25 de febrero de 2018

Vivimos donde podemos y no donde queremos. Hacer de la necesidad virtud

Quizá fuera el conocido proverbio hacer de la necesidad virtud uno de los que más me llamaran la atención en su día, cuando siendo todavía un adolescente lo oí por primera vez y descifré a continuación el mensaje que encerraba, el de que en la vida se debe procurar sacar ventaja de la desventaja y beneficio del perjuicio. Supongo que su propuesta no me parecería demasiado realista, a pesar de mi poca experiencia de entonces, aunque es posible que también pensara que los que consigan practicarla vivirán más felices.

Pero ahora que peino canas –lo de las canas es cierto, lo de peinarlas sólo un decir- he llegado a encontrar otra versión de su significado no tan positiva como la anterior, la de que a veces se enmascaran las desventajas que nos encontramos en la vida como ventajas, para huir de la realidad que nos toca vivir. Digo que esta lectura no es tan beneficiosa como la primera, porque en definitiva quienes practican el proverbio con este sentido lo que hacen es evadirse de la realidad, engañarse a sí mismos. Mientras que la primera de las interpretaciones del refrán supone adoptar una actitud positiva ante los inconvenientes, la segunda procede del vano intento de camuflar como satisfacción lo que no es más que insatisfacción.

Pondré un ejemplo, que, como ya he dicho en alguna ocasión, me enseñaron hace tiempo que es la mejor manera de explicar las cosas. Conozco a pocas personas que digan que no estén satisfechas con su lugar de residencia. Los que viven en pueblos alardean de quietud, de sosiego y de salubridad ambiental; los que residen en pequeñas ciudades, de calidad de vida y de tranquilidad ciudadana; los que habitan las grandes urbes, de entorno cosmopolita y de disponer de una completa oferta cultural. Todos están haciendo de la necesidad virtud de acuerdo con el segundo significado del refrán, porque, salvo excepciones, nadie vive donde quiere sino en el lugar al que lo han llevado sus circunstancias personales.

Incluso podríamos llegar a más detalle. En los pueblos no es lo mismo vivir al lado de la plaza mayor que en los arrabales, y naturalmente los del centro nos dirán que prefieren vivir junto al ayuntamiento en vez de tres calles más allá; y los que habiten  las casas alejadas presumirán de disponer de mejores vistas que los que viven encajonados entre el caserío. Por otro lado, en las pequeñas ciudades estarán aquellos que han encontrado provecho en residir a sólo una o dos horas de alguna gran ciudad y los que prefieran estar a gran distancia de la bulliciosa vida capitalina, que todo lo corrompe. Por último, en las grandes urbes unos dirán que donde se vive mejor es en el centro, porque tienen al lado todo lo que necesitan, y otros preferirán los suburbios, en los que la vida es más tranquila y se respira mejor. Y todos tan contentos, porque al fin y al cabo cuesta poco disfrazar la necesidad de virtud.

Por cierto, cuando me preguntan sobre este asunto suelo contestar que resido en una gran ciudad, a muy poca distancia del centro histórico, rodeado de toda clase de servicios y bien comunicado con cualquier otro barrio. Pero, después de haber reflexionado sobre lo anterior, estoy llegando a la conclusión de que con esta descripción quizá esté haciendo de la necesidad virtud en el peor de sus significados. Tendré que revisar mi respuesta.

20 de febrero de 2018

Después de medio siglo, todo sigue igual

Nunca pensé que la pedagogía llegara a interesarme tanto como me interesa ahora. Para mí, hasta hace poco, era la ciencia que se ocupaba de los métodos de educación o de enseñanza al servicio de los educadores, y nada me llevó nunca a preocuparme demasiado ni de sus procedimientos ni de sus alternativas ni de sus afanes. En su día fui un sufridor de los planes que me tocaron seguir en el colegio y durante la carrera, y no exagero si confieso que a partir de entonces he vivido durante mucho tiempo de espaldas a sus vaivenes. Si acaso llegó a estar presente en mis inquietudes durante la época escolar y universitaria de mis hijos, pero poco más. Era una de esas cosas sobre las que aplicaba el proverbio de doctores tiene la Iglesia.

Sin embargo, una serie de circunstancias personales me han llevado últimamente a reflexionar sobre este asunto, a tomar conciencia de la importancia del enfoque que se aplique al enseñar. Quizá haya sido el descubrir que las cosas poco han cambiado en los planes de enseñanza durante los últimos cincuenta años lo que me ha obligado a volver la mirada hacia la pedagogía, porque he comprobado con cierta frustración que, a pesar de tanto debate, de tantos cambios de nombre y de tanta algarabía partidista, todo sigue como estaba hace medio siglo, matiz arriba matiz abajo, detalles que por cierto sólo consiguen disfrazar de innovador lo que no son más que cambios de nombre, por lo general a beneficio del prestigio o desprestigio del ministro del ramo o del gobierno al que pertenezca, pero en ningún caso del sistema educativo.

Los planes actuales siguen persiguiendo más objetivos cuantitativos que cualitativos, con muchas asignaturas y con muchos capítulos que memorizar; pero continúan carentes de visión práctica y de perspectiva de aplicabilidad. La pregunta que yo me hacía entonces -¿para qué servirá todo esto?- se la siguen haciendo hoy nuestros estudiantes de segunda enseñanza; y de poco sirve contestarles que no se preocupen, que ya habrá tiempo para que entiendan su utilidad, porque con esta respuesta se les deja en la incertidumbre de si estarán perdiendo el tiempo con tanta erudición. Avanzan por un largo túnel oscuro sin que ni siquiera intuyan el final.

La memoria sigue siendo el fundamento en el que se basan los planes educativos de segunda enseñanza, incluso en las asignaturas llamadas de ciencias. No es que yo tenga nada contra la memoria, sino que considero que basarlo todo en la retención de conceptos, sin desplegar al mismo tiempo las capacidades deductivas del estudiante y su interés por el conocimiento, puede significar pan para hoy y hambre para mañana; o, dicho de una manera menos coloquial, considero que es un método que robotiza las mentes sin fomentar ni el entendimiento ni la voluntad, las otras dos patas del famoso trípode sobre el que debería sustentarse la formación académica.

Si hay algo en España que requiera un pacto de estado con urgencia es la educación a todos sus niveles. Supongo que la universidad habrá ganado bastante con la implantación del plan Bolonia –al menos se ha logrado un cierto grado de consenso entre bastantes países de Europa-; pero la educación secundaria en nuestro país sigue estancada en los métodos educativos que se aplicaban cuando yo era un niño, que ya es decir. Mucha religión sí o religión no, demasiado alboroto sobre la conveniencia o inconveniencia de implantar la educación ciudadana, pero nada en absoluto respecto a la necesidad de mejorar el enfoque educativo en general.

Nuestra sociedad padece de muchas carencias, pero quizá ésta, la de apenas haber desarrollado los planes de estudio con criterios de modernidad durante los últimos decenios, sea una de las más dramáticas y de las que más requieran la atención de los políticos.

14 de febrero de 2018

Cuidado con los principios

Le oí decir una vez a un buen amigo, con el que lamentablemente perdí el contacto hace ya muchos años, que él no tenía principios o que de tenerlos serían muy pocos. Si no fuera porque se trataba de alguien de quien sabía que era un hombre íntegro y de comportamiento ético y cabal en todos los órdenes de la vida -además de poseer una erudición a mi juicio por encima de la media-, al oírlo hubiera creído que me estaba haciendo una declaración de amoralidad o de falta de honradez, algo que en su caso descarté inmediatamente, aunque su espontánea declaración me dejara sorprendido y me hiciera meditar.

Pasado el tiempo, llegué a la conclusión de que en realidad lo que quiso decirme aquel día era que los principios, de los que tantas veces alardeamos a lo largo de nuestra vida, no son más que prejuicios, unos adquiridos a través de la educación familiar y escolar y otros por contacto con el entorno. Pocas veces estos principios se corresponden con normas éticas o morales universales, sino que suelen ser adaptaciones de nuestras conductas a nuestros criterios subjetivos. Es un bonito eufemismo bajo el que ocultamos nuestra visión sesgada de la realidad, nunca verdades fundamentales.

Los prejuicios son en realidad cortapisas de la libertad personal. Quienes los padecen viven bajo una tiranía que no les permite discernir entre la verdad y la falsedad, entre lo justo y lo injusto. Es cierto que hay muchos a los que no les importa sufrir la opresión de los tiranos, quizá porque les resulte cómodo no tener que decidir. Al fin y al cabo los prejuicios marcan una idea, una visión predeterminada de las cosas, y así no hay que darle demasiadas vueltas a la cabeza. Para el que prejuzga las cosas son blancas o negras, nunca grises. Se lo dictan sus prejuicios y ellos sabrán por qué.

Pongamos un ejemplo, porque como decía un profesor mío de bachillerato que tuve hace muchos, pero que muchos años, con los ejemplos se entiende todo. Quienes padecen de homofobia no tienen que pensar nada sobre el complejo tema de las relaciones sentimentales entre personas del mismo sexo. Desde su perspectiva no hay nada que discutir. Sus prejuicios –sus principios dirán algunos- no les permiten aceptar otro tipo de unión sentimental que la que se da entre personas de distinto sexo. Todo lo que se aparte de este canon es perverso, antinatural y degradante. Se lo ordena el tirano y no hay más que hablar.

Supongo que todos tenemos prejuicios, con mayor o menor arraigo, y supongo también que son pocos los que no sean capaces de saber que los tienen. Sin embargo algunos intentan salir de la tiranía, de la falta de libertad de pensamiento que les provoca los prejuicios, mientras que otros se regodean en vivir bajo el yugo del tirano y la sumisión de sus preceptos, hasta el punto de que terminan incorporándolos a su código de conducta y empiezan a llamarlos principios.

Mi amigo debía de haberse sublevado contra la tiranía que no le dejaba pensar con libertad y decidir por su cuenta, y por eso me dijo aquel día aquello de que no tenía principios.

9 de febrero de 2018

Pobreza lingüística. El corralito de nuestro idioma

Nuestro insigne Quevedo escribió aquello de que mudar vocablos es limpieza. Se refería a la conveniencia de usar nuestro idioma en toda su amplitud, ya que la riqueza del español permite matizar cualquier concepto mediante el uso de una gran variedad de palabras, sinónimos cuyo empleo mejoran el lenguaje. Cuanto más diverso sea el vocabulario que se utilice, mayor nitidez contendrán los mensajes que se quieran transmitir y mejor y con más profundidad llegarán a los oídos del oyente. Lo que no significa, ni mucho menos, que sea preciso caer en ostentosas sonoridades ni en cursis florituras. La virtud, ya se sabe, está en el término medio. Los extremos son siempre viciosos.

Ahora todo es importante, un adjetivo calificativo que sustituye a cualquier otro. Los meteorólogos nos hablan de importantes nevadas, los periodistas de importantes atascos en las carreteras, los políticos de importantes resultados en los comicios, los docentes de importantes planes educativos y los médicos de importantes epidemias de gripe. Todo es importante, porque para qué buscar en los entresijos de la memoria otras palabras sustitutivas, otros calificativos más acordes con lo que se pretende expresar, si con éste, de propósito universal, nos entendemos todos.

Lo que sucede es que algunos cuando oímos calificar algo de importante nos quedamos ávidos de información. Si la nevada además de importante fuera copiosa y de cota baja, veríamos la situación atmosférica con mayor claridad. Si los planes de educación no sólo fueran importantes sino además innovadores y didácticos, es posible que percibiéramos que algo estaba cambiando en el panorama de la pedagogía. Claro que para eso hay que saber lo que significa copiosa y de cota baja y lo que expresan las palabras innovadora y didáctica; pero, desgraciadamente, a medida que pasa el tiempo son menos los que lo saben.

¡Cómo lo van a saber si cada vez se lee menos! El mundo audiovisual, del que me declaro admirador porque lo cortés no quita lo valiente, tiene cierta culpa de lo que sucede. Son muchos los que tentados por la facilidad con la que se perciben imágenes y sonidos han abandonado cualquier lectura, ya que consideran que es muy grande el esfuerzo requerido para convertir palabras escritas en ideas mentales. Una cosa es asimilar sensaciones y otra muy distinta  procesar conceptos. Lo primero puede ser casi pasivo, mientras que lo segundo requiere empeño y voluntad. Y el ajetreo del mundo actual –dicen los reñidos con la lectura- no permite perder el tiempo.

Lo peor de todo esto es que se trata de un fenómeno multiplicador. Cuantos más son los que reducen su vocabulario a la mínima expresión, mayor es el número de los que sólo emplearán las palabras que usen los primeros, porque al fin y al cabo el lenguaje hablado es para muchos la única fuente donde captar vocablos. Si no se fomenta el contacto con círculos cultos y encima no se lee, la degradación lingüística está servida, y de nada servirá hablar una lengua que permite matizar los mensajes hasta donde uno quiera.

Todos, sin excepción, somos víctimas de este fenómeno degenerativo de la lengua. Lo que sucede es que algunos reaccionamos ante la amenaza leyendo cuanto podemos para no caer en el corralito en el que están encerrando a nuestro idioma, ese que con sólo un adjetivo calificativo –importante- resuelve cualquier disyuntiva oral. Aun así, confieso, yo nunca me pongo a escribir sin colocar a mi lado mis queridos diccionarios de sinónimos y antónimos de Santillana y de Larousse, que me ayudan en cierto modo a contrarrestar la pobreza lingüística en la que estamos inmersos.

7 de febrero de 2018

Víctimas de la violencia y oportunismo partidista

Supongo que algunos considerarán que lo que voy a decir a continuación no es políticamente correcto, pero traicionaría el espíritu de este blog si no expresara lo que pienso sobre cualquier tema social que despierte mi interés; y éste, el de las víctimas de la violencia -terrorista, machista o de cualquier índole- es uno de ellos. De manera que, como desgraciadamente en nuestra compleja sociedad proliferan los violentos, no puedo evitar reflexionar sobre una situación que me llena de indignación cada vez que la observo.

Desde mi punto de vista, las auténticas víctimas de cualquier tipo de violencia son los asesinados, porque ellos fueron quienes sufrieron en primera persona las consecuencias de los actos criminales de sus verdugos. Sus deudos, que siempre contarán con mi simpatía y solidaridad por el drama que supone tener que soportar la pérdida de un ser querido en circunstancias sobrecogedoras, sólo lo son en un sentido subsidiario y circunstancial. Sin embargo la sociedad los convierte en víctimas de la violencia,  porque son el símbolo viviente de las consecuencias de la  barbarie asesina.

Hasta aquí nada que objetar.  Mis inquietudes empiezan cuando descubro el comportamiento de algunas de estas víctimas, que convierten la tragedia de los familiares asesinados en el leitmotiv de sus vidas. Las conocidas asociaciones de víctimas del terrorismo, con sus distintos sesgos ideológicos, serían buenos ejemplos de lo que pretendo explicar. Padres o hermanos o hijos o cualquier otro tipo de familiares directos de los asesinados por la banda terrorista ETA o por el yihadismo  fanático o por el machismo asesino o por repugnantes violadores se convierten, de la noche a la mañana, en compañeros inseparables de algunos líderes políticos, como si la tragedia los hubiera transformado en figuras imprescindibles para los responsables de ciertos partidos. Un oportunismo con el que no puedo estar de acuerdo, por la artificialidad que implica arrimar el ascua de las tragedias personales a  los intereses  partidistas.

En las últimas semanas estamos asistiendo a un curioso espectáculo, el de algunos padres de niñas o de jóvenes asesinadas por manos desalmadas, que conjugan al unísono el recuerdo de sus tragedias para pasearse de cadena en cadena de televisión, de emisora en emisora de radio. Un exhibicionismo cuya única finalidad es mantener encendida la triste popularidad que les sobrevino como consecuencia de la muerte de sus hijas. Además, por si fuera poco, por si esta demostración pública no resultara desconcertante ante los ojos de muchos, utilizan sus desgracias para apoyar la inclusión de determinados castigos en el código penal, disfrazando sus pretensiones de servicio a la sociedad.

Es cierto que son muy pocos, porque la inmensa mayoría de los que han sufrido la desgracia de perder a un familiar a manos de algún brutal asesino permanece anónima, sufriendo la tragedia en la intimidad de su entorno, sin recurrir a la aparatosidad de los focos y del periodismo amarillista, ni mucho menos colaborar con el populismo político. Pero el arribismo de unos pocos, a los que no hay más que oír para adivinar de inmediato sus intenciones de obtener fama y lo que como consecuencia caiga, desfigura la imagen de un colectivo que merece los máximos respetos de la sociedad a la que pertenecen.

Tenía que decirlo y ya lo he dicho, aunque corra el riesgo de que algunos me tachen de políticamente incorrecto.

4 de febrero de 2018

Lo políticamente incorrecto y la autocensura

Empieza a preocuparme la cantidad de sucesos políticamente incorrectos que se denuncian todos los días a nuestro alrededor. Mejor dicho, lo que me alarma no son los hechos denunciados sino la cantidad de denunciantes o censores que nos advierten sobre los peligros que nos acechan si no ponemos orden entre tanta incorrección. Cuidado con los anuncios sexistas -nos avisan-, con los chistes de tinte racial, con las historias pasadas de tono o con llamarle chucho a un perro. Son actitudes -insisten- incorrectas y por tanto censurables. Y añaden: hay que acabar con ellas.

¡Pero qué exageración! Yo no digo que no haya que cuidar las formas, que no sea de mal gusto cierta publicidad, algún chiste malintencionado, determinado exhibicionismo pornográfico o la falta de atención a los animales. Pero de eso a decir que con una modelo escotada en un anuncio se fomenta el machismo o que con la lectura de “Cincuenta sombras de Grey” se bordea la perversión sexual hay un abismo.

Me pregunto a veces que haría hoy mi admirado Gila en una sociedad tan mojigata como sería la que pretenden alcanzar estos censores. No podría contar aquello de me habéis matado un hijo pero lo que nos hemos divertido -porque lo acusarían de exaltar el terrorismo-, ni lo de que él nació en su casa cuando su madre no estaba -porque lo tacharían de atentar contra los fundamentos de la familia tradicional-, ni lo de decirle al enemigo que no sea molesto y no ataque a la hora de la siesta-, porque le caería encima el sambenito de antisistema-, y ni siquiera podría repetir los chascarrillos pueblerinos -porque lo culparían de antisocial-. Posiblemente se negaría a cambiar el discurso transgresor que le dio fama y del que emanaba su talento como humorista, y gracias a su rechazo a tanta gazmoñería mantuviera el nivel de genialidad que siempre tuvo.

No estoy en contra, sino todo lo contrario, de las luchas reivindicativas de las minorías discriminadas. Las apoyo intelectualmente y nunca se me oirá decir algo que contradiga su discurso. Pero cuando  oigo chistes de esos que empiezan por iban un judío, un musulmán y un cristiano, o un negro, un chino y un blanco, o cualquier otro de índole comparativa, suelo reírme por el mensaje tópico que encierran y no pienso en ningún caso que se estén vulnerando derechos de minorías ni mucho menos hiriendo sensibilidades. Un chiste es un chiste y nada más.

Me preocupa que detrás de tanta defensa de lo políticamente correcto se esconda el intento de implantar una nueva forma de censura, o mejor dicho de autocensura, que nos obligue a pensar con mucho detenimiento lo que vamos a decir, no vaya a ser que hiramos la susceptibilidad de alguien. Me intranquiliza que, bajo el pretexto de defender los legítimos derechos de algunos, se socave uno de los que considero irrenunciables, el de la libertad de expresión.

Sin perjuicio de que no me gusten ni la vulgaridad ni la chabacanería ni la falta de consideración hacia nadie, prefiero la incorrección política a esta autocensura sobrevenida.

2 de febrero de 2018

Igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres. Discriminaciones positivas

Creo que ya he expresado mi opinión sobre este asunto, el de las discriminaciones positivas, en alguna otra ocasión. Pero como está muy en boga lo de la brecha salarial entre hombres y mujeres, voy a dedicar una vez más algunas líneas a un tema tan candente como éste, a pesar de que Rajoy hace poco recomendara, muy seguro de sí mismo, que no lo hiciéramos. Es cierto que después se disculpó, pero ya se le había visto el plumero del inmovilismo, el de más vale no tocar nada no vaya a ser que se desencaje el invento.

Como he trabajado en una compañía en la que a igualdad de responsabilidades cobrábamos lo mismo los hombres que las mujeres, y me resulta difícil creer que esto no suceda en la mayoría de las llamémoslas grandes empresas, he llegado a la conclusión de que la discriminación empieza con la desigualdad de oportunidades entre los dos sexos, algo que se inicia con la educación familiar, continua con la formación académica y termina con la actitud ante la vida. La desigualdad salarial muchas veces es consecuencia de la diferencia entre las oportunidades que hayan recibido unos y otras.

Es verdad que el panorama de la desigualdad sexista lleva bastante tiempo cambiando, que se han corregido y se siguen corrigiendo muchos defectos del pasado y que hoy las diferencias de oportunidades entre unos y otras no son lo que fueron. Pero no es menos cierto que las inercias negativas son enormes, porque el machismo permanece arraigado en nuestra sociedad. Al fin y al cabo se trata de un privilegio –absolutamente injusto por otra parte- y a los privilegiados les cuesta mucho renunciar de buena gana a sus prebendas.

Por eso, porque hay que romper inercias forzando las resistencias, aparecieron las discriminaciones positivas, para, de una forma artificial si se quiere, contribuir a vencer las reluctancias. La paridad –igualdad en número entre hombres y mujeres en un determinado entorno-, tan vilipendiada por los sectores conservadores de nuestra sociedad, es una de ellas. Cuando se propone, por ejemplo, que se favorezca la inclusión de mujeres en las listas electorales hasta que su número sea igual al de los hombres, se está tratando de vencer una inercia negativa, la de considerar que las mujeres no están hechas para la política o que disponen de menos influencia que los hombres; y con la recomendación de nombrar consejeras en los consejos de administración de las empresas, se lanza una señal de alerta sobre la anormalidad que significa que hasta hace muy poco sólo hubiera hombres al frente de las decisiones empresariales. ¿Alguien cree de verdad que ninguna mujer entre el accionariado de una empresa merece la confianza profesional de sus compañeros?

Cuando se mencionan estas políticas que intentan compensar las diferencias de oportunidades, se habla por un lado de discriminación, porque no cabe duda de que se está anteponiendo el género a la calidad intelectual o a la experiencia, pero se añade lo de positiva, para recalcar que se persigue un valor social, el de favorecer el acceso de la mujer a los puestos de responsabilidad, el de compensar la posible desigualdad de oportunidades.


Por eso, aunque Mariano Rajoy recomendara en su momento que no entráramos en este asunto, y a pesar de que por lo general soy bastante obediente, rompo una vez más una lanza a favor de la discriminación positiva aplicada con la intención de conseguir equiparar las oportunidades entre hombres y mujeres en todos los aspectos de la vida social.