Nuestro insigne Quevedo escribió aquello de que mudar vocablos es limpieza. Se refería a la conveniencia de usar nuestro idioma en toda su amplitud, ya que la riqueza del español permite matizar cualquier concepto mediante el uso de una gran variedad de palabras, sinónimos cuyo empleo mejoran el lenguaje. Cuanto más diverso sea el vocabulario que se utilice, mayor nitidez contendrán los mensajes que se quieran transmitir y mejor y con más profundidad llegarán a los oídos del oyente. Lo que no significa, ni mucho menos, que sea preciso caer en ostentosas sonoridades ni en cursis florituras. La virtud, ya se sabe, está en el término medio. Los extremos son siempre viciosos.
Ahora todo es importante, un adjetivo calificativo que sustituye a cualquier otro. Los meteorólogos nos hablan de importantes nevadas, los periodistas de importantes atascos en las carreteras, los políticos de importantes resultados en los comicios, los docentes de importantes planes educativos y los médicos de importantes epidemias de gripe. Todo es importante, porque para qué buscar en los entresijos de la memoria otras palabras sustitutivas, otros calificativos más acordes con lo que se pretende expresar, si con éste, de propósito universal, nos entendemos todos.
Lo que sucede es que algunos cuando oímos calificar algo de importante nos quedamos ávidos de información. Si la nevada además de importante fuera copiosa y de cota baja, veríamos la situación atmosférica con mayor claridad. Si los planes de educación no sólo fueran importantes sino además innovadores y didácticos, es posible que percibiéramos que algo estaba cambiando en el panorama de la pedagogía. Claro que para eso hay que saber lo que significa copiosa y de cota baja y lo que expresan las palabras innovadora y didáctica; pero, desgraciadamente, a medida que pasa el tiempo son menos los que lo saben.
¡Cómo lo van a saber si cada vez se lee menos! El mundo audiovisual, del que me declaro admirador porque lo cortés no quita lo valiente, tiene cierta culpa de lo que sucede. Son muchos los que tentados por la facilidad con la que se perciben imágenes y sonidos han abandonado cualquier lectura, ya que consideran que es muy grande el esfuerzo requerido para convertir palabras escritas en ideas mentales. Una cosa es asimilar sensaciones y otra muy distinta procesar conceptos. Lo primero puede ser casi pasivo, mientras que lo segundo requiere empeño y voluntad. Y el ajetreo del mundo actual –dicen los reñidos con la lectura- no permite perder el tiempo.
Lo peor de todo esto es que se trata de un fenómeno multiplicador. Cuantos más son los que reducen su vocabulario a la mínima expresión, mayor es el número de los que sólo emplearán las palabras que usen los primeros, porque al fin y al cabo el lenguaje hablado es para muchos la única fuente donde captar vocablos. Si no se fomenta el contacto con círculos cultos y encima no se lee, la degradación lingüística está servida, y de nada servirá hablar una lengua que permite matizar los mensajes hasta donde uno quiera.
Todos, sin excepción, somos víctimas de este fenómeno degenerativo de la lengua. Lo que sucede es que algunos reaccionamos ante la amenaza leyendo cuanto podemos para no caer en el corralito en el que están encerrando a nuestro idioma, ese que con sólo un adjetivo calificativo –importante- resuelve cualquier disyuntiva oral. Aun así, confieso, yo nunca me pongo a escribir sin colocar a mi lado mis queridos diccionarios de sinónimos y antónimos de Santillana y de Larousse, que me ayudan en cierto modo a contrarrestar la pobreza lingüística en la que estamos inmersos.
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