28 de octubre de 2017

¿Y ahora qué?

Me trasladé a Cataluña de la mano de mis padres por primera vez en mi vida en 1951, a la edad de nueve años. Viví allí durante los cuatro siguientes, dos en Gerona y dos en Barcelona. Como consecuencia, cursé en aquella región cuatro cursos escolares rodeado de alumnos y profesores catalanes, que cuando hablaban entre ellos lo hacían en catalán con la mayor naturalidad del mundo, aunque después las clases se impartieran en castellano, porque para tales menesteres la lengua vernácula estaba prohibida. Eran tiempos de dictadura, y en el colegio empezábamos el día cantando el himno nacional, con aquella exaltada letra de Pemán cargada de tintes patrióticos. Fue una experiencia vital de las que dejan huella, a partir de la cual aprendí que el mundo es más grande de lo que había creído hasta entonces y que en él caben sensibilidades muy distintas que pueden convivir perfectamente entre ellas. Me enamoré de Cataluña y de sus gentes, y también de eso que algunos llaman el alma catalana, que no ha surgido ahora por generación espontánea, como algunos prefieren creer, sino que existe desde hace siglos.

Explico esto para decir a continuación que me hubiera gustado que no hubiera sido necesario aplicar el artículo 155 de nuestra constitución, pero la situación creada por el radicalismo suicida de algunos lo ha justificado. Han pasado poco más de veinticuatro horas desde que el Senado autorizó su aplicación y tengo la impresión de que se está actuando con pies de plomo, sin estridencias innecesarias, con la moderación que una medida tan dolorosa aconseja. Ojalá persista la sensatez y ojalá volvamos a la normalidad institucional muy pronto.

Pero sería un error considerar que con esta decisión se ha acabado el problema. Todo lo contrario. Si ahora no se actúa con inteligecia política, si no se toman medidas legales que de una vez por todas acaben con esa inconcreta y difícil de medir insatisfacción de muchos catalanes con respecto a su situación en España, no sólo no se habrá solucionado el conflicto, sino que cabe la posibilidad de que la brecha se abra aún más. Esa precisamente es la esperanza de los líderes separatistas, que la torpe incomprensión tan extendida en el resto de España mantenga encendida la llama de la reivindicación secesionista y que, si no ahora, más adelante consigan sus propósitos. Los mensajes que se oyen desde hace unas horas apuntan en esa dirección

No se pueden volver a cometer los errores del pasado, no se debe seguir ignorando eso que algunos llaman el hecho diferencial catalán, que como las meigas existe, aunque no se crea en ellas. Es completamente absurdo no reconocer que lo que ha sucedido en Cataluña no es sino el resultado de una mala política del gobierno español con respecto a esa parte de España, cuya sensibilidad o no han entendido o no han querido entender, una incomprensión que ha propiciada que unos pocos irresponsables hayan conseguido soliviantar a un gran número de catalanes. Lo que ha sucedido se estaba viendo venir desde hace tiempo, y se ha estado mirando hacia otra parte hasta que la gota ha colmado el vaso. Dos irresponsabilidades, la de los líderes secesionistas y la del  gobierno central, cuya colisión ha estado a punto de destruir la convivencia en España.

Aunque peque de pesado, insistiré en aquello en lo que creo: es necesario cambiar la Constitución. Es preciso revisar la Organización Territorial del Estado, regulada en el Título VIII, lo que requiere un nuevo pacto, un nuevo contrato. Un tema difícil, no exento de riesgos, que exige inteligencia y generosidad. Pero todo antes que volver a colocarnos ante el precipicio de la desunión que a todos perjudica, ante una tragedia que sólo beneficiaría a los pescadores en río revuelto

24 de octubre de 2017

Calibre 155


Los artilleros conocen muy bien el calibre 155, de uso muy común en las unidades de artillería de campaña de nuestro ejército. Saben perfectamente que las consecuencias de sus disparos son demoledoras, de manera que tienen como norma restringir el empleo de estas piezas hasta que la situación del combate los obligue a ello. Además, si lo hacen, tendrán que poner mucho cuidado en no causar daños colaterales, porque la expansión de sus ondas puede alcanzar objetivos no deseados y causar destrozos irreparables.

Pido disculpas por iniciar este artículo con una mención bélica para referirme a la aplicación del artículo 155 de la Constitución en el llamado conflicto catalán, porque la confrontación en Cataluña es política y no violenta; pero la metáfora me viene a huevo para decir lo que quiero decir. Si las cosas se siguen desbordando como hasta ahora, si los independentistas persisten en decir que de lo único que están dispuestos a hablar es de la independencia de Cataluña y si la fractura social continúa agrandándose, aplíquese el 155 y póngase exquisito cuidado en no provocar daños colaterales irreparables.

Dentro de muy poco sabremos cuál es la posición del presidente de la Generalitat y de los separatistas que lo secundan ante el reto que les ha lanzado el gobierno central. Todavía confío en una salida negociada, en una vuelta a la sensatez de los que, en mi opinión, midieron muy mal sus fuerzas, desestimaron las del Estado y se metieron en un callejón sin salida, en una auténtica ratonera política. Si ahora, ante la tozuda realidad de los hechos, frenan la deriva, el president acude al Senado, desestima la proclamación de la independencia y anuncia la convocatoria de elecciones autonómicas anticipadas, es posible que entremos en una nueva etapa, siempre que a cambio no se aplique el 155.

Pero que nadie se engañe, porque en este caso habremos salido de momento de una insoportable encrucijada pero no habremos resuelto definitivamente el problema. Para esto último hace falta un nuevo pacto, una revisión de la Constitución, un nuevo modelo de  organización territorial del Estado; y para ello es requisito imprescindible que las dos partes estén dispuestas a pactar, situación que no parece darse en ninguna. Los independentistas irredentos seguirán a la espera de que el temporal amaine para continuar con sus maniobras separatistas y los centralistas sin visión de futuro no cejarán en aquello de que todos somos iguales, planteamientos de máximos los dos que impiden cualquier negociación.

La pregunta que hay que hacerse es: ¿queremos resolver el problema de una vez por todas, cediendo en aquello que se pueda ceder dentro del mantenimiento de la unidad de España; o preferimos victorias a corto y que los que vengan detrás arreglen los problemas que les toque vivir en su momento? Si la respuesta es la primera, sólo hay una solución, un nuevo pacto, un nuevo contrato. Si la respuesta es la segunda, atengámonos una vez más a las consecuencias de cerrar las heridas en falso.

14 de octubre de 2017

Yo sí brindo con cava catalán

Las espadas –dialécticas, que no otras- continúan en alto, pero parece que algún paso se hubiera dado hacia la cordura. Al menos, los dirigentes del movimiento separatista en Cataluña han proclamado -es cierto que sin demasiada concreción- una especie de tregua que, por muy ambiguos que sean los términos que la sustentan, no debería ser desestimada por la otra parte. Podría tratarse de una oportunidad para que se inicie un proceso de dialogo que conduzca a un acuerdo definitivo entre las reivindicaciones soberanistas y el mantenimiento de la unidad de España. Podría dar lugar al inicio de una revisión de la Constitución que dejara satisfechos, si no a todos, a casi todos.

Pero mucho me temo que no haya voluntad de entendimiento por ninguna de las dos partes, que no sea más que un alto en el camino para tomar nuevos impulsos en la deriva del separatismo irredento por un lado y en la de la incomprensión centralista por el otro. Es cierto que hay voces en las dos posiciones que piden templanza, que solicitan diálogo. Pero no lo es menos que se trata de minorías frente a la ingente multitud que no admite algo distinto a derrotar al enemigo. Lamentable situación que, en vez de llevar a unos y a otros hacia sus objetivos, los aparta cada vez más de alcanzarlos. Los unos jamás conseguirán imponer sus teorías rupturistas y los otros nunca lograrán aplacar las reivindicaciones de una parte de los catalanes. Y el problema continuará minando cada vez más la fortaleza de nuestro país.

Oí el otro día decir a alguien que frente al pesimismo de la razón debe alzarse el optimismo de la voluntad. La razón me advierte de que podemos estar en un punto de no retorno, en una situación en la que sea imposible reconstruir los platos rotos; y la voluntad me anima a confiar en que todavía haya tiempo para frenar el desatino. Por eso creo que, ante la débil oportunidad que se abrió el otro día con el paripé que se representó en el parlamento catalán –no me duelen prendas al expresarlo así-, el gobierno central, con la debida cautela, debería escuchar primero, para dialogar después y, si fuera posible, acordar una solución que satisfaga a todos. La noticia de que el PP y el PSOE han decidido iniciar una revisión de la Carta Magna a propuesta de los socialistas induce a confiar en una solución pactada. Ojalá no me equivoque.

Pero, mientras tanto, los unos y los otros deberían abstenerse de consignas provocadoras, de movimientos callejeros y de populismo barato. Los enemigos de Cataluña no son los españoles, aunque haya una parte que siga sin entender sus reivindicaciones, por prejuicios o por ignorancia. Y los enemigos de España no son los catalanes, por muy exaltados que se muestren ahora algunos círculos independentistas, desde mi punto de vista con más ruido que nueces. Hay que intentar entenderse, poner los acentos en la concordia y en los aspectos positivos de la convivencia, y abandonar la dialéctica de la confrontación, de la hostilidad.

Desde mi óptica particular, sólo así saldremos de esta lamentable situación que tanto daño nos está haciendo a todos, a catalanes y a españoles en general.

10 de octubre de 2017

Profesiones de fe

Cuando las declaraciones políticas se transforman en profesiones de fe, el ambiente se convierte en irrespirable. En el momento que se elevan las discrepancias sociales y los conflictos humanos a la categoría de creencias cuasireligiosas, de certezas incuestionables, empieza a olerse un tufo de fanatismo que tira de espaldas. La certeza es el mayor enemigo de la inteligencia, no hay posible conciliación entre las dos. Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Hasta las religiones lo proclaman  sin rubor.

En esto del conflicto catalán algunos se están comportando con maneras de cruzados cristianos o de hordas musulmanas de la edad media, comportamientos que se dan en los dos lados de la falsa línea divisoria, en la de los defensores de la independencia de Cataluña y en la de los que no quieren hablar de cambios legales ni por asomo. No se oyen razones, argumentos o justificaciones de fondo, sólo declaraciones altisonantes de identidad y gruesas descalificaciones de  felona rebeldía. No hay debate, sólo griterío grosero, insultos malsonantes y descalificaciones ramplonas. No existe diálogo, sólo reverberación acústica. Eso sí, muchas amenazas, a las que los otros contestan menos lobos Caperucita. En definitiva, un auténtico diálogo de sordos.

Con este caldo de cultivo es difícil salir de la difícil situación creada, salvo que por tal se entienda la imposición de los unos sobre los otros, el cierre en falso de las profundas heridas que se han abierto, la permanencia del odio. Es cierto que han sido unos cuantos políticos los que guiados por sus coyunturas políticas, por su mezquindad incluso, han embarcado a muchos catalanes en una aventura que los podría llevar al desastre colectivo, además de arrastrarnos al resto de los españoles con ellos. Pero no lo es menos que no hay caudillos que logren levantar a las masas si estas no cuentan con cierta predisposición a la rebeldía, si no disponen de  propensión a seguirles casi a ciegas. No aceptar esto último, como algunos miopes parecen no admitir, es tan torpe como lo son las consignas de los secesionistas.

Son muy pocos los que levantan la voz para exigir diálogo y algunos de los que lo hacen anteponen sus condiciones de máximos a cualquier solución que se adopte. Una negociación para ser efectiva requiere de un mínimo de ingredientes, que muy pocos parecen aceptar. La primera es la discreción, que no quiere decir opacidad. La segunda, dejar a un lado las líneas rojas, las exigencias irrenunciables, lo que no significa ocultar los objetivos que se persiguen. La tercera, buscar una solución y no una victoria, porque en los buenos acuerdos no debe haber ni vencedores ni vencidos sino pacto, que significa compromiso. La Constitución, la ley fundamental que ahora tanto se invoca, nació así, no lo olvidemos, y aunque dejó muchas aspiraciones en el tintero, fue útil para salvar el difícil salto de la dictadura a la democracia.

Pero para dialogar hacen falta interlocutores válidos, sin perder de vista que los pirómanos nunca han sido buenos bomberos. No se necesitan mediadores, como algunos pretenden, porque por muy lejos que hayan ido las desavenencias, nada impide que la solución nos llegue desde dentro, sin que intervengan elementos extraños. Se sabe muy bien lo que hay que hacer. Lo único que se requiere ahora es poner el diapasón de la cordura y empezar a hablar a calzón quitado.

Lo que digo ni es buenismo ni es ingenuidad ni es creer en que las cigüeñas traen a los niños de Paris. Es simplemente que todavía confío en la inteligencia humana.

4 de octubre de 2017

Así no vamos a ninguna parte

He dejado pasar algún tiempo sin escribir en este blog. Las causas han sido varias, desde la falta de inspiración que provoca en mí el largo verano, pasando por la sensación de pérdida de tiempo que me produce en ocasiones lanzar ideas al vacío sin saber a dónde llegan y terminando en el hecho de que he iniciado otras escrituras, con vagas e ilusionantes pretensiones de mayor recorrido, y no hay tiempo para todo. Excusas, ya lo sé, pero me veo obligado a dárselas a mis amigos.

Sin embargo, está sucediendo algo tan grave en España que, si quiero ser fiel a mi intención de explicar en el blog mis sensaciones, por muy políticamente incorrectas que les parezcan a muchos, no tengo más remedio que hablar del procés, esa entelequia que se han inventado algunos, sobre bases tan resbaladizas que están provocando una peligrosa deriva de final impredecible, y que otros no han entendido en su verdadero alcance, o por desconocimiento de causa o por prejuicios ancestrales. Un desatino inconcebible en un estado moderno como es el nuestro, una vergüenza se mire desde el lado que se mire, desde el secesionismo galopante o desde la reacción inmovilista.

Lo que ha sucedido y sigue sucediendo en Cataluña por culpa de unos políticos irresponsables y con muy poco sentido de estado -dicho sea esto último con el significado de la grandeza y sabiduría que requiere tratar los asuntos de un colectivo formado por millones de personas que están en manos de las decisiones que tomen sus dirigentes- es inaceptable; y mucho me temo -ojalá me equivoque-  que hayamos llegado a un punto de no retorno, a una situación de enfrentamiento visceral que ya no tenga solución. Al menos si los mismos que han manejado la situación hasta ahora continúan al frente de las decisiones, tanto en Madrid como en Barcelona, porque la falta de visión política, la torpeza operativa y la ignorancia sobre la realidad social están muy repartidas.

No soy equidistante, como algunos acusan a otros últimamente con frecuencia. Simplemente no estoy ni con lo que piden unos ni con las respuestas que les dan los otros. No acepto la vulneración de la ley, pero tampoco que éstas sean inamovibles. No me gustan los referendos sin garantías y fraudulentos, de la misma forma que considero un error político que no se negocien alternativas inteligentes. No quiero que Cataluña se separe de España -nunca lo he querido-, pero deseo que su encaje en el estado español sea aceptado de buen grado por la mayoría de los catalanes.

La animadversión es mutua y son muchos los que la alimentan día a día con una falta de sentido de la responsabilidad que espanta. Los que hasta hace poco eran chascarrillos graciosos se han convertido en chistes obscenos, en insultos desgarradores. El odio, esa perversión que todo lo corroe, ha sustituido a la convivencia, a la seguridad de que juntos caminábamos mejor. Ya no hay disimulo ni cortesía ni buenas intenciones. Ahora todo es agravio, ofensa, e intransigencia.

Si alguna de las dos partes cree que todo se acabará cuando logre imponer su visión del problema sobre el otro se equivoca. Imaginará haber alcanzado momentáneamente sus objetivos, pero el problema continuará latente. Supondrá que ha resuelto el conflicto para los de su generación, pero se lo dejará abierto a la de sus hijos y a la de sus nietos, que lo verán renacer algún día con más virulencia. 

En lo único que creo a estas alturas es un  pacto, en una solución negociada entre las dos visiones, en un compromiso que nos permita a todos continuar nuestra andadura con el mínimo de perjuicios posibles para las dos partes. La transición, con todos sus defectos, fue un ejemplo. Pero requirió flexibilidad, tolerancia y, sobre todo, inteligencia política.  Y temo que ahora no la haya.