22 de octubre de 2015

Madrid escenario del mundo. Ensayo de María Guijarro

Hoy voy a escribir sobre un asunto de carácter algo personal, aun a riesgo de que pueda interesar a pocos. O mejor dicho, voy a referirme a un tema muy concreto, para intentar sacar alguna conclusión de carácter más general. Otra cosa será que lo consiga.

Acabo de leer por tercera vez en mi vida un libro escrito por una tía mía (en realidad tía abuela), María Guijarro (1900-1970), un relato que guardo desde hace años en mi librería como oro en paño. Se trata de un ensayo de carácter autobiográfico, escrito durante la Guerra Civil y publicado en 1940, nada más terminar la contienda, bajo el título de “Madrid escenario del mundo” y el subtítulo de “Impresiones de una sitiada”. La autora tenía entonces  36 años de edad, permanecía soltera y vivía en una céntrica calle del barrio de Salamanca de Madrid con un hermano suyo, médico oftalmólogo, y una doméstica. De posición acomodada, en aquella época no trabajaba, si exceptuamos su labor de escritora. Años más tarde, cuando ya había sobrepasado los 50 años, llegó a estrenar en el Maravillas algunas obras de teatro infantil, yo diría que con un éxito más que regular.

A pesar de que llegué a conocerla muy bien y a tratarla con bastante asiduidad (cuando murió yo ya había cumplido los 28 años), no es de su persona de lo que quiero hoy hablar, sino de las impresiones que transmite en su libro. Educada entre algodones, de una gran cultura y no menos sensibilidad humana, la guerra la sorprendió en Madrid, en  zona republicana (la autora se refiere a ella como “zona roja”).  Aunque la palabra burgués esté en desuso, a María Guijarro le hubiera encajado perfectamente este adjetivo. Se trataba de una mujer perteneciente a eso que llamamos clase media alta, atrapada en una ciudad turbulenta, caótica en los primeros momentos de la guerra, cuando las masas incontroladas se lanzaron a la calle en busca de “facciosos”, como sucedía en la otra zona, la “nacional”, con dirigentes sindicales, líderes de partidos de izquierdas o intelectuales de tendencia liberal.

Vivir como vivió ella, inmersa en un ambiente social tan hostil, en el que se mezclaban legítimas reivindicaciones de carácter social con ansias personales de revancha, no debía de ser nada agradable. Cuenta, con cierto gracejo, que tenía que aceptar con la sonrisa en la boca el tuteo y el tratamiento de “compañera” si quería que en las tiendas la atendieran. Explica que el uso de corbatas, de sombreros  o de cualquier manifestación en la vestimenta que reflejara una procedencia, no ya aristocrática, sino simplemente de clase media, era un peligro, por lo que igual que una gran parte de la población se vio obligada a “disfrazarse” de lo que nunca había sido, es decir, a vestir con cierto desaliño para pasar inadvertida por las calles de la ciudad, sin que la detuvieran en alguno de los numerosos controles que se establecían aleatoriamente.

En sus memorias explica cómo algunas personas se vieron obligadas a alojarse en domicilios de amigos o familiares, porque los proyectiles lanzados por los obuses del otro lado no diferenciaban a los amigos de los enemigos. Fue el caso de mi abuelo, uno de sus hermanos, al que más tarde detuvieron y encarcelaron hasta que acabó la guerra, sólo porque era un hombre de ideas conservadoras, que no debía de ocultar. Y cuenta con detalle las carreras precipitadas, escaleras abajo, de todos los vecinos de la casa, cuando a altas horas de la madrugada sonaban las sirenas anunciando la llegada de aviones de los sublevados, para buscar refugio en los sótanos del edificio y permanecer allí, hacinados y muertos de miedo, hasta que desaparecía la alarma.

Según cuenta, pasear por la ciudad era imposible. Los barrios del centro, aledaños a la Gran Vía, se convirtieron en intransitables, porque la metralla de los proyectiles que se lanzaban desde la Casa de Campo lo impedía. Cruzar La Castellana, ese amplio espacio abierto que divide la ciudad en dos, era un peligro, que muchos tenían que soportar a diario, porque pasar de un lado a otro era una necesidad ineludible para ellos. El metro, que durante una gran parte de la guerra sirvió como improvisado refugio antiaéreo, voló un día por los aires, al parecer como consecuencia de un sabotaje de la llamada “quinta columna”.

Y al final de la guerra, la lucha callejera entre los milicianos del Partido Comunista, que querían continuar la contienda hasta el agotamiento, y la recién constituida Junta de Defensa, presidida por Casado, que pretendía alcanzar un acuerdo con los sublevados para acabar con aquella barbaridad de la mejor forma posible, refriega que convirtió a la ciudad de Madrid en un auténtico campo de batalla, con tiroteos de portal a portal e incluso dentro de los edificios.

Es verdad que todo esto lo hemos leído muchas veces en tantos y tantos relatos. Pero puesto en boca de una persona de tu familia, que además de haberlo sufrido fue capaz de escribirlo, aporta un valor añadido, que a mí al menos me ha hecho meditar, con mayor profundidad que en ocasiones anteriores, sobre las consecuencias de vivir en la retaguardia una guerra en general o una guerra civil en particular. Su testimonio tiene para mí la fuerza que otorga haber conocido a la protagonista, saber que en su relato no hay exageraciones, tan sólo el intento de documentar una dolorosa experiencia recién vivida.

Sirvan estas líneas como un pequeño homenaje a mi tía María, escritora de vivencias bélicas, entre otras muchas cosas.

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