4 de octubre de 2017

Así no vamos a ninguna parte

He dejado pasar algún tiempo sin escribir en este blog. Las causas han sido varias, desde la falta de inspiración que provoca en mí el largo verano, pasando por la sensación de pérdida de tiempo que me produce en ocasiones lanzar ideas al vacío sin saber a dónde llegan y terminando en el hecho de que he iniciado otras escrituras, con vagas e ilusionantes pretensiones de mayor recorrido, y no hay tiempo para todo. Excusas, ya lo sé, pero me veo obligado a dárselas a mis amigos.

Sin embargo, está sucediendo algo tan grave en España que, si quiero ser fiel a mi intención de explicar en el blog mis sensaciones, por muy políticamente incorrectas que les parezcan a muchos, no tengo más remedio que hablar del procés, esa entelequia que se han inventado algunos, sobre bases tan resbaladizas que están provocando una peligrosa deriva de final impredecible, y que otros no han entendido en su verdadero alcance, o por desconocimiento de causa o por prejuicios ancestrales. Un desatino inconcebible en un estado moderno como es el nuestro, una vergüenza se mire desde el lado que se mire, desde el secesionismo galopante o desde la reacción inmovilista.

Lo que ha sucedido y sigue sucediendo en Cataluña por culpa de unos políticos irresponsables y con muy poco sentido de estado -dicho sea esto último con el significado de la grandeza y sabiduría que requiere tratar los asuntos de un colectivo formado por millones de personas que están en manos de las decisiones que tomen sus dirigentes- es inaceptable; y mucho me temo -ojalá me equivoque-  que hayamos llegado a un punto de no retorno, a una situación de enfrentamiento visceral que ya no tenga solución. Al menos si los mismos que han manejado la situación hasta ahora continúan al frente de las decisiones, tanto en Madrid como en Barcelona, porque la falta de visión política, la torpeza operativa y la ignorancia sobre la realidad social están muy repartidas.

No soy equidistante, como algunos acusan a otros últimamente con frecuencia. Simplemente no estoy ni con lo que piden unos ni con las respuestas que les dan los otros. No acepto la vulneración de la ley, pero tampoco que éstas sean inamovibles. No me gustan los referendos sin garantías y fraudulentos, de la misma forma que considero un error político que no se negocien alternativas inteligentes. No quiero que Cataluña se separe de España -nunca lo he querido-, pero deseo que su encaje en el estado español sea aceptado de buen grado por la mayoría de los catalanes.

La animadversión es mutua y son muchos los que la alimentan día a día con una falta de sentido de la responsabilidad que espanta. Los que hasta hace poco eran chascarrillos graciosos se han convertido en chistes obscenos, en insultos desgarradores. El odio, esa perversión que todo lo corroe, ha sustituido a la convivencia, a la seguridad de que juntos caminábamos mejor. Ya no hay disimulo ni cortesía ni buenas intenciones. Ahora todo es agravio, ofensa, e intransigencia.

Si alguna de las dos partes cree que todo se acabará cuando logre imponer su visión del problema sobre el otro se equivoca. Imaginará haber alcanzado momentáneamente sus objetivos, pero el problema continuará latente. Supondrá que ha resuelto el conflicto para los de su generación, pero se lo dejará abierto a la de sus hijos y a la de sus nietos, que lo verán renacer algún día con más virulencia. 

En lo único que creo a estas alturas es un  pacto, en una solución negociada entre las dos visiones, en un compromiso que nos permita a todos continuar nuestra andadura con el mínimo de perjuicios posibles para las dos partes. La transición, con todos sus defectos, fue un ejemplo. Pero requirió flexibilidad, tolerancia y, sobre todo, inteligencia política.  Y temo que ahora no la haya.

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