Supongo que algunos considerarán que lo que voy a decir a continuación no es políticamente correcto, pero traicionaría el espíritu de este blog si no expresara lo que pienso sobre cualquier tema social que despierte mi interés; y éste, el de las víctimas de la violencia -terrorista, machista o de cualquier índole- es uno de ellos. De manera que, como desgraciadamente en nuestra compleja sociedad proliferan los violentos, no puedo evitar reflexionar sobre una situación que me llena de indignación cada vez que la observo.
Desde mi punto de vista, las auténticas víctimas de cualquier tipo de violencia son los asesinados, porque ellos fueron quienes sufrieron en primera persona las consecuencias de los actos criminales de sus verdugos. Sus deudos, que siempre contarán con mi simpatía y solidaridad por el drama que supone tener que soportar la pérdida de un ser querido en circunstancias sobrecogedoras, sólo lo son en un sentido subsidiario y circunstancial. Sin embargo la sociedad los convierte en víctimas de la violencia, porque son el símbolo viviente de las consecuencias de la barbarie asesina.
Hasta aquí nada que objetar. Mis inquietudes empiezan cuando descubro el comportamiento de algunas de estas víctimas, que convierten la tragedia de los familiares asesinados en el leitmotiv de sus vidas. Las conocidas asociaciones de víctimas del terrorismo, con sus distintos sesgos ideológicos, serían buenos ejemplos de lo que pretendo explicar. Padres o hermanos o hijos o cualquier otro tipo de familiares directos de los asesinados por la banda terrorista ETA o por el yihadismo fanático o por el machismo asesino o por repugnantes violadores se convierten, de la noche a la mañana, en compañeros inseparables de algunos líderes políticos, como si la tragedia los hubiera transformado en figuras imprescindibles para los responsables de ciertos partidos. Un oportunismo con el que no puedo estar de acuerdo, por la artificialidad que implica arrimar el ascua de las tragedias personales a los intereses partidistas.
En las últimas semanas estamos asistiendo a un curioso espectáculo, el de algunos padres de niñas o de jóvenes asesinadas por manos desalmadas, que conjugan al unísono el recuerdo de sus tragedias para pasearse de cadena en cadena de televisión, de emisora en emisora de radio. Un exhibicionismo cuya única finalidad es mantener encendida la triste popularidad que les sobrevino como consecuencia de la muerte de sus hijas. Además, por si fuera poco, por si esta demostración pública no resultara desconcertante ante los ojos de muchos, utilizan sus desgracias para apoyar la inclusión de determinados castigos en el código penal, disfrazando sus pretensiones de servicio a la sociedad.
Es cierto que son muy pocos, porque la inmensa mayoría de los que han sufrido la desgracia de perder a un familiar a manos de algún brutal asesino permanece anónima, sufriendo la tragedia en la intimidad de su entorno, sin recurrir a la aparatosidad de los focos y del periodismo amarillista, ni mucho menos colaborar con el populismo político. Pero el arribismo de unos pocos, a los que no hay más que oír para adivinar de inmediato sus intenciones de obtener fama y lo que como consecuencia caiga, desfigura la imagen de un colectivo que merece los máximos respetos de la sociedad a la que pertenecen.
Tenía que decirlo y ya lo he dicho, aunque corra el riesgo de que algunos me tachen de políticamente incorrecto.
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