El mundo rico, ese que numeramos como el primero de los tres en los que de manera artificial dividimos el mundo, contempla horrorizado la avalancha migratoria que se acumula ante sus fronteras. Europa, incapaz de contener la marea humana, se pregunta qué está sucediendo, cuáles son las causas que motivan la llegada de millones de refugiados. Los gobiernos europeos intentan encontrar una solución, sin lograr ponerse de acuerdo, y las opiniones públicas, completamente desorientadas, se dividen en tendencias que reflejan fielmente el fondo de sus idearios políticos, las conservadoras crispadas ante lo que consideran un ataque a los cimientos de su confortable sociedad, y las progresistas, más comprensivas con la tragedia humana que acompaña al fenómeno, hacen de tripas corazón, aprietan los dientes, aceptan el reto y defienden que no se cierren las fronteras, que se “haga un hueco” a los que llaman a las puertas de nuestra civilización.
Lo que está sucediendo ahora no es otra cosa que la consecuencia de que el mundo occidental, Europa y Estados Unidos, haya vivido de espaldas al universo de precariedad, miseria y desesperación que lo rodea. Terminada la etapa colonial, se inició la poscolonial, de aspecto si acaso más bondadoso, pero en realidad nada distinta de la anterior. Mientras las cosas iban funcionando, cuando los dictadores colocados en sus poltronas por los que en realidad movían los hilos del mundo -las potencias occidentales- controlaban la situación, parecía que las tensiones provocadas por el desequilibrio entre ricos y pobres no existieran y que nada ni nadie podría romper el estatus alcanzado. La penuria y la indigencia estaban ahí al lado, pero no salpicaban las conciencias colectivas de las sociedades instaladas en el bienestar.
Sin embargo, los dictadores fueron cayendo, unas veces por la mano de los ciudadanos de sus pueblos y otras merced a la intervención de los mismos que los habían alimentado, es decir, los gobiernos del primer mundo. Sobrevinieron entonces luchas internas, el sinfín de guerras civiles que salpica el mundo, alimentadas por el fanatismo religioso, por la intolerancia étnica y racial y, sobre todo, por la miseria, un hervidero de violencia a las puertas de Europa, cuyo riesgo nadie había querido ver hasta ahora, porque resulta mucho más fácil mirar hacia otro lado.
Bumedian, presidente de Argelia desde 1965 hasta su muerte en 1978, dijo en una ocasión: “No existen suficientes bombas atómicas en el mundo para detener la marea formada por los millones de seres humanos que partirán de la parte meridional y pobre del mundo, para irrumpir en los espacios relativamente abiertos del rico hemisferio septentrional en busca de su supervivencia”. Estas palabras, que fueron pronunciadas en 1974, leídas hoy parecen premonitorias, cuando en realidad no son más que la conclusión de un político revolucionario del tercer mundo que conocía muy bien la situación de su pueblo.
Ahora, cuando la olla ha explotado, cuando la migración masiva empieza a cruzar nuestras fronteras, ¿qué se puede hacer? Unos dirán –ya lo están diciendo- que hay que cerrar las puertas a cal y canto, lo que significaría mantener el problema latente algún tiempo más, suponiendo que todavía se esté a tiempo de cerrarlas. Otros, desde mi punto de vista más realistas, propugnan una conducción ordenada del fenómeno, para lo cual hacen falta recursos, qué duda cabe, pero sobre todo solidaridad entre los Estados. Incluso algunos de estos últimos se atreven a pronosticar que la inmigración podría llegar a ser beneficiosa, porque nuestras envejecidas sociedades han llegado al límite de su capacidad de resistencia demográfica, una apreciación nada baladí, a poco que se examine la pirámide de población europea en general y española en particular.
El tema no es fácil, ya lo sé, y por tanto no puede tratarse con ligereza. A nadie, sea cual sea su ideología, le resulta atractiva la idea de acoger a la numerosa población que se está acumulando ante las fronteras europeas, una amalgama de culturas diferentes, cuyo acomodo parece difícil de lograr. La cantidad de inmigrantes que se está discutiendo nada tiene que ver con las que en realidad maneja los que conocen a fondo el problema. No estamos hablando de unos cientos de miles (resulta irrisoria la cifra de algo más de 15.000 asignada a España), sino de millones, cantidades que, a nadie se le escapa, repercutirán en el futuro de las sociedades europeas de forma notable.
Pero la pregunta que hay que hacerse es: ¿se puede soslayar el problema? La contestación que yo doy es un NO tajante. Lo que sí se puede y se debe hacer es reconducirlo con inteligencia, por cauces que terminen favoreciendo a los que llegan y a los que los reciben. De otra forma estaremos agravando el conflicto, convirtiéndolo en una bomba de relojería de efecto retardado que, si no a nosotros, explotará algún día a nuestros hijos o a nuestros nietos.
Lo que está sucediendo ahora no es otra cosa que la consecuencia de que el mundo occidental, Europa y Estados Unidos, haya vivido de espaldas al universo de precariedad, miseria y desesperación que lo rodea. Terminada la etapa colonial, se inició la poscolonial, de aspecto si acaso más bondadoso, pero en realidad nada distinta de la anterior. Mientras las cosas iban funcionando, cuando los dictadores colocados en sus poltronas por los que en realidad movían los hilos del mundo -las potencias occidentales- controlaban la situación, parecía que las tensiones provocadas por el desequilibrio entre ricos y pobres no existieran y que nada ni nadie podría romper el estatus alcanzado. La penuria y la indigencia estaban ahí al lado, pero no salpicaban las conciencias colectivas de las sociedades instaladas en el bienestar.
Sin embargo, los dictadores fueron cayendo, unas veces por la mano de los ciudadanos de sus pueblos y otras merced a la intervención de los mismos que los habían alimentado, es decir, los gobiernos del primer mundo. Sobrevinieron entonces luchas internas, el sinfín de guerras civiles que salpica el mundo, alimentadas por el fanatismo religioso, por la intolerancia étnica y racial y, sobre todo, por la miseria, un hervidero de violencia a las puertas de Europa, cuyo riesgo nadie había querido ver hasta ahora, porque resulta mucho más fácil mirar hacia otro lado.
Bumedian, presidente de Argelia desde 1965 hasta su muerte en 1978, dijo en una ocasión: “No existen suficientes bombas atómicas en el mundo para detener la marea formada por los millones de seres humanos que partirán de la parte meridional y pobre del mundo, para irrumpir en los espacios relativamente abiertos del rico hemisferio septentrional en busca de su supervivencia”. Estas palabras, que fueron pronunciadas en 1974, leídas hoy parecen premonitorias, cuando en realidad no son más que la conclusión de un político revolucionario del tercer mundo que conocía muy bien la situación de su pueblo.
Ahora, cuando la olla ha explotado, cuando la migración masiva empieza a cruzar nuestras fronteras, ¿qué se puede hacer? Unos dirán –ya lo están diciendo- que hay que cerrar las puertas a cal y canto, lo que significaría mantener el problema latente algún tiempo más, suponiendo que todavía se esté a tiempo de cerrarlas. Otros, desde mi punto de vista más realistas, propugnan una conducción ordenada del fenómeno, para lo cual hacen falta recursos, qué duda cabe, pero sobre todo solidaridad entre los Estados. Incluso algunos de estos últimos se atreven a pronosticar que la inmigración podría llegar a ser beneficiosa, porque nuestras envejecidas sociedades han llegado al límite de su capacidad de resistencia demográfica, una apreciación nada baladí, a poco que se examine la pirámide de población europea en general y española en particular.
El tema no es fácil, ya lo sé, y por tanto no puede tratarse con ligereza. A nadie, sea cual sea su ideología, le resulta atractiva la idea de acoger a la numerosa población que se está acumulando ante las fronteras europeas, una amalgama de culturas diferentes, cuyo acomodo parece difícil de lograr. La cantidad de inmigrantes que se está discutiendo nada tiene que ver con las que en realidad maneja los que conocen a fondo el problema. No estamos hablando de unos cientos de miles (resulta irrisoria la cifra de algo más de 15.000 asignada a España), sino de millones, cantidades que, a nadie se le escapa, repercutirán en el futuro de las sociedades europeas de forma notable.
Pero la pregunta que hay que hacerse es: ¿se puede soslayar el problema? La contestación que yo doy es un NO tajante. Lo que sí se puede y se debe hacer es reconducirlo con inteligencia, por cauces que terminen favoreciendo a los que llegan y a los que los reciben. De otra forma estaremos agravando el conflicto, convirtiéndolo en una bomba de relojería de efecto retardado que, si no a nosotros, explotará algún día a nuestros hijos o a nuestros nietos.
Eso que a ti te parece muy difícil de solucionar ya a mí imposible, no se lo parecía tanto a la Sra.Aguirre, quien en unas declaraciones decía que se podía poner una fábrica en Mali y así los de allí se quedarían a trabajar en su país y no vendrían a este. Te recuerdo,por si lo has olvidado,que no creo, que esa señora es (o ha sido) condesa de Bornos y condesa de Murillo, Grande de España y presidenta del Partido Popular en la Comunidad de Madrid.
ResponderEliminarLo dicho: imposible lo de contener lo incontenible y lo de Doña Esperanza.
Angel
Gracias Ángel por volver a las páginas de este blog. Siempre has aportado a ellas una buena dosis de crítica incisiva, que estimula mi limitada capacidad de análisis.
ResponderEliminarEsperanza Aguirre es tan sólo un buen ejemplo de mentalidad conservadora, quizá uno de los mejores que se puedan poner. A las mentalidades conservadoras, ya lo digo en mi entrada, les horroriza admitir la existencia de un problema que llama a nuestras puertas y que no hay más remedio que encauzar con inteligencia, porque no se puede dar la espalda a un drama humano de esta envergadura. Lo de poner una fábrica en Mali lo tomo como ejemplo de contribuir al desarrollo del tercer mundo, una solución que ayudaría, qué duda cabe, a aliviar la tensión demográfica. Pero, ¿quién le pone el cascabel al gato? La iniciativa privada no se va a molestar si los cálculos del retorno de la inversión no le salen; y los Estados desarrollados se limitarán a incluir en sus presupuestos unas ridículas cantidades para el desarrollo de los países del tercer mundo, con el único objeto de cubrir el expediente de la solidaridad. Y mientras tanto millones de personas a nuestro alrededor se movilizan para salir de la miseria. Y, como tú dices, esa movilización es incontenible, nos pongamos como nos pongamos, nos guste o no nos guste.