Nunca pensé que la pedagogía llegara a interesarme tanto como me interesa ahora. Para mí, hasta hace poco, era la ciencia que se ocupaba de los métodos de educación o de enseñanza al servicio de los educadores, y nada me llevó nunca a preocuparme demasiado ni de sus procedimientos ni de sus alternativas ni de sus afanes. En su día fui un sufridor de los planes que me tocaron seguir en el colegio y durante la carrera, y no exagero si confieso que a partir de entonces he vivido durante mucho tiempo de espaldas a sus vaivenes. Si acaso llegó a estar presente en mis inquietudes durante la época escolar y universitaria de mis hijos, pero poco más. Era una de esas cosas sobre las que aplicaba el proverbio de doctores tiene la Iglesia.
Sin embargo, una serie de circunstancias personales me han llevado últimamente a reflexionar sobre este asunto, a tomar conciencia de la importancia del enfoque que se aplique al enseñar. Quizá haya sido el descubrir que las cosas poco han cambiado en los planes de enseñanza durante los últimos cincuenta años lo que me ha obligado a volver la mirada hacia la pedagogía, porque he comprobado con cierta frustración que, a pesar de tanto debate, de tantos cambios de nombre y de tanta algarabía partidista, todo sigue como estaba hace medio siglo, matiz arriba matiz abajo, detalles que por cierto sólo consiguen disfrazar de innovador lo que no son más que cambios de nombre, por lo general a beneficio del prestigio o desprestigio del ministro del ramo o del gobierno al que pertenezca, pero en ningún caso del sistema educativo.
Los planes actuales siguen persiguiendo más objetivos cuantitativos que cualitativos, con muchas asignaturas y con muchos capítulos que memorizar; pero continúan carentes de visión práctica y de perspectiva de aplicabilidad. La pregunta que yo me hacía entonces -¿para qué servirá todo esto?- se la siguen haciendo hoy nuestros estudiantes de segunda enseñanza; y de poco sirve contestarles que no se preocupen, que ya habrá tiempo para que entiendan su utilidad, porque con esta respuesta se les deja en la incertidumbre de si estarán perdiendo el tiempo con tanta erudición. Avanzan por un largo túnel oscuro sin que ni siquiera intuyan el final.
La memoria sigue siendo el fundamento en el que se basan los planes educativos de segunda enseñanza, incluso en las asignaturas llamadas de ciencias. No es que yo tenga nada contra la memoria, sino que considero que basarlo todo en la retención de conceptos, sin desplegar al mismo tiempo las capacidades deductivas del estudiante y su interés por el conocimiento, puede significar pan para hoy y hambre para mañana; o, dicho de una manera menos coloquial, considero que es un método que robotiza las mentes sin fomentar ni el entendimiento ni la voluntad, las otras dos patas del famoso trípode sobre el que debería sustentarse la formación académica.
Si hay algo en España que requiera un pacto de estado con urgencia es la educación a todos sus niveles. Supongo que la universidad habrá ganado bastante con la implantación del plan Bolonia –al menos se ha logrado un cierto grado de consenso entre bastantes países de Europa-; pero la educación secundaria en nuestro país sigue estancada en los métodos educativos que se aplicaban cuando yo era un niño, que ya es decir. Mucha religión sí o religión no, demasiado alboroto sobre la conveniencia o inconveniencia de implantar la educación ciudadana, pero nada en absoluto respecto a la necesidad de mejorar el enfoque educativo en general.
Nuestra sociedad padece de muchas carencias, pero quizá ésta, la de apenas haber desarrollado los planes de estudio con criterios de modernidad durante los últimos decenios, sea una de las más dramáticas y de las que más requieran la atención de los políticos.
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