este punto, para opinar sobre algunos comportamientos que se dieron el pasado 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional. De la no comparecencia en las celebraciones oficiales de determinados presidentes de Comunidad Autónoma poco voy a decir, sólo recordar que si ocupan tan altas magistraturas es porque forman parte de un Estado que ese día celebraba su Fiesta Nacional, uno más de los símbolos de los que nos hemos dotado. De los que han pretextado su ausencia porque la fecha les recordaba un genocidio, diré que me parece un argumento falaz, no porque vaya yo a negar determinadas atrocidades que se cometieron durante el proceso de colonización, sino porque no creo que encuentren en el calendario ninguna fecha en la que no haya acaecido algún acto de barbarie colectiva, por acción o por omisión, o recuerde alguna inconveniencia.

Tampoco voy a olvidarme de los que hace unos años aprovechaban las concentraciones humanas que se producían alrededor del desfile conmemorativo de la Fiesta Nacional para insultar al presidente del gobierno, vandalismo impropio de los que dicen respetar los símbolos nacionales. Se puede no estar de acuerdo con las políticas gubernamentales de turno, ¡hasta ahí podíamos llegar!, pero manifestar las discrepancias mediante insultos durante la celebración de la Fiesta Nacional es un irresponsable atropello a la convivencia.

Yo mientras tanto, sin necesidad de idolatrar los símbolos, cada vez que los oiga o los vea seguiré sin poder evitar un cierto regusto de emoción en la garganta y algo de humedad incontrolada en los ojos, turbación que me produce recordar que pertenezco a un colectivo humano con el que me siento identificado. Para no olvidarlo, creo yo, se han inventado los símbolos nacionales.

11 de octubre de 2015

Inmigración


El mundo rico, ese que numeramos como el primero de los tres en los que de manera artificial dividimos el mundo, contempla horrorizado la avalancha migratoria que se acumula ante sus fronteras. Europa, incapaz de contener la marea humana, se pregunta qué está sucediendo, cuáles son las causas que motivan la llegada de millones de refugiados. Los gobiernos europeos intentan encontrar una solución, sin lograr ponerse de acuerdo, y las opiniones públicas, completamente desorientadas, se dividen en tendencias que reflejan fielmente el fondo de sus idearios políticos, las conservadoras crispadas ante lo que consideran un ataque a los cimientos de su confortable sociedad,  y las progresistas, más comprensivas con la tragedia humana que acompaña al fenómeno, hacen de tripas corazón, aprietan los dientes, aceptan el reto y defienden que no se cierren las fronteras, que se “haga un hueco” a los que llaman a las puertas de nuestra civilización.

Lo que está sucediendo ahora no es otra cosa que la consecuencia de que el mundo occidental, Europa y Estados Unidos, haya vivido de espaldas al universo de precariedad, miseria y desesperación que lo rodea. Terminada la etapa colonial, se inició la poscolonial, de aspecto si acaso más bondadoso, pero en realidad nada distinta de la anterior. Mientras las cosas iban funcionando, cuando los dictadores colocados en sus poltronas por los que en realidad movían los hilos del mundo -las potencias occidentales- controlaban la situación, parecía que las tensiones provocadas por el desequilibrio entre ricos y pobres no existieran y que nada ni nadie podría romper el estatus alcanzado. La penuria y la indigencia estaban ahí al lado, pero no salpicaban las conciencias colectivas de las sociedades instaladas en el bienestar.

Sin embargo, los dictadores fueron cayendo, unas veces por la mano de los ciudadanos de sus pueblos y otras merced a la intervención de los mismos que los habían alimentado, es decir, los gobiernos del primer mundo. Sobrevinieron entonces luchas internas, el sinfín de guerras civiles que salpica el mundo, alimentadas por el fanatismo religioso, por la intolerancia étnica y racial y, sobre todo, por la miseria, un hervidero de violencia a las puertas de Europa, cuyo riesgo nadie había querido ver hasta ahora, porque resulta mucho más fácil mirar hacia otro lado.

Bumedian, presidente de Argelia desde 1965 hasta su muerte en 1978, dijo en una ocasión: “No existen suficientes bombas atómicas en el mundo para detener la marea formada por los millones de seres humanos que partirán de la parte meridional y pobre del mundo, para irrumpir en los espacios relativamente abiertos del rico hemisferio septentrional en busca de su supervivencia”. Estas palabras, que fueron pronunciadas en 1974, leídas hoy parecen premonitorias, cuando en realidad no son más que la conclusión de un político revolucionario del tercer mundo que conocía muy bien la situación de su pueblo.

Ahora, cuando la olla ha explotado, cuando la migración masiva empieza a cruzar nuestras fronteras, ¿qué se puede hacer? Unos dirán –ya lo están diciendo- que hay que cerrar las puertas a cal y canto, lo que significaría mantener el problema latente algún tiempo más, suponiendo que todavía se esté a tiempo de cerrarlas. Otros, desde mi punto de vista más realistas, propugnan una conducción ordenada del fenómeno, para lo cual hacen falta recursos, qué duda cabe, pero sobre todo solidaridad entre los Estados. Incluso algunos de estos últimos se atreven a pronosticar que la inmigración podría llegar a ser beneficiosa, porque nuestras envejecidas sociedades han llegado al límite de su capacidad de resistencia demográfica, una apreciación nada baladí, a poco que se examine la pirámide de población europea en general y española en particular.

El tema no es fácil, ya lo sé, y por tanto no puede tratarse con ligereza. A nadie, sea cual sea su ideología, le resulta atractiva la idea de acoger a la numerosa población que se está acumulando ante las fronteras europeas, una amalgama de culturas diferentes, cuyo acomodo parece difícil de lograr. La cantidad de inmigrantes que se está discutiendo nada tiene que ver con las que en realidad maneja los que conocen a fondo el problema. No estamos hablando de unos cientos de miles (resulta irrisoria la cifra de algo más de 15.000 asignada a España), sino de millones, cantidades que, a nadie se le escapa, repercutirán en el futuro de las sociedades europeas de forma notable.

Pero la pregunta que hay que hacerse es: ¿se puede soslayar el problema? La contestación que yo doy es un NO tajante. Lo que sí se puede y se debe hacer es reconducirlo con inteligencia, por cauces que terminen favoreciendo a los que llegan y a los que los reciben. De otra forma estaremos agravando el conflicto, convirtiéndolo en una bomba de relojería de efecto retardado que, si no a nosotros, explotará algún día a nuestros hijos o a nuestros nietos.

6 de octubre de 2015

Cataluña en España. ¿Sí o no? (II)



Los comentarios que por uno u otro conducto me han llegado con respeto a mis reflexiones anteriores en este blog sobre el “problema catalán”, me sugieren volver una vez más al mismo tema para ampliar algunas de las ideas expuestas allí, que quizá, dada la brevedad obligada, pudieran estar faltas de clarificación.

Vaya por delante que quien esto escribe no desea que Cataluña se separe del resto de España. Y si no lo desea, no es por un prurito de sentimentalismo patriótico, sino debido al convencimiento de que la escisión supondría un paso atrás en el desarrollo de nuestra sociedad, la española en general y la catalana en particular, una disminución de “masa crítica” que a unos y a otros nos haría perder influencia en el concierto internacional donde estamos obligados a desenvolvernos, además de una pérdida de confianza del mundo hacia nosotros.

Lo que está sucediendo desde mi punto de vista es que dos visiones antagónicas del problema se están enfrentando sin miramientos ni contemplaciones, los unos fomentando la secesión desde Cataluña en beneficio de intereses partidistas y los otros dando lugar a que los primeros vayan ganando terreno poco a poco, incapaces de darle al conflicto un tratamiento adecuado, con la mirada sólo fija en las próximas elecciones generales. Los primeros se apoyan en una hipotética indignación o hartazgo por el trato recibido y a los segundos les ciega la pasión centralista, incapaces de reconocer la realidad de la España plural. Ya lo he dicho en algún lugar: separatistas unos y separadores los otros, dos tendencias que se autoalimentan y nos están llevando al borde de la catástrofe.

Uno de los amables lectores que han dejado su comentario en este blog reflexionaba que a su juicio la situación no tiene remedio, a menos que cambien los políticos que ahora defienden cada una de las dos posiciones. Ojalá fuera tan fácil, pero mucho me temo que lo que tiene que cambiar profundamente es la mentalidad de los españoles que viven a uno y otro lado del conflicto, para lo cual se necesita más pedagogía y menos amenazas, más inteligencia y menos vísceras. Las amenazas asustan a muy pocos, porque a nadie con sentido común se le ocurre pensar que si se produjera la escisión acabaríamos como el Rosario de la Aurora, enemigos irreconciliables los unos de los otros, porque eso significaría ignorar el entramado social y económico que nos entrelaza de forma, me atrevería a decir, irreversible Y la visceralidad sobra, cuando lo que ahora precisamente se necesita es inteligencia y racionalidad.

He intentado no poner nombres de políticos en estas reflexiones, no porque me asuste referirme a ellos, sino porque creo que no son más que parte del problema. Porque el conflicto proviene fundamentalmente de la falta de conocimiento de las realidades española y catalana por parte de muchos, ignorancia que, es verdad, alimentan las arengas separatistas de Artur Mas, con sus consignas victimistas, y la inoperancia centralista de Mariano Rajoy, con su política de aquí no pasa nada. El primero ha convertido un puesto institucional en plataforma de sus interese de partido y el segundo no es capaz de resolver un problema de Estado de esta magnitud. Porque el separatismo en Cataluña siempre ha existido, no lo olvidemos, pero hace mucho tiempo que no alcanzaba cotas tan relevantes.

Sí es cierto que en Cataluña hay un cincuenta por ciento que no está de acuerdo con el curso que siguen últimamente los acontecimientos, pero cuando se les oye hablar manifiestan desilusión, como si se vieran condenados a la separación por falta de entendimiento de los españoles no catalanes. De la misma forma que no es falso que en el resto de España se oyen voces a favor de un entendimiento razonable entre las dos tendencias, pero expresadas con tan poca intensidad, y sobre todo con tan escasa concreción, que se antojan prédicas en el desierto.

Decía en el artículo anterior que prejuzgar los acuerdos que se pudieran alcanzar en una posible negociación para modificar la Constitución es opinar antes de tiempo. Insisto en que defender que los españoles somos todos iguales ante la ley es fácil de pronunciar por pura obviedad. Pero, ¿alguien se ha puesto a pensar en que si Cataluña se separara de España los catalanes dejarían de ser iguales a los españoles ante la ley y ante cualquier otra cosa? Simplemente ya no serían españoles. ¿Es eso lo que queremos? Yo, desde luego, no.