En esto del conflicto catalán algunos se están comportando con maneras de cruzados cristianos o de hordas musulmanas de la edad media, comportamientos que se dan en los dos lados de la falsa línea divisoria, en la de los defensores de la independencia de Cataluña y en la de los que no quieren hablar de cambios legales ni por asomo. No se oyen razones, argumentos o justificaciones de fondo, sólo declaraciones altisonantes de identidad y gruesas descalificaciones de felona rebeldía. No hay debate, sólo griterío grosero, insultos malsonantes y descalificaciones ramplonas. No existe diálogo, sólo reverberación acústica. Eso sí, muchas amenazas, a las que los otros contestan menos lobos Caperucita. En definitiva, un auténtico diálogo de sordos.
Con este caldo de cultivo es difícil salir de la difícil situación creada, salvo que por tal se entienda la imposición de los unos sobre los otros, el cierre en falso de las profundas heridas que se han abierto, la permanencia del odio. Es cierto que han sido unos cuantos políticos los que guiados por sus coyunturas políticas, por su mezquindad incluso, han embarcado a muchos catalanes en una aventura que los podría llevar al desastre colectivo, además de arrastrarnos al resto de los españoles con ellos. Pero no lo es menos que no hay caudillos que logren levantar a las masas si estas no cuentan con cierta predisposición a la rebeldía, si no disponen de propensión a seguirles casi a ciegas. No aceptar esto último, como algunos miopes parecen no admitir, es tan torpe como lo son las consignas de los secesionistas.
Son muy pocos los que levantan la voz para exigir diálogo y algunos de los que lo hacen anteponen sus condiciones de máximos a cualquier solución que se adopte. Una negociación para ser efectiva requiere de un mínimo de ingredientes, que muy pocos parecen aceptar. La primera es la discreción, que no quiere decir opacidad. La segunda, dejar a un lado las líneas rojas, las exigencias irrenunciables, lo que no significa ocultar los objetivos que se persiguen. La tercera, buscar una solución y no una victoria, porque en los buenos acuerdos no debe haber ni vencedores ni vencidos sino pacto, que significa compromiso. La Constitución, la ley fundamental que ahora tanto se invoca, nació así, no lo olvidemos, y aunque dejó muchas aspiraciones en el tintero, fue útil para salvar el difícil salto de la dictadura a la democracia.
Pero para dialogar hacen falta interlocutores válidos, sin perder de vista que los pirómanos nunca han sido buenos bomberos. No se necesitan mediadores, como algunos pretenden, porque por muy lejos que hayan ido las desavenencias, nada impide que la solución nos llegue desde dentro, sin que intervengan elementos extraños. Se sabe muy bien lo que hay que hacer. Lo único que se requiere ahora es poner el diapasón de la cordura y empezar a hablar a calzón quitado.
Lo que digo ni es buenismo ni es ingenuidad ni es creer en que las cigüeñas traen a los niños de Paris. Es simplemente que todavía confío en la inteligencia humana.
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