Las comunidades humanas se han dotado desde tiempos inmemorables de determinados signos externos de identidad colectiva, a los que suele darse el nombre de símbolos nacionales. Entre ellos se encuentran la Bandera, el Escudo, el Himno y la Fiesta Nacional, escritos así, con mayúsculas, para que nos entendamos todos. Se trata por tanto de instrumentos artificiales de carácter simbólico, que nada significarían si no fuera por el valor representativo que se les atribuye. Desprovistos de su alegoría, sólo son una tela multicolor, un símbolo heráldico, una melodía o una festividad de carácter oficial, respectivamente.
La pregunta que uno se hace es por qué han existido a lo largo de la Historia y se mantienen en la actualidad. La respuesta se contesta, creo yo, con facilidad: porque las colectividades humanas han querido dotarse a lo largo de los tiempos de signos identificativos de sus particularidades, mediante instrumentos materiales de referencia que ayudaran a mantener la cohesión social y, también, a diferenciarse de las demás agrupaciones humanas.
Es cierto que hoy en día, en este mundo de globalidad creciente, estos signos ya no serían tan necesarios. Pero por una parte la tradición y por otra la necesidad de mantener una cierta identificación colectiva, mantienen su uso, lo que para muchos no sólo no significa un obstáculo, sino al contrario un conjunto de referencias arraigadas en el subconsciente, que tantas veces despiertan las emociones.
El problema empieza cuando no todos los componentes de una colectividad aceptan los mismos signos de identidad. Algunos, por ejemplo, recuerdan que la bandera bicolor española representa a la monarquía borbónica y prefieren la tricolor republicana. Otros no olvidan que el Himno Nacional fue al fin y al cabo la Marcha Real y preferirían oír otros sones. En cuanto a la fecha elegida para conmemorar la Fiesta Nacional, ahora el 12 de octubre, a determinadas personas no les gusta por muy distintas razones, algunas porque consideran que proceden de regiones que poco tuvieron que ver con el descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo y otras porque valoran aquella etapa de nuestra Historia como un atropello a los derechos humanos de los indígenas.
Por otro lado, también están los que se envuelven en las banderas con evidentes intenciones partidistas, se apropian de ellas y terminan expulsando a los demás del afecto a los símbolos que son de todos. Con su afán monopolista consiguen el efecto contrario al que dicen perseguir, la indiferencia de muchos ante los simbolos que los representan, porque su actitud los empuja a identificarlos con opciones de partido que no comparten y como consecuencia a dejar de ver en ellos la representación del país al que pertenecen.
¿Tienen estas controversias solución? Mucho me temo que no. ¿Por qué soy tan tajante en la respuesta? Porque creo que las discrepancias derivan del olvido del auténtico sentido de los símbolos, simples instrumentos, convenciones adoptadas por la sociedad tan sólo con la idea de representar al colectivo en el que están inmersos. Otorgarles un contenido que incite el odio o la división es un error.
He llegado hasta este punto, para opinar sobre algunos comportamientos que se dieron el pasado 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional. De la no comparecencia en las celebraciones oficiales de determinados presidentes de Comunidad Autónoma poco voy a decir, sólo recordar que si ocupan tan altas magistraturas es porque forman parte de un Estado que ese día celebraba su Fiesta Nacional, uno más de los símbolos de los que nos hemos dotado. De los que han pretextado su ausencia porque la fecha les recordaba un genocidio, diré que me parece un argumento falaz, no porque vaya yo a negar determinadas atrocidades que se cometieron durante el proceso de colonización, sino porque no creo que encuentren en el calendario ninguna fecha en la que no haya acaecido algún acto de barbarie colectiva, por acción o por omisión, o recuerde alguna inconveniencia.
Tampoco voy a olvidarme de los que hace unos años aprovechaban las concentraciones humanas que se producían alrededor del desfile conmemorativo de la Fiesta Nacional para insultar al presidente del gobierno, vandalismo impropio de los que dicen respetar los símbolos nacionales. Se puede no estar de acuerdo con las políticas gubernamentales de turno, ¡hasta ahí podíamos llegar!, pero manifestar las discrepancias mediante insultos durante la celebración de la Fiesta Nacional es un irresponsable atropello a la convivencia.
Yo mientras tanto, sin necesidad de idolatrar los símbolos, cada vez que los oiga o los vea seguiré sin poder evitar un cierto regusto de emoción en la garganta y algo de humedad incontrolada en los ojos, turbación que me produce recordar que pertenezco a un colectivo humano con el que me siento identificado. Para no olvidarlo, creo yo, se han inventado los símbolos nacionales.
La pregunta que uno se hace es por qué han existido a lo largo de la Historia y se mantienen en la actualidad. La respuesta se contesta, creo yo, con facilidad: porque las colectividades humanas han querido dotarse a lo largo de los tiempos de signos identificativos de sus particularidades, mediante instrumentos materiales de referencia que ayudaran a mantener la cohesión social y, también, a diferenciarse de las demás agrupaciones humanas.
Es cierto que hoy en día, en este mundo de globalidad creciente, estos signos ya no serían tan necesarios. Pero por una parte la tradición y por otra la necesidad de mantener una cierta identificación colectiva, mantienen su uso, lo que para muchos no sólo no significa un obstáculo, sino al contrario un conjunto de referencias arraigadas en el subconsciente, que tantas veces despiertan las emociones.
El problema empieza cuando no todos los componentes de una colectividad aceptan los mismos signos de identidad. Algunos, por ejemplo, recuerdan que la bandera bicolor española representa a la monarquía borbónica y prefieren la tricolor republicana. Otros no olvidan que el Himno Nacional fue al fin y al cabo la Marcha Real y preferirían oír otros sones. En cuanto a la fecha elegida para conmemorar la Fiesta Nacional, ahora el 12 de octubre, a determinadas personas no les gusta por muy distintas razones, algunas porque consideran que proceden de regiones que poco tuvieron que ver con el descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo y otras porque valoran aquella etapa de nuestra Historia como un atropello a los derechos humanos de los indígenas.
Por otro lado, también están los que se envuelven en las banderas con evidentes intenciones partidistas, se apropian de ellas y terminan expulsando a los demás del afecto a los símbolos que son de todos. Con su afán monopolista consiguen el efecto contrario al que dicen perseguir, la indiferencia de muchos ante los simbolos que los representan, porque su actitud los empuja a identificarlos con opciones de partido que no comparten y como consecuencia a dejar de ver en ellos la representación del país al que pertenecen.
¿Tienen estas controversias solución? Mucho me temo que no. ¿Por qué soy tan tajante en la respuesta? Porque creo que las discrepancias derivan del olvido del auténtico sentido de los símbolos, simples instrumentos, convenciones adoptadas por la sociedad tan sólo con la idea de representar al colectivo en el que están inmersos. Otorgarles un contenido que incite el odio o la división es un error.
He llegado hasta este punto, para opinar sobre algunos comportamientos que se dieron el pasado 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional. De la no comparecencia en las celebraciones oficiales de determinados presidentes de Comunidad Autónoma poco voy a decir, sólo recordar que si ocupan tan altas magistraturas es porque forman parte de un Estado que ese día celebraba su Fiesta Nacional, uno más de los símbolos de los que nos hemos dotado. De los que han pretextado su ausencia porque la fecha les recordaba un genocidio, diré que me parece un argumento falaz, no porque vaya yo a negar determinadas atrocidades que se cometieron durante el proceso de colonización, sino porque no creo que encuentren en el calendario ninguna fecha en la que no haya acaecido algún acto de barbarie colectiva, por acción o por omisión, o recuerde alguna inconveniencia.
Tampoco voy a olvidarme de los que hace unos años aprovechaban las concentraciones humanas que se producían alrededor del desfile conmemorativo de la Fiesta Nacional para insultar al presidente del gobierno, vandalismo impropio de los que dicen respetar los símbolos nacionales. Se puede no estar de acuerdo con las políticas gubernamentales de turno, ¡hasta ahí podíamos llegar!, pero manifestar las discrepancias mediante insultos durante la celebración de la Fiesta Nacional es un irresponsable atropello a la convivencia.
Yo mientras tanto, sin necesidad de idolatrar los símbolos, cada vez que los oiga o los vea seguiré sin poder evitar un cierto regusto de emoción en la garganta y algo de humedad incontrolada en los ojos, turbación que me produce recordar que pertenezco a un colectivo humano con el que me siento identificado. Para no olvidarlo, creo yo, se han inventado los símbolos nacionales.
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