Durante algún tiempo estuve convencido de que la seguridad en uno mismo era un valor intelectual irrenunciable, hasta el punto de que consideraba que su ausencia suponía un grave inconveniente a la hora de desenvolverse en la vida con soltura. Pero con los años a cuestas, con tantos avatares soportados, he cambiado de parecer, quizá porque haya descubierto de repente que confundimos la seguridad en nosotros con el rechazo a las opiniones de los demás y la actitud valiente ante las adversidades con el disimulo de las debilidades propias. Es más, con el tiempo, como digo, he llegado a descubrir que eso que llamamos convicción o certeza de pensamiento no es más que una capa de protección ante la duda y muchas veces negación de la evidencia.
¿Pero es mala la duda? Yo creo que no, sino todo lo contrario. En mi opinión, es la clave del progreso intelectual en general y del desarrollo personal en particular. Dudar es abandonar la confortable zona de las verdades absolutas, es aceptar que la certeza incuestionable no existe. Sólo cuando se duda se buscan alternativas, sólo ante la incertidumbre se indaga sobre lo desconocido. Los seguros de sí mismo o de sus principios o de sus imaginarios quizá se sientan cómodos en su mundo de esquemas inamovibles, pero están muy lejos de la reflexión, del raciocinio y de la búsqueda de la verdad. Su coto cerrado, la concha protectora de la que se han provisto, los pone a buen recaudo de la duda. Sus mentes no aceptan nada que no sea su propia asunción de la realidad, su verdad preconcebida.
La duda no es cómoda. Preguntarse ante la incertidumbre dónde estará el camino a elegir es incómodo, porque a veces supone renunciar a lo que se ha tenido como cierto hasta entonces y, en cualquier caso, obliga a entrar en terrenos de arenas movedizas, de las que uno no sabe si saldrá airoso o desmadejado. Pero los que adoptan la duda como método intelectual no temen la incertidumbre, sino que la consideran su herramienta de trabajo para caminar por la vida. Prefieren la incomodidad de adentrarse en lo desconocido, incluso el riesgo que supone, a vivir esclavo de las verdades de los demás.
Lo más curioso de todo este asunto es que no conozco a nadie que no dude. Pero mientras que unos lo hacen con sufrimiento, con pavor a que de la duda salgan monstruos que amenacen la confortabilidad de sus arraigadas ideas, otros, los que han adoptado la duda como método, se aventuran en los laberintos de la inseguridad ávidos de respuestas, convencidos de que están haciendo lo que se debe hacer, no para arreglar el mundo, porque eso no es posible, pero sí para mantener su entorno limpio de falsas verdades, que no es poco. Un ejercicio a veces ocioso, porque no suele tener recompensa material.
Si desde niños nos enseñaran a dudar como método de trabajo intelectual, nos advirtieran de los peligros que arrastra la seguridad en las ideas, es posible que el mundo caminara por derroteros distintos. Aunque también pudiera suceder que muchos aprendieran la lección como aprendieron los afluentes del Tajo o la interminable lista de los reyes godos, pero que después la vida los llevara a refugiarse en sus verdades, porque prefieran la confortabilidad y el desahogo que aporta la seguridad en uno mismo.
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